Admito que Nicolas Sarkozy es un político con ideas que sabe expresarlas y que tiene el don de la oratoria y de la convicción. Es tal el empeño que le pone a sus intervenciones que es capaz de hacernos olvidar sus incongruencias y su conservadurismo imaginativo. He leído La República, las religiones, la esperanza (Gota a Gota-Faes), un libro-entrevista de 2004 –ahora traducido– en el que el político francés se explaya sobre las creencias y sobre su condición de ministro de Cultos (función asociada al Ministerio del Interior). El prólogo lo firma José María Aznar y he de reconocer que no está a la altura del vuelo místico de su amigo francés. Mientras Sarkozy habla de la esperanza y de lo absoluto, el ex presidente español insiste en la excelencia, palabra de orden entre los conservadores españoles que yo no le he leído al político francés en estas páginas. Aznar insiste también en asociar ideología socialista a relativismo, curiosa aleación sobre la que tampoco Sarkozy se extiende. Vaya una manera de escribir un proemio: la verdad, tengo serias dudas de que Aznar haya leído el volumen que prologa. Pero dejemos al ex presidente y regresemos al político francés.
Lejos de profesar el laicismo, Sarkozy prefiere reivindicar la laicidad de la República (por decirlo con una palabra más propiamente francesa), es decir, la igualdad jurídico-política de los credos. No hay confesión que esté por encima y, por tanto, las distintas Iglesias deben estar amparadas por las leyes, que deben cumplir. En principio, no es nada audaz afirmar eso, pues la República francesa no reconoce, no paga salario ni subvenciona ningún culto desde la Ley de 1905. De todos modos, las reflexiones de Sarkozy van más allá, precisamente porque la importancia del islam en la Francia de hoy exige ciertas reformas a las que este político no se opone. Con todo, la parte que a mí me ha resultado más interesante y discutible es la que hace referencia a esa palabra, esperanza: un vocablo que el ministro repite una y otra vez.
La vida es corta y, además, es humanamente inexplicable su significado. No hay argumento filosófico o antropológico que sea suficiente, que dé sentido a esa brevedad y al hecho inapelable que implica morirse. Por eso, a los individuos no les basta con ser ciudadanos, incluso no les satisface ser ciudadanos honestos. Necesitan tener esperanza: en el más allá inexplicable, añade Sarkozy. Aunque no lo cita, esta conclusión recuerda en algún momento al arrobo místico que sintiera Wittgenstein ante el hecho religioso: no lo puedo explicar, ni siquiera puedo hablar de un sentido que no puede expresarse con el lenguaje del mundo, pero le tengo enorme respeto a la creencia que proporciona esperanza, a ese absoluto que me obliga a preguntarme… Más aún, añade Sarkozy, la religión es comunidad y, por tanto, anuda lazos entre individuos que, de otro modo, estarían desorientados. O, por decirlo con palabras de la tradición sociológica francesa –Émile Durkheim, a quien no cita-, una Iglesia es una comunidad moral en la que los creyentes se sienten vinculados por una normas comunes, por unos valores compartidos, por una cierta idea de lo sagrado y de lo profano.
La religión proporciona cohesión, una forma secular de consenso, de gran ventaja para la estabilidad de la República, podríamos decir con Sarkozy empleando palabras de Durkheim. Los individuos forjan sus preferencias a partir de unas expectativas que la propia sociedad alimenta; ésta les da o les quita los medios para satisfacerlas. Si se carece de esperanza religiosa, la frustración de esas expectativas (y la principal es la vida eterna) nos deja peligrosamente desamparados. “La cuestión espiritual es la cuestión de la esperanza, la esperanza de una perspectiva de realización en la eternidad después de la muerte”, precisa. “El hombre experimenta la necesidad de la esperanza desde que es consciente de tener un destino”. De ahí viene que la amenaza de una muerte sin esperanza sólo provoque decepción profunda, incluso una quiebra absoluta de la propia voluntad de vivir.
A eso, Émile Durkheim lo llamaba la anomia, la pérdida del sentido, la falta de valores, un evaporación de toda axiología. La vida nos decepciona, insiste Sarkozy, y, por eso, necesitamos la esperanza y la comunidad que nos procura la religión. Desde ese punto de vista, las creencias son beneficiosas para la República. Ya no estamos en tiempos de lucha anticlerical, añade Sarkozy, porque el catolicismo ultramontano y político ha remitido, no interfiere. Por tanto, un laicismo como combate antirreligioso carece de sentido y, además, entraña peligros, concluye. De triunfar, dejaría a los ciudadanos sin referencias: sin las beneficiosas ataduras de la identidad. Por eso, este creyente tibio que es Sarkozy valora muy positivamente el catolicismo como factor de equilibrio social: ya no es un riesgo para la República, insiste.
“A lo largo de los años”, dice, “la religión católica ha tenido un papel de instrucción cívica y moral ligada ala catequesis que existía en todos los pueblos de Francia. El catecismo ha dotado de un sentido moral bastante afinado a generaciones enteras de ciudadanos. En tiempos se recibía educación religiosa incluso en las familias no creyentes. Eso permitía la recepción de valores necesarios para el equilibrio de la sociedad”, acaba diciendo Sarkozy cuando apela implícitamente a la idea durkheimiana de cohesión comunitaria y moral. ¿Y el islam? “En Francia por doquier, y en mayor medida en las barriadas que concentran todas las desesperanzas, es preferible que los jóvenes tengan esperanza espiritual en vez de tener en la cabeza como única ‘religión’ la violencia, la droga o el dinero”.
Estas palabras las firmaba Sarkozy en octubre de 2004, fecha del prólogo de este libro. Un año después, estallaba la crisis de las banlieues y el ministro, obligado a restaurar el orden, llamaba racaille (gentuza o escoria) a aquellos delincuentes. Desde luego, la anomia de aquellos revoltosos violentísimos daba miedo. Seis meses después de aquellos hechos estuve en París. Era verano y vi a numerosos trabajadores emigrantes padeciendo unas condiciones térmicas en el Metro y en el Rer absolutamente intolerables. Cabizbajos, con la piel bruñida por la transpiración, marchábamos todos hacia la periferia en la que unos y otros nos alojábamos. Yo me preguntaba demagógicamente por qué no incendiábamos los vagones infernales, por qué tolerábamos aquello, dónde estaba el alboroto francés que tradicionalmente enciende la pasión política. Las autoridades, o sea Sarkozy, recomendaban por los altavoces la necesidad de hidratarse para evitar los desfallecimientos. No sé. No vi esperanza: ni religiosa ni republicana…, sólo resignación. Ahora lo entiendo, aquello que propugnaba Sarkozy era hidratar la República con la esperanza húmeda del cielo protector. ¿Y yo? ¿Qué podía hacer yo? Carezco de convicciones firmes, no cuento con creencias, ignoro lo que es la esperanza en el más allá y tengo un oído «religiosamente no musical», en palabras de Max Weber. ¿También yo debía hidratarme…?

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