El regreso a la bitácora me permite tratar numerosos temas, argumentos que están en el debate público y que preocupan más o menos. Pero me permite también abordar lo que a mí me interesa particularmente: este o aquel libro, este o aquel autor que singularmente me atraen. Pues bien, me veo empezando el nuevo curso hablando de un autor al que le reconozco su mérito, sus logros, pero cuyas obras no me conmueven. Me refiero a Arturo Pérez-Reverte. De él hablé tiempo atrás cuando Francisco Umbral reanudó la trifulca que les enfrenta. Ya saben: se trataba de una controversia de tintes acanallados, por la prosa deliberadamente retadora que se gastaban y por la rivalidad pendenciera que les opone desde hace años. En su episodio más reciente, todo empezó con las críticas de Umbral a la falta de fuelle de la novela de Maria de la Pau Janer galardonada con el Premio Planeta, unas críticas en las que la comparaba con las obras del novelista Pérez-Reverte, en su opinión carentes de estilo y, sin embargo, triunfadoras indiscutibles. «Es la novela sin estilo”, precisaba Umbral en la presentación de la obra ganadora del Planeta. “Pero el estilo es la impronta masculina por excelencia. Esta incardinada en las últimas tendencias, que no sabemos si son buenas o malas, pero tampoco Pérez-Reverte tiene estilo y no se le critica por ello», añadía Umbral.
Con esa comparación tan ingeniosa y audaz no sé si llamaba femenina a una escritora o si calificaba de afeminado al novelista de Cartagena. Y, sin embargo, más allá del estilo recio del que carecerían las obras de Pérez-Reverte, los personajes de este autor suelen ser muy viriles, quizá excesivamente. Sueltan tacos con frecuencia, adoptan poses varoniles y demuestran tener un coraje masculino del que tantos correligionarios carecen. Por ejemplo, los marineros de ‘Cabo Trafalgar’: sé que la marinería obraba así, con rudeza, pero ya es casualidad que los personajes más memorables de Pérez-Reverte sean siempre tan masculinos, tan enérgicos, desafiantes. Quizá como el propio autor hace en sus columnas periodísticas: en sus textos retadores ha hecho de la blasfemia, de la palabra malsonante un estilema. Su cultura le permite ser irónico (como llamar “perro inglés” a su conmilitón Javier Marías), pero sus protagonistas no parecen serlo y, por tanto, esas rudas maneras de expresarse y de actuar son literales.
Pero si traigo a Pérez-Reverte a esta bitácora no es por esa controversia con Umbral, sino por el patriotismo macho del que hacen gala algunos de sus personajes. En Cabo Trafalgar, el mensaje histórico que había implícito, finalmente explícito, era una exaltación del buen pueblo, del buen vasallo sin buen señor, una adulación tópica, muy poco sofisticada, muy poco explicativa, que sólo confirmaba estereotipos de la historia española: los políticos miserables que gobiernan una nación corajuda y engañada. En el Capitán Alatriste hay algo de esto: un vasallo intrépido que perece por el mal gobierno. “No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes”, nos dice Íñigo Balboa al comienzo de la serie novelesca de Pérez-Reverte. Ese incipit es el final de la película que acabo de ver, la que firma Agustín Díaz Yanes. De individuos valientes está poblado el mundo de Pérez-Reverte, de personajes, tal vez brutales, pero con un punto de honradez que los hace, en el fondo, varones decentes, gente de fiar. Ese elemento forma parte de la novela de aventuras, desde Dumas hasta Stevenson, pues, por ejemplo, John Long Silver es un bucanero brutal en el que puede confiar Jim Hawkings. Pero ese motivo, la rudeza decente de la amistad, cobra en Pérez-Reverte una derivación patriótica.
