Una paradoja es es una contradicción más o menos aparente entre dos cosas o ideas. Eso dice el diccionario.
Es también una afirmación increíble o inclusa inverosímil que se presenta como verdadera. ¿Con qué fin? Con el propósito de poner aprietos a quien lee o escucha, con la meta de quebrar su discurso o sermón.
Las paradojas son contradicciones de la lógica, ranuras por las que se nos escapa lo absurdo, aquello que carece de explicación racional.
Paradoja es, en fin, alguna idea extraña e incluso irracional que se opone al sentido común de las cosas, a las evidencias que todos sostienen y a la opinión general o mayoritaria. Enfrentarse al sentido común puede ser una solemne tontería: todos hemos convenido en que ciertas cosas funcionan y tienen sentido.
Oponerse a la evidencia de que el sol sale todas mañana es una memez de una gran inutilidad. Pero rastrear nuestros hábitos, nuestro lenguaje, a la caza de contradicciones nos ennoblece. Obramos como investigadores.
La realidad está llena de agujeros, de grietas, de ranuras por las que efectivamente se cuela aquello que nos choca. Atrévanse.
Atrévanse y lean a Miguel Catalán. Sus obras ensayísticas tienen una gran finura, una precisa reflexión, una manera de abordar el estado del mundo desde la perplejidad y desde la felicidad.
También purgan, arrancan cochambre y adherencias que nos impiden ver. Quitan muchos velos.. Su libro La nada griega (2013, sequitur) es disolvente o un disolvente. Elimina y a la vez destruye todo lo que era sólido y dañino.
Es un volumen brevísimo, de 111 paradojas. Sus escritos adoptan la forma del aforismo o del microrrelato, episodios de la vida cotidiana muchos de ellos desternillantes, que yo aquí no revelaré. Por piedad. Hay humor explícito y humor involuntario. No es socarronería, pero sí una sutil ironía. Es un tónico que desatasca nuestras boludeces (que diría un argentino).
Ya me dirán.