La ficción. Digresiones sobre la mentira

Primero

He acabado de escribir y corregir mi libro Historia y ficción. Conversaciones con Javier Cercas. He remitido el original al editor, a Alberto Vicente.

Quedo en suspenso, a la expectativa. Ya no es, ya no puede ser el regalo de Reyes que le prometí al editor. A lo mejor sólo es una ganga, propia de estos tiempos de rebajas. Ojalá le guste, ojalá les guste. Punto y aparte.

En una de las conversaciones recogidas en esta obra, Javier Cercas y yo tratamos sobre el fingimiento, sobre la impostura, sobre las mezclas de realidad y ficción. Él ha reflexionado sobre este particular y a la vez ha cruzado la frontera que las separa.

Son experimentos literariamente sugestivos, que te obligan a preguntarte sobre lo falso y lo verdadero, sobre lo aparente y lo existente. Pero si trasladamos esos ensayos —de laboratorio, por decirlo así— a la realidad, a la realidad sin comillas, las consecuencias suelen ser desastrosas o nocivas.

En el ámbito de la existencia cotidiana, las colusiones o las aleaciones de lo fingido y lo vivido resultan arriesgadas y hasta reprobables (si de ello se deriva un engaño deliberado).

Pondré un caso que no abordo en mis conversaciones con Javier, pero que equivale modestamente a lo que el propio novelista examinó en ‘El impostor’ (2014).

Segundo

Empecemos. La impostura es fingimiento o engaño con apariencia de verdad. Y eso, el fingimiento, es ardid inmemorial. No es truco de hoy mismo.

Ahora, sin embargo, los disfraces, las máscaras y los soportes expresivos nos multiplican. Tenemos la posibilidad exponencial de difundir infundios o bulos, de inventarnos sosias o calcos, de remendar o de mudar las identidades, de crearnos presentes o pasados inexistentes.

Literariamente es un juego de posibilidades, de vidas varias siempre en potencia. Es también un juego de paciencia. Es, en fin, un juego de coherencia: decía Nietzsche que tiene mucho mérito el mentiroso, pues se obliga a ser coherente si quiere mantener su embeleco. No sé, no sé.

Tercero

¿Recuerdan la increíble y tosca historia de Amy Martin? Fue asunto menor, un escándalo quizá ridículo (o no tanto), pero desde luego fue un asunto moralmente dudoso.

No me suelo poner yo tan tiquismiquis con los híbridos y con las mezclas de realidad y ficción, que son placeres intelectuales que me deleitan. Insisto: me gustan…, pero lo de Amy sobrepasó el límite, pues su acción no tuvo víctimas, pero a mi juicio no tuvo ninguna gracia.

Por supuesto, la protagonista de esta historia quitó hierro al asunto, pues presentó su acción como experimento de vanguardia para una creación novelesca: el paso de la realidad a la ficción. ¿A qué me estoy refiriendo con esta digresión ya muy larga?

En enero de 2013 y tras un revelación de ‘El Mundo’, una artista y novelista de incipiente prestigio, Irene Zoe Alameda, admitió públicamente ser Amy Martin. ¿Y quién era este personaje?

Alameda reconoció haberse servido de un seudónimo, Amy Martin, con el que firmar textos, obras, ensayos que entregaba a una Fundación. ¿A cuál? A la Fundación Ideas (vinculada al PSOE).

Con ese alias operaba y cobraba, tan ricamente. Todo ello, bajo contrato no sé si escrito: si iba a ser un trabajo bien remunerado las partes se obligaban…

La Fundación Ideas era (no sé si lo sigue siendo) un organismo de reflexiones y cogitaciones. Insisto: ignoro si el organismo continúa (me temo que no) y si entre el género que aún despacha hay alguna idea.

Pero leamos lo que Alameda o Amy dijo para exculparse. Lo dijo en ‘El País’.

«En 2009, separada sentimental y físicamente de Carlos Mulas [su exmarido] y a sabiendas de que la Fundación Ideas buscaba colaboradores para la sección Global Observer que publicaran artículos multidisciplinares y originales tanto en inglés como en español, tomé la decisión de ponerme en contacto con la Fundación que él dirigía y de hacerme pasar por Amy Martin para ofrecer mis servicios como autora. El nombre de Amy Martin lo elegí por coincidir con el de una conocida de mis años de estudios en Nueva York…»

Leamos otra vez: “hacerme pasar por Amy Martin para ofrecer mis servicios como autora”. Más tarde señaló que aquello que la movía no era ni la observación estratégica ni el dinero bien grosero, sino un experimento que tenía la intención de incorporar a su siguiente novela.

