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Uno. Observar para después escribir y sugerir; leer para después anotar y explicar; distinguir para después conjeturar e imaginar. La escritura de Javier Marías es tanteo y aproximación. Aborda un objeto y al tratarlo lo piensa: informándose, averiguando.
Durante un tiempo, ese asunto se convierte en su obsesión y todo lo que ve o lee parece remitirle a dicho tema, a sus distintos perfiles o matices. ¿Hay algún riesgo en esa dedicación? Él responde contundente: no sólo escribe ficción; desde hace dieciséis años publica semanalmente una columna en prensa. Eso significa que por fuerza ha de estar despejado para poder mirar lo que ocurre.
Como no suele escribir artículos literarios, la redacción de la columna le obligar a escrutar el mundo y quejarse, sobre todo a quejarse por la marcha de las cosas, de algunas cosas. No hay peligro de permanecer en el mundo de ficción, añade.
De la lectura y de la escritura de novelas regresa y por ello evita el delirio. Pero no sólo regresa, sino que sale literalmente. Por lo que dice, Marías no vive para escribir, sino que vive de la escritura y por eso puede dejar de escribir para vivir: para salir, para abandonar el espacio acotado, la biblioteca, el gabinete. ¿Salir? No siempre podemos abandonar aquello que somos, el estilo que nos distingue, el yo que acarreamos, la voz que nos delata. Hasta cierto punto somos previsibles: se nos ve venir y el timbre nos identifica.
En realidad, a Javier Marías siempre se le identifica. Al menos en lo que escribe y dice. Tanto en sus novelas como en sus artículos, Marías se expresa en primera persona. ¿Significa eso que es el ciudadano que firma con ese nombre quien habla? Los registros mudan. La voz no es siempre equivalente, pero el tono es muy parecido. Hay escritores que cambian enteramente la dicción para cada ficción. Y hay otros en quienes descubrimos una y otra vez similares entonaciones. Es el estilo. En todo caso, lo significativo, lo habilidoso, es escribir novelas distintas con los mismos materiales e incluso con narradores que se asemejan entre sí.
Dos. Acaban de aparecer varios artículos en los que hablo de Marías. En la revista Ojos de Papel, para la que había escrito una reseña extensa sobre Los enamoramientos (2011), publico ahora una reflexión sobre Los villanos de la nación (2010). ¿Qué es esa obra? Un libro periodístico de Javier Marías, una recopilación que edita Inés Blanca en Los libros del lince. No es la primera vez que intento desentrañar ese estilo de observación y expresión.
¿Quién es el ciudadano Marías cuando escribe una columna? ¿Sobre qué insiste? ¿Se asemeja al novelista que se vale de distintos narradores para idear mundos de ficción? ¿Qué papel tiene la divagación en sus narraciones? La pieza periodística es directa y en ella el autor se sirve de la hipérbole para ilustrar, para alterar, para conmover. En cambio, en las novelas, Marías es digresivo, moroso, envolvente, demorado.
Un personaje piensa lo que quizá pensó otro personaje y sobre la base conjetural de esas cavilaciones que se expresan y podemos leer repite lo que ya ocurrió: o mejor dicho lo que supone alguien que pudo acontecer cuando sucedieron las cosas. En «La voz de María» abordo esto: es una reseña breve y nueva que he escrito sobre Los enamoramientos para el número 132 de la revista Mercurio.
Y lo vuelvo a tratar en «Spie. Gli sguardi de Javier Marías«, que es mi contribución al volumen italiano dirigido por Antonio Motta. Acaba de aparecer, de la sobrecubierta tomo la ilustración que aquí reproduzco: Omaggio a Javier Marías (2011). Tiene ese título y tiene otro: Javier Marías. Quarant’anni di libri. Lo publica Il Giannone, un semestral de cultura y literatura.
Es un honor participar en este volumen: aparte del propio Marías, a quien se entrevista, escriben Claudio Magris, Pietro Citati, Manuel Alberca, Glauco Felici, Luis Antonio de Villena, Stefano Gallerani, Fabrizio Dall’Aglio, Giulio Ferroni, César Romero, Paolo Collo, Alexis Grohmann y un servidor.
Tres. Una amable lectora me escribe privadamente y me revela su decepción. No diré su nombre, por supuesto, pero sabrá perdonarme las palabras literales que reproduzco. «Tras leer tu artículo sobre Javier Marías», me dice, «me quedo con una sensación muy rara. Confirmo que tu opinión es similar a la de mucha gente cuyo criterio literario valoro. Sin embargo cuando leo a JM siento algo así como que me toma el pelo (por resumir). No puedo adentrarme en su historia, no me creo sus personajes, su prosa no me arrastra… He pensado si habrá algún tipo de conexión neuronal que a todos os funciona bien y a mí no. Leo sus libros con la idea de que por fin con el que tengo en las manos encontraré la iluminación, y nada…» Concluye diciendo que a pesar de todo lo seguirá intentando.
«Nunca hago dos versiones de mis novelas, ni cambio por pura conveniencia nada de lo que haya escrito (excepto algunos pequeños detalles del tipo ‘jueves’ en vez de ‘miércoles’ o ‘desde hace mucho tiempo’ en vez de ‘desde hace algún tiempo’). Me atengo a lo que ya haya dicho, obligándome a seguir el mismo proceso de conocimiento que rige en la vida. Uno puede desear, a los cuarenta años, haber hecho algo que no hizo, o al contrario, pero debe atenerse a lo que ha sucedido, a lo que hizo o no hizo a los veinte años. Yo me ciño a lo que he escrito en la página 10, aunque descubra en la página 200 que me convendría cambiarlo. Esto último es algo completamente lícito que hacen casi todos los novelistas. Yo no. Me obligo a convertir en ‘necesario’ lo que en la página 10 era quizá intuitivo, contingente, caprichoso o arbitrario. Me obligo a que aquello que parecía meramente anecdótico acabe por ser parte de la historia. Es un método bastante suicida, pero es el que me divierte y es aquel con el que me siento más a gusto, y, sobre todo, más interesado. Soy el primer lector de mis novelas y, si desde el principio conociese toda la historia, escribiría de modo más rutinario, y me aburriría. Tengo necesidad de verificar –sólo en parte, naturalmente– lo que estoy escribiendo para sentirme interesado, para no verlo como un mero ejercicio de redacción. Esto no significa que escriba a ciegas o a golpes: a menudo sé hacia dónde voy o quiero ir; como he dicho muchas veces: al disponer de una brújula, pero no de un mapa, ignoro cuál será el recorrido, las peripecias. Las decido en el curso de la obra…»

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