¿Qué hay de común entre Jorge Luis Borges y Eduardo Mendoza? Fuera de la coincidencia de ser escritores en español, hecho secundario, no parece haber nada que los aúne: ni pertenecen al mismo país ni comparten generación. El primero era argentino de Buenos Aires, una de sus ciudades amadas, tanto que la que recreó imaginariamente con fervor poético y con énfasis de eruditos y cuchilleros, malevos y compadritos; otro es español de Barcelona, población para la que ha edificado novela tras novela un mundo de ficción en el que habitan personajes desastrosos y cómicos, rufianes y emprendedores. Aparte de utilizar el castellano como lengua literaria nada hay de común entre ellos. Borges siempre desconfió de la novela, género que evitó cultivar: esa estructura verbal en prosa en la que, por su extensión, acaban predominando los personajes y los desvíos en detrimento de la trama. Mendoza, en cambio, ha adquirido celebridad como novelista, como gran novelista, aunque a la vez haya declarado con frecuencia la muerte o el declive del género que tan bien domina.
Acabo de disfrutar de dos novedades editoriales que la pura chiripa ha puesto en mis manos. El azar ha hecho que las lea una tras otra. Un libro fertiliza a otro libro: ambos se contaminan y se influyen, se hacen mutuamente accesibles y se interpelan, al menos en la imaginación de lector. Son, además, dos novedades que hacen del acto de leer la principal materia de su reflexión, razón por la que en sus páginas creo escuchar voces que me convocan expresa y directamente: yo soy el lector, ese lector… y, perdonen el narcisismo, pero me gustaría parecerme a esos dos lectores que son protagonistas de ambos libros. Uno es Borges, un escritor en las orillas, de la ensayista argentina Beatriz Sarlo; el otro lleva por título ¿Quién se acuerda de Armando Palacio Valdés?, y es su autor Eduardo Mendoza. Soy vanidoso pero no tonto: me gustaría parecerme aunque sólo fuera por compartir un mismo entusiasmo, el entusiasmo que Borges y Mendoza siempre han demostrado por la lectura.
Beatriz Sarlo destaca a su compatriota como un narrador que tuvo que hacerse en los márgenes, leyendo la tradición propia, periférica, pero sobre todo recreando con mestizaje, libertad e hibridación las tradiciones foráneas. Por su parte, Eduardo Mendoza fue también un outsider, un outsider cuya primera novela (La verdad sobre el caso Savolta, 1975) rompía con las corrientes españolas predominantes: a pesar de tratar, de narrar, unos hechos de la Barcelona del Novecientos, en las páginas de Mendoza era evidente el cosmopolitismo, la transgresión, la mezcla, los ecos de otras literaturas, la aleación de lo alto y de lo bajo, de lo popular y lo culto. En Borges, desde que iniciara su carrera como autor (escribiendo, por ejemplo, un prospecto publictario para una marca de yogures), hallamos también esa combinación de lo vulgar y de lo elitista, de los cuchilleros y de los eruditos. En el escritor español y en el argentino, la prosa (pero también la poesía en autor bonaerense) es sobre todo una forma de leer o, si se quiere, una manera de reelaborar lo que ya estaba dicho. La Historia universal de la infamia, por ejemplo, es una aparente transcripción de erudiciones varias agrupadas bajo la forma de relatos. De modo semejante, la primera novela de Mendoza es un florilegio de documentos, cortes, testimonios y narraciones cuya mezcla crea efecto de composición y unidad. Pero, además, como Borges, también el catalán es un escritor de orillas, de márgenes: tanto por la lengua en la escribe como por la tradición a la que está obligado a sumarse.
