Gobernar y votar… Lo que parecía imposible

El Gobierno de coalición —al que tantos locutores y periodistas del ala conservadora o radical critican con extrema dureza— ha afrontado las circunstancias históricas más graves de nuestra democracia.

Al comienzo de la legislatura, cuando llegaron a un pacto de gobierno, el PSOE y Unidas Podemos tenían un programa de cambio, de transformación, muy distinto del que venía aplicando el PP.

El Partido Popular había sido apeado tras una moción de censura, tras la sucesión de escándalos de corrupción que todavía hoy no se han resuelto.

Y eso mismo generó en el entorno de dicho partido la descalificación inmediata del nuevo gabinete.

Así se decía y aún se dice que este Gobierno (“el gobierno Frankenstein”) no sería legítimo. A partir de ahí cualquier medida adoptada, sería igualmente fruto de esa ilegitimidad, según sus opositores más feroces.

El programa inicial de ese supuesto Gobierno ilegítimo se consensuó a partir de objetivos comunes, dirigido a mejorar socialmente a las clases populares.

Ese plan de cuatro años tuvo que ser en parte aparcado, modificado (o alterado profundamente) como consecuencia de una pandemia mundial.

Pero fue también un programa que debió ser readaptado una y otra vez como consecuencia de las distintas plagas ‘bíblicas’ que hemos debido afrontar los ciudadanos y el gabinete que nos representa y nos gobierna.

Sin embargo, en medio de ese contexto tan desfavorable, tan extremadamente crítico, el Gobierno de coalición ha podido sacar adelante  una legislación eficaz y pactada, introduciendo mejoras materiales.

Con errores y con pifias, pero con dignidad y legitimidad.

En esa circunstancia, todas las fuerzas parlamentarias, salvo el PP y Vox, han dado pruebas reiteradas y suficientes de patriotismo. Han apoyado en las Cortes las medidas más sociales.

¿Por qué digo “salvo” los partidos de la derecha española? Porque, por lo general, se han opuesto a esas mejoras, manifestándose con estrépito verbal, visual, mediático y parlamentario.

Sus periódicos, televisiones y radios afines y otros corifeos muy ruidosos han difamado constantemente.

Soy lector habitual de toda clase de prensa y puedo dar fe de la prosa incendiaria y cipotuda de que muchos se han servido. Puedo dar fe de esa extrema irritación.

La oposición (crispada, polarizada y, en sus extremos, negacionista y trumpista) ha hecho por momentos invivible el ejercicio de la política y sus efectos. En los medios y en el Parlamento.

Y en esa circunstancia, el modo más eficaz que ha habido de desestimar la acción del Gobierno y de destruir sus conquistas, ha sido creando una imagen-espantajo a la que denominan sanchismo.

La vieja técnica de destrucción del adversario se ha aplicado por todos los frentes en esta ocasión.

Se trata, en efecto, de la defenestración del personaje. Se trata del hostigamiento absoluto hacia distintas personas de diferentes partidos que han ejercido cargos públicos. Se trata de atribuir de entrada intenciones abyectas.

A Sanchez ha sido acusado de llevar la democracia española a la autocracia. Ha sido acusado de destruir España pactando con la extrema izquierda y con los filoetarras. Ha sido acusado de una ambición extrema que le llevaría a ponerse él en primer lugar frente a los intereses del país.

Ni la coyuntura económica actual permite suscribir tales diagnósticos, ni los datos mensurables y estadísticos sostienen una campaña tan destructiva, ni la aprobación internacional permite confirmar tales acusaciones.

Fotografía: H. F., 1941, Everet. ‘Wild geese calling’

Con errores y pifias, otra vez, aunque nuevamente con dignidad.

Pero, por lo que dicen los sondeos preelectorales, muchos ciudadanos han percibido a este Gobierno como mentiroso. Hay una confusión deliberada con la acusación de mentira.

