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BanderaPlazaColonEFE

En Italia, unos representantes de la Liga Norte han aparecido en sede parlamentaria luciendo camisetas que eran banderas esteladas, es decir, señeras independentistas de Cataluña. Imagino que el episodio habrá desagradado a los secesionistas del Principado. Que tus simpatizantes internacionales sean estos señores de la Liga Norte dice mucho de ti: un grupo político que aspira a independizarse de Italia porque afirma estar sometido a un expolio fiscal para sostener el Estado del Bienestar. Son xenófobos, son racistas, desprecian a los meridionales, los ‘terroni’, y exhiben con orgullo y siempre que pueden banderas propias, símbolos distintivos.

Entre mis pequeñas excentricidades está odiar la exhibición de banderas; detesto hacer ostensible los símbolos que nos unen; me incomoda manifestarme bajo un trapo que a otros conmueve. La cosa podría no tener interés alguno, incluso podría ser una patología mía. He acudido a manifestaciones públicas, por supuesto, pero procuro evitar los pendones, marchar bajo los pendones. ¿Agarofobia? En absoluto: me desenvuelvo normalmente. Sólo que los actos colectivos, que a otros excitan, a mí me enervan. Los nacionalistas pueden reprocharme mi nacionalismo banal: estás tan seguro de tu orden simbólico, que puedes rechazar los trapos comunes; eres tan narcisista, que no quieres sumarte a algo que desinvidualiza. Por eso te puedes permitir el lujo de rechazar las banderas. Pues no, es una razón más trivial y, quién sabe, tal vez más consecuente: detesto exhibirme con un trapo colectivo porque no siento nada. Nada.

Cuando hice el servicio militar, la jura de bandera fue un acto fracasado: llovía a mares y, justamente por ello, debimos realizarlo en un gimnasio. El acontecimiento perdía todo su brillo, todo debía acelerarse y todo quedaba seriamente deslucido. Fue para mí un alivio. Tanta bandera, tanta enseña, tanto besuqueo me ponía enfermo. ¿Acaso por la bandera de España? No, no le tengo tirria especial a la enseña nacional española. Me habría pasado lo mismo sí el besuqueo textil hubiera estado destinado a cualquier otro pendón. ¿Acaso por odio a lo que significa? ¿Defender la patria con tu vida? No: de darse el caso, yo no habría defendido patria alguna con mi vida. Padezco una moral indolora, que dijo Gilles Lipovetsky. Que no me aten. Que no me maten.

No es deseable ni siquiera posible la sujeción de las personas a las propiedades que las encadenan real o supuestamente a las comunidades de origen o de pertenencia, a las familias o a las naciones. Hacerlo así, forzar lo que nos ata, es violentarnos a cada uno de nosotros, es asociarnos con idéntico perfil a quienes por fuerza son distintos. Nos obliga dicha operación a vivir solidarios con una imagen predefinida de cada uno, esto es, al vincularnos por fuerza a nuestro grupo de pertenencia se multiplican efectivamente las diferencias que hay en el mundo entre los distintos grupos étnicos o culturales, pero a la vez se empobrece dicho planeta, pues éste o aquél, tú o yo, por mucho que compartamos rasgos que nos alejen de otros, somos algo más que autómatas obligados a comportarse fatalmente. Es decir, que la alegre defensa de la diferencia étnica, en el fondo, oculta la auténtica diversidad de cada cual o, en otros términos, la murga de los rasgos colectivos irrevocables que me definen impediría la diferencia efectiva.

En el pasado, en el siglo XIX, por ejemplo, los individuos carecían de plurales fuentes de información y lo común era abastecerse con un único canal a través del cual se recibían las percepciones de lo real y las actuaciones prescritas a que estaba obligado cada uno. El hijo de un rico hacendado tendía a reproducir lo obvio, lo que era indiscutible para sus mayores y lo que por tradición o herencia le llegaba, que no era sólo un conjunto de bienes materiales, sino también una concepción del mundo congruente con el medio del que procedía. La educación formal, la socialización y la propia maduración del individuo en un espacio afín reforzaban ese patrimonio inmaterial que era el sentido común heredado (o lo que Marx llamó ideología).

Desde hace tiempo, las cosas ya no son exactamente así. La vastedad y la variedad de fuentes de información, tan contradictorias, el debilitamiento de las reglas comunes y prescriptivas (sustituidas, en parte, por eso que Gilles Lipovetsky llamó la moral indolora) han hecho de nuestro tiempo un mundo efectivamente hecho pedazos. La circunstancia nos concede una gran libertad, pues ni el padre, ni la familia, ni la escuela, ni las autoridades pueden sujetar una socialización que se desborda y en la que la coherencia de los datos acopiados se hace casi imposible. Pero es también nuestro infierno. Es tal la avalancha que los muchachos pueden crecer angustiados por la saturación informativa (por la vecindad de lo alto, de lo bajo, de lo relevante, de lo irrelevante) y por el deterioro o la falta de criterios de discriminación. De ahí que la identificación colectiva que se estimula con sentimiento logre lo que la razón no alcanza. Las banderas resurgen, los himnos nacionales se entonan, los sentimientos de pertenencia se excitan. No sé si soy un bicho raro (creo que no, creo que soy muy normalito), pero ya les digo que no me pillarán vivo envolviéndose en una bandera, la que sea, o enfundándome una camiseta patriótica. No me pillarán vivo.

2 comentarios

  1. La fotografía de la bandera española corresponde a la que hay en Plaza Colón de Madrid. La fotografía es de la agencia EFE y está modificada con Instagram.

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