Ambos, Borges y Mendoza, son efectivamente orilleros y cervantinos. ¿Qué es ser orillero? «Colocado en los límites (entre géneros literarios, entre lenguas, entre culturas)», dice Beatriz Sarlo, un escritor orillero (como Borges y como Mendoza, a su manera) es «un marginal en el centro, un cosmopolita en los márgenes»: es alguien que ha de lidiar no sólo con la propia tradición (débil o periférica), sino también con otras más arraigadas y firmes que le sirven para auparse y para interpelarlas. El orillero es un autor que está entre la ficción y la realidad, entre la ciudad vivida y fantaseada, la de los antepasados y la propia, justamente la propia: allá en donde no se siente hospitalariamente tratado. Por eso, recrea una población ya muerta de la que sólo quedan vestigios de difícil significado. En Borges y en Mendoza, sus respectivas ciudades son hechos históricos en parte nublados por voces y recuerdos fieles o mendaces. Pero no son las ciudades de la modernidad o de la modernización: son municipios que se han hecho gigantescos acopiando materiales del pasado y, por tanto, son localidades en las que lo nuevo y lo viejo cohabitan monstruosamente. Borges, dice Sarlo, «trabajó con todos los sentidos de la palabra orillas (margen, filo, límite, costa, playa)» para construir una imagen en parte real y en parte arbitraria. Las orillas «designaba a los barrios alejados y pobres, limítrofes con la llanura que rodeaba a la ciudad…»
En las novelas de Mendoza también hay una Barcelona limítrofe, orillera, marginal: ese espacio hacia el que se extiende la ciudad y en el que las calles incluso no tienen la vereda de enfrente, esa acera que delimita la vía ya urbana. Hay personajes alucinados, purria, que han emprendido el ascenso social sin que sus éxitos les permitan quitarse el pelo de la dehesa. Hay un mundo híbrido, hecho a medias, pero sobre todo hay también una orilla metafórica, la que el propio Mendoza ha de franquear cuando escribe en castellano reconociendo una tradición literaria en la que, en principio, no se reconoce exclusivamente. En sus obras hay ecos de Miguel de Cervantes y de Pío Baroja, ¿pero hay también huellas de otros novelistas españoles?
Años después, tras una trayectoria literaria de grandes éxitos y reconocimientos, Mendoza regresa a esa tradición –de la que él empezó distanciándose– para leer o releer un repertorio de novelas españolas de los siglos XIX y XX. El resultado es un volumen delicioso, irónico y orillero: ¿Quién se acuerda de Armando Palacio Valdés? Como en el caso de Borges, también en Mendoza la lectura es el modo de hacer literatura (no sucede así en todos los escritores). O, en los términos que el narrador catalán emplea en ¿Quien se acuerda…?, «para quien ama los libros sólo existe un placer superior al de la lectura, y es el de la discusión sobre lo leído y lo por leer». Su volumen es una discusión, precisamente, un repertorio de notas y un par de prólogos para una colección de narración hispánica (¿cuántas notas y cuántos prólogos hizo Borges…?), un libro que no es exégesis del erudito ni tampoco lección del savant. Es puro entusiasmo lo que transmite, pura alegría inteligente, la que vive al descubrir o redescubrir (tras una primera lectura adolescente) lo que son meritorios novelistas que supieron expresar las frustaciones y deseos de su tiempo con los recursos de la ficción. Realismo o naturalismo no son los objetos de debate: es la capacidad de la ficción para condensar lo que percibimos bien o malamente.
Pero es que, además, estas narraciones se inscribían en esa tradición novelística española, tan menguada tras Cervantes y la picaresca, esa tradición cuyas obras del siglo XIX parecen desprender hoy un «tufillo a brasero y naftalina», un hedor «a museo y a desván». Pero no es así. O al menos no es sólo así. Pues es sobre «la España amojamada de uniforme y sotana sobre la que cimentaron su obra Galdós, Baroja y Valle-Inclán», tres grandes autores cuyas narraciones aún podemos leer con dicha. Sus personajes no son tipos «hieráticos, encorsetados, por completos ajenos a nosotros y a los tiempos actuales. Sus protagonistas y también los de otros escritores de menor vuelo podemos descubrirlos o redescubrirlos ahora advirtiendo «hasta qué punto compartían con nosotros los mismos sentimientos, las mismas preocupaciones, las mismas penas y las mismas chaladuras», añade Mendoza en alguna página. Hasta de Armando Palacio Valdés, un autor prácticamente olvidado, puede sacarse provecho, pues sus obras (que tan frecuentemente desprendían un tufo a «palacio y sacristía») nos recrean con habilidad momentos, instantes de un pasado poco moderno que ahora no queremos recordar. Mendoza juega con la tradición simplemente como lector apasionado y divertido que luego escribe y ve, por ejemplo, en Armando Palacio Valdés «una figura insólita dentro del panorama literario español: un católico con sentido del humor». De esos materiales melodramáticos y humorísticos, de ese pasado frágil, ha hecho Mendoza su creación irónica, incluso sus obras sarcásticas, sus mayores chaladuras.
Como dice Beatriz Sarlo, también Borges se apoyó en autores secundarios de la tradición argentina para describirse a sí mismo, para negar esos logros menores, para mezclarlos con la literatura anglosajona, por ejemplo, con gran habilidad irónica. Mendoza, como el narrador americano, nos transmite el entusiasmo por todo lo que toca, incluso por aquellos escritores que lo prefiguran o que él desmiente. Qué quieren, también yo tengo ganas de regresar al siglo XIX.



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