¿Cómo deberíamos llamar a los combatientes que se oponen a la nueva administración de Bagdad? ¿Cómo tendríamos que calificar a los suicidas que se enfundan con bombas para dañar a quienes consideran sus enemigos? Son éstas preguntas que hemos visto planteadas en la prensa durante estos últimos meses. Los combatientes de Irak son grupos e individuos que ponen explosivos, que matan a cientos de personas, que destruyen edificios, que arruinan un país. Insisto: ¿cómo llamar a esos fieros beligerantes? ¿Terroristas o resistentes? En principio no hay dudas: hay que llamarles terroristas. Y punto. ¿Y punto? ¿Cuál es el problema?
La palabra resistente tiene un gran prestigio en la historia política como consecuencia de la oposición armada al fascismo y al nazismo, tarea de oposición que dio una gran reputación a quienes se enfrentaban por todos los medios a aquellas dictaduras. La Resistencia francesa, por ejemplo, goza de una merecida fama y, para el propio imaginario galo, es un ejemplo de dignidad en medio de la ignominia del régimen de Vichy. Pero la Resistencia francesa empleó métodos terroristas, justamente para oponer resistencia a los ocupantes alemanes y a los compatriotas que colaboraban con el sistema impuesto. No hemos querido reflexionar públicamente sobre este asunto: como los nazis encarnaban el mal absoluto, hemos pasado por alto el hecho de que los resistentes adoptaran métodos terroristas. Como Mussolini fue un dictador fascista, el dictador fascista por antonomasia, también hemos pasado por alto cómo ajusticiaron al odioso tirano y a Clara Petacci.
En los últimos días he leído en la prensa española un par de artículos sobre estos problemas de lenguaje, pero ahora referidos a los fanáticos islamistas que aquí y allá se involucran en una actividad violenta, terrorista. Estos problemas de lenguaje son también los de la Administración Bush. La lucha contra el terrorismo la denominaron Guerra contra el Terror convirtiendo, pues, un fenómeno nuevo (el terrorismo global) en un asunto aparentemente conocido: una Guerra Mundial con un enemigo reconocible. Pero tras esta operación hay dos cuestiones.
Primer problema: El frente de batalla. En este caso, en el de Irak y en el del terrorismo islamista, ¿dónde está el frente? Como admitía recientemente Umberto Eco en una entrevista, “desde la guerra del Golfo, la guerra ya no se desarrolla entre dos líneas de frente netamente separadas, y las nuevas tecnologías de comunicación permiten, de Bagdad a Washington, flujos de información que nadie puede detener y que desempeñan el papel que tenían antes los servicios secretos. La guerra produce una inteligencia permanente con el enemigo. Desde el 11 de septiembre, la guerra ya no concierne a dos países opuestos. Se enfrentan, por un lado, la comunidad occidental, y por otro, el terrorismo fundamentalista, que no tiene patria ni territorio. Peor aún, el territorio más seguro para el terrorista es el mismo país al que quiere amenazar y cuya tecnología y armas adopta (se han destruido dos torres estadounidenses con dos aviones estadounidenses); el enemigo vive en la sombra. Aunque el fin de todo acto de terrorismo no es solamente matar ciegamente a algunas personas, sino también lanzar un mensaje destinado a desestabilizar al enemigo, desde el momento en que los medios de comunicación retransmiten estos actos (y no pueden evitar hacerlo), colaboran de hecho con el enemigo”.
Perdonen la inmodestia, pero me alegra coincidir con Eco. Según escribí en enero de 2005: “La circunstancia actual me ha hecho evocar una película, Which Way to the Front? (1970), de Jerry Lewis. Ustedes la recordarán: al principio de la Segunda Guerra Mundial, un rico ostentoso, Brendan Byers III, interpretado por Jerry Lewis, un magnate, en fin, quiere alistarse como voluntario en las tropas del frente europeo. Es rechazado, sin embargo, por un Tribunal del Ejército. Brendan Byers III no renunciará a su sueño, empeñado en ser partícipe del conflicto, como un nuevo y torpe Fabrizio del Dongo en Waterloo. Organizará un ejército financiado por él mismo, una tropa formada por unos pocos, tan ineptos como él. Su propósito era noble: armarse de valor para combatir fieramente al enemigo nazi. Pero… ¿dónde está el frente? Las guerras tienen frentes, incluso trincheras, enemigos reconocibles, uniformados, alineados, con banderas, con bayonetas. En las contiendas hay artillería y aviación, dos ejércitos combatiéndose y sobre todo unas imágenes censuradas. En Irak no parece haber esto. Se decretó el fin de las hostilidades, se proclamó cumplida la misión, se auguró una reconstrucción, se habló de democracia para el porvenir. De momento, sin embargo, el resultado de dicha operación es un proscenio bélico, un campo de entrenamiento para terroristas y, además, a la vista del mundo entero, con explosiones suicidas que se registran en directo, con ajusticiamientos atroces que se difunden por la Red”.