La mentira no es cambiar de posición política en medio de la acción de gobierno.

Cambiar de posición es ejercer de político responsable, al que que cede parte de sus ideales y programas a la coyuntura imprevista.

Las convicciones tiene un prestigio sobrevalorado. Si alguien las sostiene al margen de las coyunturas, estamos ante un fanático.

Quienes acusan de mentiroso patológico a Pedro Sánchez han cambiado de opinión y posición sin sentirse culpables.

Para éstos, Vox era el horror y ahora son fiables, ya ven. Eso no es mentir. Es peor. Es inconsistencia y rendición ante el peligroso rival con quien pactar e incluso amistarse.

La realidad electoral prueba que los ciudadanos somos poco inquisitivos. Muy frecuentemente tomamos decisiones con escasísimos antecedentes.

Muy comúnmente votamos sin investigar con minucia qué dicen los programas, los candidatos, qué proponen o qué augura su posible éxito.

¿Pero qué hacemos cuando nos enteramos del estado de la opinión? Por ejemplo, gracias a los sondeos.

¿Tendremos en cuenta esos sondeos? Las pesquisas preelectorales retratan: retratan el momento, pero también provocan resultados.

Provocan un efecto y una creencia que puede cumplirse o incumplirse.

En cualquier caso, los efectos que acaben teniendo dependen del eco y de la atención que los votantes prestemos a lo que nos dicen.

En teoría, al averiguar el resultado probable gracias a los sondeos, depositamos el sufragio de acuerdo con esa preferencia. Así creemos sumar. En la práctica, las cosas pueden acabar de esa manera o de la contraria.

El conocimiento demoscópico no nos da un mapa final, sino un conjunto inestable de tendencias que pueden confirmarse o cambiar justamente porque se saben (o aunque se sepan).

Dicha revelación no garantiza las previsiones: al tener pistas de lo que puede suceder, confirmamos o cambiamos el voto desmintiendo o ratificando el dato previo, ese que un sondeo cierto o correcto retrató.

Yo tengo una determinada intención cuando voto. Esa intención puedo adaptarla a los resultados que creo previsibles, reforzándolos u oponiéndome a ellos.

Me fío de unos datos o de mi intuición o de mi experiencia, sabedor a la vez de que no puedo adivinar cuál será el mapa de esa composición global.

Lo que yo haga –conjeturar sobre los resultados para votar con o contra la corriente presumible– también lo harán otros, con lo que el resultado de sufragios será incierta.

O sea, quienes vayan a votar al PSOE y a la coalición SUMAR: que sepan que pueden efectivamente remontar y aunar.

Es difícil, lo admito, pues los estereotipos y estigmas machaconamente difundidos contra el Gobierno de coalición han llegado a convencer a muchos.

¿Es utópico pensar en una victoria del voto progresista? ¿Debemos resignarnos a la presencia de Vox o a un PP que devorará a Vox hasta intoxicarse?

“La política significa horadar lenta y profundamente unas tablas duras con pasión y distanciamiento al mismo tiempo”, decía Max Weber en 1919.

Y añadía: es verdad —y la experiencia histórica lo confirma— que no se conseguiría lo posible si en el mundo no se hubiera recurrido a lo parecía imposible una y otra vez.

Y quienes a esto aspiren deben hacerlo ya mismo, pues si no, no estarán en situación de realizar siquiera lo que es posible hoy, aclaraba Weber.

“Sólo quien esté seguro de no derrumbarse si el mundo es demasiado estúpido o bruto, visto desde su punto de vista, para lo que él quisiera ofrecerle, sólo ése tiene ‘vocación’ para la política”.

Y los ciudadanos responsables debemos tener vocación para la política digna, moderada y transformadora.

Esa misma que llevó adelante un Gobierno de coalición cuando todo parecía imposible.

Repito con Weber: no se conseguiría lo posible si en el mundo no se hubiera recurrido a lo que parecía imposible.

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