Cuarto

Una novela es una novela es una novela… Y un ensayo es un ensayo. Punto.

En una ficción, el autor puede aparentar escribir un ensayo; y en un ensayo, el autor puede escribir narrativamente, como si fuera efectivamente un prosista de ficción.

Esto es algo que hizo Jorge Luis Borges de manera excelsa y que otros menos dotados también hemos intentado con desigual éxito. ¿Por qué reprocharle, pues, el fingimiento a Alameda? ¿No estaría en su derecho?

En el fake, en la producción ficticia que aparenta ser real, todo es correcto siempre que sepamos de qué va la cosa; siempre que el lector advierta que lo que lee es una novela que finge ser un ensayo o un ensayo escrito como una obra de ficción.

Si los supuestos están claros, si el juego literario está avisado al principio, en medio o al final, si no se hace pasar lo que no es, entonces no hay impostura dolosa.

Ahora bien, si yo utilizo un seudónimo para escarnecer, para vilipendiar, para engañar o para tender trampas, entonces soy un cobarde. Obrar así es una auténtica villanía.

Por otra parte, si yo empleo un alias para hacer como que existe alguien y con esto engaño a quien me contrata, siguéndose de ello, consecuencias para otros, entonces soy un caradura.

Si además, digo ser progresista y de esto hago causa (la supuesta superioridad moral de la izquierda), entonces estafo, confundo a quienes están dispuestos a creerme. En efecto, hay mucha credulidad en este lado…

Al final uno no puede dar crédito ni aprobar lo que es un embuste lucrativo. Todo esto me parece irresponsable. Y el comunicado de Irene Zoe Alameda, que emitió en su día, lejos de salvar a su exmarido, lo dejaba como un pardillo o petimetre. ¿Y los dirigentes de la Fundación?

Cobrar tres mil euros por un artículo –como así parece que cobró Amy Martin– es fastuoso. ¿No tiene vergüenza Amy o Alameda? Martin debería haber devuelto inmediatamente hasta el último euro. Si son ciertas las informaciones, parece ser que, tras el estallido del escándalo, devolvió esas sumas de dinero, un dinero de fábula: léase en todos los sentidos.

Y creo que en la Fundación deberían haber dimitido en cadena, en escala, en cascada (si es que no lo hicieron en su momento). Por pardillos, por palurdos, por catetos.

¿A quién se le paga tres mil euros por un texto de observador? Ya me gustaría, pero me parecería ciertamente excesivo y poco elegante, si viene precedido de un engaño. No sé si, además, aquí había un presunto delito…

Finalmente, concluiré mencionando un aspecto que me parece lo más literario de este affaire. O lo más chusco o lo más metafísico.

¿Qué es eso que decía Alameda de su exmarido? Admitía estar «separada sentimentalmente y físicamente de Carlos Mulas». Trato de pensar en esa expresión bifronte y no me cabe. O no me cuadra. Se me antoja una ficción, otra ficción.

Vamos a ver: cuando estás separado sentimentalmente, no hay cuerpo, ni roce, ni caricia. Aunque te toquen, no hay nada. ¿No es cierto?

Esa precisión que hacía Alameda o Amy (no sé ya) —la falta de roce sentimental y físico— me parece un pleonasmo o un énfasis innecesario: algo muy reprensible en una escritora que dice algo así.

Y así, precisamente, me pregunto: ¿cuando hacía de Amy Martin era un ente físico o puramente sentimental? ¿Tenía Amy roces con el mundo real o sublunar? Es más: ¿tenía estómago para cobrar tres mil euros por artículo sin sentir un cierto malestar físico o sentimental?

Son, como ven, preguntas muy hondas que yo me hago cada jornada, justo cuando al levantarme me veo pisando la dudosa luz del día, en verso de Góngora.

Fotografía de Irene Zoe Alameda, Bernardo Pérez.

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https://elpais.com/politica/2013/01/24/actualidad/1359016518_632137.html

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