Ayer, en su Tercera de Abc, José Antonio Zarzalejos se lamentaba de que lo español se haya convertido, al igual que el Estado y la Nación, en algo residual. “La cuestión no consiste en la formulación de ese supuesto catastrofismo según el cual España se rompe, sino en un proceso mucho más sutil y pernicioso: España se evapora. O, por ser más exactos, a España la están evaporando, en el sentido de hacerla desaparecer sin que se note la dilución”. Y añade: “esta situación carencial -la desaparición por evaporización de lo español- no se va a remediar mediante políticas públicas para las que no hay voluntad sino a través de los nuevos medios y modos de conocimiento con un alcance masivo. Me refiero, por ejemplo, al cine, que ha jugado un papel determinante en el patriotismo estadounidense, y me refiero también a la literatura histórica que ha acertado a relatar -enhebrando ficción y realidad- los pasados, buenos y malos, de las naciones en las que sus dirigentes repudian su pretérito común. Digo todo lo cual, para agradecer a Arturo Pérez Reverte, escritor, académico y periodista, su hallazgo literario de un personaje”: Diego Alatriste.
Me resulta extraña esta referencia en un editorialista de postín. Por un lado, esta alusión le sirve a Zarzalejos para exaltar el potencial nacionalidador del cine, el patriotismo fílmico: de las películas podría derivarse una lección para colectividad. Bien, eso ya lo intentaron en Cifesa, aquella cinematográfica que bajo el franquismo produjo “la antorcha de los éxitos” patrióticos…, sin que el fervor nacional se acrecentara en la siguientes generaciones. Por otro lado, me resulta igualmente raro el uso de la analogía histórica con la que opera Zarzalejos. De algún modo, al capitán Alatriste le duele España, su mal gobierno al que él se somete irreparablemente, pero también le duele ser español, a pesar del Imperio, ya en decadencia. Pero Zarzalejos añadía algo más. Con iniciativas patrióticas como ésta –en la que se funden lo literario y lo cinematográfico–, se puede enseñar divirtiendo a la sociedad española. Y concluye: “Alatriste, que no es, según su feliz partero, ni «el más honesto ni el más piadoso», es todo un héroe -y un héroe español- construido con materiales que ahora no se llevan. No es un Harry Potter, tampoco es un Indiana Jones, y resultaría imposible que lo representase Tom Cruise. Arturo Pérez Reverte ha elaborado un personaje de leyenda con denominación de origen: español. O en otras palabras: Alatriste es, también, un desafío a lo políticamente correcto porque se fragua en todo aquello que la corrección impugna, esto es, el limo del lecho de un río histórico con tantos siglos de fluencia en la cuenca del tiempo como es España y su pasado. Y José Luis Rodríguez Zapatero acudió al estreno de la película. Si, además, nuestro presidente leyera (…) todo el Capitán Alatriste en acción eso que habríamos ganado en la pelea para que España no se evapore”.
Por lo que parece, cualquier circunstancia es buena para arremeter contra Rodríguez-Zapatero, pero admitirán que resulta patético forzar analogías con el caso de Alatriste. Según denuncia el director de Abc, el Presidente del Gobierno habría olvidado ser como Alatriste: español. Coincido con Zarzalejos en que ese patriotismo de los personajes de Pérez-Reverte es un dato comprobable. Ahora bien, frente al editorialista, admito que esa declaración frecuente resulta un cansino sonsonete de estos nuevos episodios nacionales. Porque lo que el director de Abc olvida en su moraleja es que aquel soldado de fortuna era en buena medida un bribón, tenía mucho de rufián, un matón que se vendía al mejor postor: “cuando lo conocí en Madrid malvivía, alquilándose por cuatro maravedís en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas”, añadía Íñigo Balboa, el narrador. ¿En ese espejo ha de mirarse Rodríguez Zapatero? ¿Un soldado de la decadencia, de cuando en Flandes remitía la grandeza imperial de la Monarquía Católica? En aquellas fechas, lo español y la religión eran indisolubles y para el soberano un súbdito no podía ser español sin confesarse católico a la vez. Así, lo admite Alatriste en la película que acabo de ver: se reconoce como buen católico –no le hace falta añadir: católico español–, pues la religión no se opone a sus baladronadas, a sus bravatas de soldado, de guerrero machote.

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