Crees conocer a una persona y de repente te sorprende con un giro inesperado, señalándote el ultraje que tú le habrías infligido sin saberlo o agradeciéndote una deferencia, una cortesía que no recuerdas haberle hecho. Nos levantamos cada día pensando que hoy es ayer, que todo sigue igual y súbitamente el pequeño destino cambia: el significado que debes darle a las cosas, el sentido con que te conduces. Creemos posible hacernos un porvenir y de repente descubrimos que todo propósito sólo es una prerrogativa accidental o una parca casualidad. Todas aquellas cosas que nos importan, como la paternidad, el amor, la amistad, tardan en lograrse y, una vez obtenidas, pueden disiparse. Ignoramos qué nos espera y ese dato banal cobra una fatalidad dramática y retrospectiva, una premonición.
No hay aburrimiento posible en las relaciones humanas, no hay rutina ni repetición; hay siempre sorpresa, pesquisa y novedad. A pesar de lo que queremos creer, la identidad del hijo, del viejo camarada o del que creemos nuevo amigo no lo conocemos, ni su rostro ni sus pliegues internos. No hay nada dado de antemano, no hay amistad asegurada, hay riesgo y hay fantasmas que emergen, que se desbordan y que muestran rencores o afectos, emociones que no sospechábamos.
Internet ha agrandado esa dimensión ignota de nuestros corresponsales o amigos. No ves el rostro, esa máscara que creemos reveladora de la identidad y de los humores, sólo un nombre propio o un nick que sirven para identificar y para ocultar, para acercarnos y para decir adiós. Pero entre esa voz que no oyes, entre esa expresión escrita y tú hay un abismo infranqueable: no puedes acceder y tu pesquisa siempre se queda corta. En realidad, las relaciones humanas siempre se quedan cortas. Hasta en el cara a cara, el otro tiene una densidad y un parapeto que te impiden averiguar lo que quieres saber o que te hacen suponer que sabes algo de lo mucho que esconde. A pesar de lo que queremos creer, no conocemos la epidermis ni los pliegues interiores del ser amado, como no conocemos del todo las demandas de nuestro propio cuerpo, las urgencias, las tentaciones, los desajustes. Adentrarse en lo cotidiano entre personas que creemos conocer no tiene nada de ordinario, pues nada hay de antemano, nada hay de lealtad asegurada: sólo una intimidad reflexiva que ignoras, que no siempre aceptamos o que no siempre sospechamos y que se sobrepone a la vida pública con la que se muestran o nos mostramos.
Pensaba en estas cosas después de haber visto una excelente película española: Vete de mí (2006), de Víctor García León. Interpretada por Juan Diego y Juan Diego Botto, la historia que se cuenta es la de un derrumbe, la de un actor ya viejo, Santiago, que sobrevivía felizmente representando vodeviles en teatros de segunda, piezas dramáticas de salón, para un público poco exigente, quizá adocenado. Su existencia no es envidiable, pues muchos de sus sueños se han evaporado o han sido desmentidos por la realidad tozuda. Pero, a pesar de todo, ha conseguido rehacer su biografía después de un primer matrimonio: vive en un pequeño apartamento con una mujer más joven a la que quiere y con la que comparte el trabajo. En efecto, su enamorada representa un papelito en ese vodevil: poca cosa, pero lo suficiente como para pensar en que ambos son actores que comen de su trabajo. Todo empieza a hundirse el día en que en casa de Santiago aparece el hijo que tuvo de su primer matrimonio: es un joven de treinta años, un soltero ya machucho (aunque de aspecto aniñado) que dice haberse ido de casa de su madre. Por haberse enemistado con ella pide auxilio al padre para pasar allí, en el apartamento, sólo unos días.
Esos pocos días se alargan, los suficientes como para que el progenitor descubra cómo es o cómo cree que es su hijo. No tiene oficio ni beneficio: dice haber empezado mil carreras y haber trabajado de esto y de aquello, de nada, en fin. Pero sabe ser atractivo, seductor: fascina a las mujeres e irrita al padre. Por su simpatía, por su entusiasmo, todo parece que se le perdona, pero su actitud es destructiva y eso el espectador lo ve: parece que con lo que dice sabe manipular a los demás, palparles la parte más frágil o más débil o más necesitada de cariño. Puede hacérsenos detestable, justamente porque estamos viendo cómo empieza la destrucción del padre, un derrumbe que es autodestrucción. ¿Por qué razón? Porque la simple convivencia de ambos remueve un interior amansado o remansado.
Durante esos días, el hijo hará preguntas acerca del pasado, pero sobre todo hará que el interlocutor –el padre– se plantee interrogantes sobre la existencia ordenada que cree disfrutar o sobre el determinismo cobarde con el que parece haber aceptado sus derrotas y renuncias. Con amargura, el viejo distingue lo que no quería ver: su propia mediocridad, que durante tanto tiempo tapó creyéndose mejor de lo que era… Ahora bien, el hijo no se va, no se aleja, queda allí también adherido a esa mediocridad demolida que es su padre, sin nada que ofrecer, compartiendo la soledad y disputándole unos tallarines fríos. No hay más, no hay nada. El padre ha vivido su existencia protegiéndose con respuestas falsas y reparadoras, defensas contra su propia decepción, con frases hechas, con esquematismos, con soluciones triviales.
Pero sobre todo ese viejo ha alcanzado la tercera edad creyéndose una fábula conspirativa: si no ha podido llegar a más ha sido por culpa de los restantes o del teatro, de esa profesión en retroceso que, además, no lo ha reconocido. El hijo también queda derribado por su propia miseria, por su desidia, pero sobre todo por sus quimeras de excelencia: como cree ser alguien destinado a cumplir altas metas no puede conformarse con lo cotidiano, con un trabajo regular y con una felicidad ordinaria. La solución de ambos, desde luego, era no haberse encontrado (o, mejor, reencontrado), de modo que esa relación enfermiza no los desarbolara. Como el hijo ha regresado a casa del padre y la experiencia es desastrosa por lo que remueve, la salida menos destructiva habría sido la de romper ese lazo, dejar de hablar entre ellos, no hurgar en las heridas del viejo. Había tiempo para frenar aquello, para huir.
Y esa fue la ruina de ambos o, quizá, la ruina de los seres humanos: pueden soportarlo casi todo, la mediocridad, la mentira, la propia falsedad, siempre que la vida íntima y las fantasías que las animan no se toquen. “Esa vida de fantasía, la vida íntima a la que me estoy refiriendo, tiene una propiedad formidable: hace al sujeto omnipotente en esa realidad”, precisa Carlos Castilla del Pino. “Gracias a la vida de la fantasía, forma figurada del deseo, podemos soportar esa otra vida a la que habitualmente reservamos el calificativo de real, la externa a nosotros, la vida social, preñada de frustraciones, errores, desengaños y sufrimientos”, insiste. “La fantasía, que nadie lo dude, es la ortopedia del sujeto”, apostilla Castilla del Pino.
Viejo y joven, interpretados por Juan Diego y Juan Diego Botto, destapan sus fantasías respectivas, levantan su ortopedia, muestran su indigencia y se derrumban: nadie conoce a nadie –ni siquiera a uno mismo– hasta que no se quitan esas defensas con que nos hemos protegido. ¿Y qué descubrimos? Generalmente, el vacío. Punto.

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