¿Influyes con tus libros?, me pregunta un amigo. Se refiere a si soy leído y si eso que escribo o si eso que llamo mis ensayos o mis libricos tienen alguna influencia. Si tal cosa ocurre, será por supuesto en una pequeña escala.
Yo no soy tonto y sé que el impacto de lo que uno pueda decir es limitado. Siempre es limitado y, salvo excepciones, la fortuna de un libro se extingue en un santiamén.
Las palabras que circulan en el mercado son millonarias, las de numerosos autores y las de ingentes multitudes expresándose.
Parece que todo el mundo quiere decir la suya y parece que todo el mundo juzga las propias palabras como portadoras de un juicio o un mensaje relevantes. Creemos que nos atienden, queremos que nos atiendan. ¿Es así?
Seamos sensatos y realistas. Más que influir, es a ti a quien influyen la escritura y su publicación. La escritura y su publicación de otros o incluso la tuya son o han de ser una enseñanza, una lección de humildad para quienes efectivamente escribimos.
Rebaja mucho los humos y las expectativas y te obliga a reconocer lo que adeudas a tus maestros: profesores que has tenido a tu lado, por ejemplo. Aunque no sólo.
Leer y escribir te obliga a reconocer a aquellos otros maestros que jamás trataste, pero de los que aprendiste todo disfrutándolos con provecho. Te hace ver lo que eres: un enano subido a las espaldas de unos cuantos gigantes.
Por eso digo que leer, escribir y, finalmente, publicar rebaja mucho los humos: si eres primerizo, aún alumbras la fantasía de la obra única, de la Obra, de que serías capaz.
Mientras no está redactada y publicada te la imaginas original, digna de una pequeña o gran inmortalidad.
Tienes un idea (o crees tenerla), si no la escribes o te demoras con perfeccionismo narcisista, te juzgas superior; te crees mejor de lo que realmente eres.
En el momento en que la plasmas en el papel, la palmas.
Ya estás muerto, ya no eres el autor potencial, lleno de vida, del que esperas o se espera todo el ingenio o incluso el genio.
Justamente en el momento en que publicas la obra, ya no es Obra, ya no hay vuelta atrás: a eso —quizá bueno, pero mejorable— es a lo que has llegado. Te pongas como te pongas, te halaguen lo que te halaguen. Ni más ni menos.
Mientras no escribes algo que juzgas original, corres el riesgo de sobrevalorarlo. Corres el riesgo de creerte dueño de una idea y de su desarrollo. Es muy posible que la idea y una parte de sus desarrollo se deban a otros. De tus lecturas.
Cuando ya está publicada la obra en que te empeñaste, tu sintaxis o tu tratamiento siempre serán limitados o hasta defectuosos. Tal vez por eso, el autor sigue publicando.
¿Para qué? Para ver si da con la expresión irreprochable, con el asunto realmente importante, con la forma exacta.
Pero puede ocurrir una desgracia mayor: es posible que se agoste y que la primera gran obra que cree haber publicado sea su tumba.
Por eso no hay que tomarse muy en serio. Publicar es como auparse a una columna, nuestro ‘Speaker’s Corner’, de Hyde Park. Te subes y peroras.
Te subes a la banqueta inestable y desde allí, desde esa corta elevación, comienzas a hablar, a chillar, a declamar incluso.
Públicas libros, que son ideas propias y ajenas, análisis, juicios, creaciones que se deben a tu concurso y al concurso de otros.
Es probable que alguien te tome en serio, como también es probable que otro te tome por excéntrico o por exhibicionista. Tal vez.
Pero cerca del taburete al que te has subido vemos formarse ya un grupo pequeño de espectadores (lectores) atentos y generalmente amables que también dicen la suya.
Forman el círculo de quienes también peroran disputando y confesando sus propias lecturas, escrituras o amarguras. Aupados también a la banqueta. No te apures si te restan protagonismo. Un libro, ese libro, es otro más.
Bájate de la banqueta, bájate del pedestal o de la chepa de quienes te serviste y haz lo que mejor sabes hacer.
Regresa a tus autores, reencuéntrate con los autores que te enseñaron a leer, reencuéntrate con quienes te educaron moralmente.
Regresas a Savater. ¿Y qué te encuentras?


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