Ayer, Isabel Burdiel, profesora, compañera y amiga mía, publicaba un artículo de título bien significativo: “¿Quién cuidará de los hijos de Ségolène Royal?”. Lo suscribo de principio a fin y creo que muestra bien a las claras de qué modo enfrentan las mujeres las dificultades de sus respectivos trabajos, los obstáculos que tienen que vencer cuando quieren estar presentes en la vida pública. “¿Qué hay en Ségolène Royal que irrita tanto a los dirigentes tradicionales del Partido Socialista francés?”, se preguntaba Isabel tras constatar los peros que se le han puesto, la hostilidad manifiesta de los llamados elefantes de esa formación política. Básicamente, sería la misoginia la fuente de tanta ojeriza, la base de unos reproches que varones algo desorientados hacen sin tener argumentos mejores. Se le achaca su popularidad, su buena planta, su proximidad, su mezcla de señora madura y bien conservada, su energía de gobernanta…
“Royal utiliza conscientemente su imagen de mujer respetable y bella, se enfunda en tailleurs elegantísimos (…), se sube todos los días a unos tacones bien altos y cruza las piernas”, describe Isabel. Es decir, sabe combinar una “imagen tradicional y muy femenina” con el feminismo. Ya no estamos ante “la feminista desgarrada, mal vestida y transgresora. Sin embargo, lo es”, concluye. Es transgresora y moderada a un tiempo, cosa que a mí personalmente me encanta. No me gusta hacer ostentación de la revuelta vistiendo atavíos explícitos, con una indumentaria que pregona manifiestamente lo que eres o dices. Tal vez mi comportamiento sea muy recatado, pero siempre me ha incomodado el alarde expreso de lo que piensas o crees pensar. Puedo escribir artículos en la prensa –como el que hoy publico en Levante— o en este blog, pero no me gusta que me identifiquen por un aspecto subrayado o enfático.
Ségolène Royal viste bien, en efecto, pero sobre todo viste como tantas y tantas damas francesas de hoy: unas con prendas de Chanel y otras con piezas más baratas de similar aspecto. El caso es que sus exigencias feministas enfundadas en atuendos respetables tienen la posibilidad de calar en una sociedad que tal vez se reconoce en ella, en su imagen batalladora y elegante. Creo que cuando Isabel Burdiel trataba estas cosas hablaba de Ségolène Royal, cierto, pero hablaba también de sí misma frente a otra dama a la que ella admira y de la que se apiada: Mary Wollstonecraft.
Hace doce años, mi amiga publicó una excelente edición de la Vindicación de los derechos de la mujer (1792), de Mary Wollstonecraft: una mujer haciendo la edición de la obra de una mujer que a la vez habla de los derechos de la mujer. No conozco a muchos hombres que hayan leído este clásico del feminismo, aparecido justamente cuando irrumpía la modernidad política. Es indudable que a su actualidad no ayuda la propia Wollstonecraft: es la suya una obra clásica, sí, pero su prosa revela desorden expositivo, fruto de una mente brillante, intuitiva, que tuvo que enfrentarse al propio orden de las cosas. Hay digresiones, hay retórica ampulosa en ocasiones, hay quizá una crítica puritana de la banalidad coqueta, hay reiteraciones y excesivo énfasis, hay, tal vez, demasiadas analogías (entre mujeres, soldados, siervos, súbditos). Pero hay clarividencia cuando la ceguera masculina era prácticamente universal, hay perspicacia cuando todo llevaba a dejarse arrastrar por las evidencias. Por eso, conforme se avanza en la lectura sorprende el talante firme, excepcional de la autora, nuestra contemporánea. Hasta tal punto es así que el lector se pregunta: ¿cómo es posible que nos separen más de dos siglos?
Aquello en lo que la autora se empeñó fue en tomarse en serio la humanidad de la mujer. Tomarse en serio la humanidad de la mujer es admitir sin reservas su naturaleza igual, esto es, lo que la equipara al hombre.
Con estos sencillos pero inapelables argumentos, que la autora reitera una y otra vez a lo largo del libro (quizá de manera machacona, insisto), Mary Wollstonecraft se nos muestra como una contumaz polemista, en especial contra un inerme e inconsecuente Rousseau, a quien toma insistentemente como blanco de su ira. Con absoluta porfía demuestra la incoherencia y la inconsistencia de las viejas aserciones discriminatorias contra la mujer y de las que el pensador ginebrino se habría convertido en voluntario portavoz. ¿Cómo?
La paradoja que ha envuelto la definición de lo que sea la mujer, decía Mary Wollstonecraft, es haberla convertido en un bello defecto. O, dicho en otros términos, aquello que tratadistas y moralistas –como Rousseau— han perpetrado contra ella es su reducción a mero objeto de deseo, eliminando, pues, la cualidad racional de que también está investida, atrofiando, al fin, su maduración. Apartada desde edad temprana de la educación racional, de la responsabilidad, del juicio y de la disciplina, tareas reservadas a los varones, la mujer consuma su crecimiento como un ser torpemente instintivo, simple, subordinado, arbitrario, dependiente, amputado y entregado en exclusiva al cultivo de la belleza, al despliegue frívolo, pasajero e inconsistente de la coquetería. Ahora bien, con el desarrollo desordenado de una imaginación y de una sensibilidad enfermizas, la propia mujer se vuelve doblemente dependiente y tiránica.
Por un lado, siempre a la espera de quien ha de proporcionarle amor, de quien ha de inflamar su pasión, se dedicará por entero al arte de agradar. En el caso de que tal expectativa se cumpla, añadía Mary Wollstonecraft, la frustración no tardará en llegar, pues a la galantería sucede el enfriamiento. Por otro, esa misma persona frívola y débil es o se manifiesta frecuentemente despótica, poseedora de un poder ominoso que le viene de la astucia, de la doblez, del ardid seductor. En conclusión, aquellas que estaríamos dispuestos a admitir como cualidades racionales que toda mujer debería perseguir por su condición de ser humano con el fin de garantizarse una preservación digna y una excelencia llevadera, no son objeto de cultivo, sino que son sofocadas una a una. ¿Se puede caer más bajo?
Ségolène Royal viste bien, le gusta agradar y ejercita sus cualidades racionales. No es, desde luego, un bello defecto y, sobre todo, ya no tiene por qué tolerar lo que le espetara Horace Walpole a Mary Wollstonecraft. “Esa hiena en enaguas”, decía de ella. Gracias a aquella hiena en enaguas, mujeres como Royal o Burdiel no tienen por qué pedir perdón por lo que son o por cómo visten. La candidata socialista ha sabido hacer frente a tanto hostigamiento afirmándose como señora que, en efecto, no se arrepiente, que no se ha disfrazado de varón para poder entrar en política, que no ha debido sentirse “un hombre atrapado en un cuerpo de mujer”, como apostillaba Isabel Burdiel citando los sentimientos que, por ejemplo, expresara Mary Wollstonecraft hace un par de siglos. Felicidades…
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Definitivamente, Ségolène Royal, candidata socialista. Me gusta. Y, sin embargo, Nicolas Sarkozy me hace preguntarme cosas sobre la Francia heredera de Tocqueville. La semana que viene…, comentario sobre este posible candidato.

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