Hace unos meses me preguntaba sobre Dios y las catástrofes. La pregunta me la planteaba viendo en la televisión las calamidades públicas y los cataclismos de Pakistán y de Guatemala. Los hechos, vistos en televisión, nos perturban y nos hacen interrogarnos sobre el propio medio, sobre la pequeña pantalla, un discurso que, por una parte, retrata nuestro hedonismo (al menos, el deseado), nuestra ligereza existencial; y, por otra, sin interrupción, nos contraría y nos trastorna con las imágenes de un mundo rebosante de dolor y de catástrofes, de guerras y de muertos civiles, un mundo en el que no siempre podemos responsabilizarnos del mal que contemplamos y ante el que muchos sentimos estupor e impotencia: los ateos, también.
Los ateos –que estamos condenados ya de antemano– somos, sin embargo, gente sensible y nos preguntamos, con todo respeto, por Dios, por el Dios de los pakistaníes y por el Dios de los guatemaltecos y, hoy, por el Dios de los israelíes y el Dios de los libaneses. ¿Dónde está el Sumo Hacedor cuando los cataclismos aumentan el daño o la muerte de los inocentes? Me lo preguntaba y no pretendía ser original, desde luego que no. Luego, en los últimos meses y semanas he visto que también desde el lado confesional repiten una pregunta muy antigua, en ocasiones incluso formulada en segunda persona, tuteando a la Providencia. El Papa, el Arzobispo de Valencia, José Bono… son algunos de los últimos que se han atrevido a interpelar a Dios preguntándole sobre el Holocausto, sobre los muertos de Metro valenciano o sobre el horror infligido en el 36.
En los siglos XVII y XVIII, en un ambiente originariamente jansenista, al Ser Supremo se le tenía por un dieu caché: así tituló Lucien Goldmann su célebre obra, que en castellano se tradujo como El hombre y lo absoluto. Se le tenía como a ese Sumo Hacedor que dejaría a los hombres actuar, equivocarse o acertar, obrar piadosamente o incurrir en el pecado. La libertad (trágica) no sería incompatible con la distante vigilancia de un Dios que ya no sería tan irascible como el bíblico. En fin, un avance. Los hombres vivirían bajo el principio de la libertad y la Providencia no sería ese Ser entrometido e indignado de otros tiempos. Resulta, como digo, un avance que los individuos pudieran hacer así las cosas, sin verse gobernados bajo la férula tiránica del Dios veterotestamentario. Sin embargo, ya para entonces lo que no resultaba fácilmente explicable era el silencio de Dios ante los desastres que infligen daño gratuito a cientos, a miles de seres humanos, desastres que, incluso, podían imputarse a quienes lo invocan o a él mismo, a la Naturaleza desatada. Ya sé que éste es un viejo argumento de los ateos. Ya lo sé: un argumento que se remonta al desastre de Lisboa en 1755 y a la pregunta clásica de Voltaire sobre si los lisboetas merecían mayor castigo por sus vicios que los parisinos o los londinenses. ¿Qué Dios es ese que permitía dicho horror?
Pero esa pregunta voltairiana que hacemos nuestra los carentes de toda fe es, si la pensamos bien, la demanda que Jesús formula a Dios cuando agoniza en la Cruz, cuando no se explica su silencio o aparente apatía: Padre, ¿por qué me has abandonado? Para los teólogos el presunto abandono prueba la grandeza de Dios, que quiere compartir con los hombres su dolor, el daño que ocasiona ver el sufrimiento y la pérdida del hijo. Y prueba también la libertad que deja a los individuos para obrar el bien o el mal. La cuestión que formula Cristo expresa, sin embargo, el horror de la humanidad doliente y lo que parece su mal tono, su primera incomprensión, es desde el punto de vista confesional una especie de arrogancia frente a Dios, cuyos designios serían en efecto inescrutables. Por eso, me extraña que los creyentes (con el Papa a la cabeza) signa formulando esta pregunta, que es la de quien parece sentirse incómodo con la libertad humana para dañar, para matar, para destruir. Prefiero, por el contrario, olvidar a Dios (al menos en este punto) y preguntarme sobre la acción de los hombres sobre sus metas y sus pesadillas.
Pues bien, una de los sueños más justificados que ha alumbrado la experiencia humana es la necesidad un Estado de Israel, después de siglos de persecución y muerte. ¿Dónde estaban Dios o Yahvé? En Basilea, hacia 1897, los asistentes a un congreso del sionismo nombraban a Theodor Herzl líder de dicho movimiento. Theodor Herzl había nacido en Budapest en 1860, aunque bien pronto vivirá en Viena, dedicándose a la literatura y en general a la escritura y el pensamiento. Ejerció como corresponsal para el Neue Freie Presse cubriendo los avatares y la crisis del caso Dreyfus. Fue este hecho el que le llevó a forjar una idea sencilla pero decisiva: la creación de un Estado Judío. ¿Correspondía este objetivo, el de un Estado Judío con la vieja aspiración de recuperar Sión para los israelitas? No exactamente. La meta de Herzl no recibió el apoyo unánime y, por eso, no extraña la acusación de herético y de soberbio que le dirigieron numerosos judíos ortodoxos. Pese a que nuestro autor creía estar desarrollando una idea antigua, incluso aceptable para los creyentes, en realidad su opción política, su meta, era un objetivo reciente que no se remontaba más que a la segunda mitad del siglo XIX. Les propongo la lectura de su obra más famosa, aparecida en 1896: El Estado Judío (Buenos Aires, Prometeo Libros, 2005). En este pasaje, el autor quiere condensar y en parte anticipar no la historia sagrada, sino la historia profana de esa parte del mundo y, al final, de nosotros mismos. Les reproduzco uno de los párrafos más señaladamente significativos.
“Palestina es nuestra inolvidable patria histórica. Su solo nombre ejercería un poder de convocatoria fuertemente evocador para nuestro pueblo. Si Su Majestad el Sultán nos concediese Palestina, nosotros podríamos comprometernos a poner completo orden en las finanzas turcas. A favor de Europa construiríamos allí una parte de la fortificación que la defendería de Asia, haríamos de avanzada de la cultura frente a la barbarie. Como Estado neutral mantendríamos relaciones con toda Europa, que estaría en la obligación de garantizar nuestra existencia. Respecto de los santos lugares de la Cristiandad cabría buscar una fórmula de derecho internacional que estableciese su extraterritorialidad. Conformaríamos la guardia de honor en torno a los santos lugares, y nuestra propia existencia sería el garante del cumplimiento de dicho deber. Esa guardia de honor sería el gran símbolo para la solución de la cuestión judía, tras dieciocho siglos de penalidades”.
Si se fijan bien, en estas palabras no hay una presencia explícita de la Providencia y, en todo caso, ésta no estaría aquí para salvar o para condenar a quienes hacen y emprenden ideas nobles o desacertadas. Somos los seres humanos los que optamos por la cultura o por la barbarie. Aun así, todavía preguntamos: ¿Dónde, pues, está Dios?

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