Segundo problema: La definición del enemigo. Si el combate contra el terrorismo islamista lo definimos como una Guerra Mundial (cuyas vicisitudes ya conocemos), entonces el enemigo también puede ser calificado en un términos reconocibles. Por ejemplo, islamofascismo es un hallazgo idiomático de la Administración Bush: si bien se mira, es una manera muy extraña de calificar al oponente al que habría que derrotar. Por un lado, hace de la memoria antifascista un aliado retrospectivo de la nueva guerra; y por otro, subsume el islamismo bajo las formas reconocibles del totalitarismo. El fascismo fue un comunitarismo extremista, generalmente ateo o religiosamente indiferente, fundado en los lazos primarios de la Nación, una nación guiada por un Líder, siempre de origen modesto como la mejor encarnación del pueblo; fue un movimiento organizado militarmente en milicias o escuadras que empleaban la intimidación violenta y visible contra los enemigos de clase o los oponentes de las formaciones antinacionales; fue una experiencia política en la que un partido aspiraba a la toma del Estado, a adueñarse de todas sus instituciones para así imponer ese aparato sobre la sociedad civil, sobre las instancias intermedias, a las que invadiría o propiamente haría desaparecer. Como ya dijimos tiempo atrás, el fundamentalismo islamista no es exactamente eso. Siguiendo a Bernard Lewis, en el islam moderno, la nación no es una referencia central de su organización política, entre otras cosas porque las estructuras estatales se ven como herencias o artificios coloniales: la unidad política real es, por el contrario, la comunidad de los creyentes, algo transnacional. Por tanto, llamar a los terroristas islamofascistas es un enredo conceptual de grandes dimensiones.
¿Y por qué este lío expresivo? Desde antiguo, los fenómenos nuevos, inauditos, tendemos a identificarlos con un léxico previo con el fin de conjurar fantasiosamente lo que ignoramos y, sin embargo, eso no reduce el proceso desconocido y las consecuencias inusitadas del acontecimiento. Creo que tenemos serio problema con la violencia extrema del islamismo, con los atentados, con las amenazas…, y creo que tenemos un grave asunto con el lenguaje. Los periodistas, los historiadores, observan la realidad, pero esa realidad no es un dato que se imponga sin intelección alguna. Necesitan un armazón conceptual que les permita entender qué tienen ahí enfrente, qué significado hay que darle para después transmitírselo a los lectores. ¿Me refiero al lenguaje? Resulta obvio que es así, pero esa afirmación es insuficiente porque con los lectores no sólo compartimos un idioma del que nos servimos, sino también ciertos significados de las cosas, el sedimento histórico que las palabras tienen. Decía Umberto Eco que el proceso de comunicación (que inicia un periodista, pero que empieza también un historiador) comienza no con un mensaje, sino con la puesta en marcha de varios códigos. Esos códigos someten el hipotético mensaje a transmitir a una serie de reglas expresivas de modo que pueda hacerse llegar a través de algún canal. Si los lectores compartimos los códigos, entenderemos el idioma del redactor, entenderemos los usos verbales, entenderemos también qué nos quieren decir expresa o implícitamente, los datos explícitos y los sobreentendidos. Pero sobre todo entenderemos de qué cosas nos hablan, qué es eso que hay ahí fuera, qué es lo que ha ocurrido, cosas a las que el emisor alude.
Pues bien, el nuevo terrorismo es un fenómeno efectivamente reciente e inaudito, para el que nos faltan referencias, una conceptualización en la que se están empeñando los mayores expertos (no sin polémicas) y que no tiene por qué coincidir con la designación que a esos hechos les dan los Gobiernos y las Administraciones. Hay un mundo externo, referencial, que funciona o sucede al margen de la voluntad del observador, sea éste un reportero o sea éste un investigador, pero ese mundo necesita, en efecto, de alguien que lo atisbe, que lo escrute y que, al final, sepa relatarlo, explicarlo e interpretarlo poniendo en orden los datos. Para narrar, los cronistas (de la índole que sean) precisan un dato documentado y un vocabulario cierto: un léxico que aluda a algo externo que se quiere aclarar, pero sobre todo los cronistas necesitan los conceptos, las nociones generales y abstractas con las que indicar los datos concretos. Pues bien, pese a los cinco años transcurridos desde el 11-S aún estamos en esa fase previa, aquella en la que distinguimos a qué refriegas nos enfrentamos y con qué rótulo calificamos al enemigo.

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