Leo en Levante: “El Real Madrid despertó por fin, firmó el mejor partido de la era Capello, destrozó al Steaua de Bucarest de inicio a fin y mandó un mensaje de optimismo a sus aficionados para afrontar con garantías el duelo del próximo domingo en la Liga ante el FC Barcelona”. Por su parte, para el partido que hoy disputa el Valencia contra el Shakhtar leo que se espera un llenazo en Mestalla. “El Shakhtar, que el pasado fin de semana venció por 0-3 en su liga al Khakiv, es el líder del campeonato ucraniano empatado a puntos con el Dinamo de Kiev, tras ganar ocho encuentros y empatar dos en las diez jornadas disputadas, con 26 goles a favor y tres en contra”. Literal: esa información es literal. Uf. Un equipo despierta, destroza a otro y afronta un duelo. Un estadio se llena para contemplar una disputa. Otro equipo vence y es líder.
El lenguaje del fútbol es guerrero, pero el balompié no es una guerra. Trato de explicarme qué es. Para empezar, a despecho de que me esfuerzo sigo sin entender la emoción que despierta el fútbol. Tampoco acabo comprender esos cálculos de puntos y su interés. Entiendo cuáles son las reglas de un partido, incluso algo de táctica pedestre puedo aventurar si alguien me pregunta. Entiendo lo que es falta, fuera de juego, achicar espacios, etcétera. Pero, insisto, no me provoca impresión alguna. Tan fuera de todo esto estoy, tan lejos me considero que cuando tuve que tratarlo por primera vez en El País adopté la fórmula retórica del explorador científico que se pregunta por las costumbres de los nativos, entre ellas el fútbol. “Imaginemos a un antropólogo ajeno a nuestro mundo, un extraño que llegara a esta ciudad. Pero imaginémosle también como un etnógrafo inquisitivo, vivamente interesado por las convenciones que rigen la existencia”.
Pero no, no hay ni hubo manera. Ese espectáculo colorista en el que tantos se vuelcan para jugar el conflicto de la identidad sigue sin motivarme. Sólo el hecho bélico que encierra, la violencia sublimada, es lo que me llama la atención. Norbert Elias le dedicó páginas interesantes a esta circunstancia: el deporte como espacio de civilización en el que los antiguos contendientes que a mamporros se mataban ahora libran combates incruentos… Y, en efecto, el fútbol es uno de los sucesos contemporáneos que mejor representa y restaura el agonismo que es siempre vivir y enfrentarse al otro. El agonismo no es la guerra sin preceptos, sin mediación, sin arbitraje. Es, por el contrario, un refinadísimo modo de resolver los conflictos o de representarlos para suavizar sus efectos más dañinos: es una especie de ordalía personal en la que cada uno se somete a un juego consigo mismo, una especie de lucha con el propio cuerpo para comprobar si se es capaz de vencer.
Tendemos a pensar el fútbol sólo como una prueba colectiva, como una manifestación de las identidades comunitarias, pero, visto de cerca, en el césped, es sobre todo un ejercicio individual de resistencia, de camaradería, de inteligencia. O, mejor: es y a la vez lo representa para unos espectadores que viven de manera indirecta, por persona interpuesta, esa ordalía de cada jugador. Por eso, examinar el fútbol en lo que tiene de espectáculo de la vida llevado hasta el agonismo sublimado y elegante no es una cuestión de machotes eventualmente violentos, sino una tarea sutil de la inteligencia, lo contrario de la defensa de identidades colectivas en liza.
Pero no, en el balompié acaba triunfando también la lamentable fiesta de identidad y de la exaltación política, que es siempre un instrumento de posible manipulación. Para muchos, la pelota es su corazón, el órgano que les bombea comunidad, nación y fluidos. Por eso, por ser fuente de identificación colectiva y de afirmación, es por lo que se presta a ser interesadamente jaleado por representantes políticos: para hacer de ello inversiones pasionales que rindan beneficios electorales, por ejemplo. Pero hay un riesgo extremo en el uso político del fútbol que la afición no suele tolerar. ¿Cuál podría ser?
“Se puede ocupar una catedral y sólo habrá algún obispo que proteste, algunos católicos conmocionados, un grupo de disidentes favorables, la izquierda que será indulgente y los laicos históricos (en el fondo) felices”, decía Umberto Eco en La estrategia de la ilusión. “Pero si alguien ocupase un estadio, aparte de las reacciones inmediatas que esto provocaría, nadie sería solidario: la Iglesia, la Izquierda, la Derecha, el Estado, la Magistratura, los Chinos, la Liga por el Divorcio y los Anarcosindicalistas, todas pondrían al criminal en la picota”, concluía Eco en aquel libro. Ayer hablábamos de terrorismo. ¿Se imaginan el estadio ocupado por un grupo de fanáticos dispuestos a todo? Sí, ya sé que hay extremas medidas de seguridad. Pero la imaginación de los terroristas no tiene límites. Ojalá nada de esto se cumpla nunca y este hecho sólo sea una pesadilla insomne, pues de lo contrario esa sublimación de la violencia que es el fútbol y ese refinamiento del conflicto podrían volverse reales y humanos, demasiado humanos. Prefiero, pues, que todo continúe igual, que sigan la ficción y la afición.

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