
Federico Jiménez Losantos (EFE)
He leído De la noche a la mañana. El milagro de la COPE, de Federico Jiménez Losantos.
Es, ciertamente, un prodigio de páginas y páginas de egolatría e inteligencia cínica, de pronunciamientos sedicentemente liberales y radicalismos trasnochados, de populismo españolista y elitismo altivo. Como en su programa radiofónico…
El grito mañanero despierta y mantiene al oyente quieto en un dial que aturde. La expresión y la modulación, con altibajos sonoros, tienen ese fin: el de no dejar que el oyente reaccione, el de aplacarlo, con sermoneos y reprimendas.
Pero las novedades se alternan con expresiones previsibles que aúnan lo alto y lo bajo, una mezcla, dice él, “de estilo culto y popular; de eruditas referencias literarias, filosóficas, históricas o políticas y refranes ancestrales, sanchopancescos, frases hechas al alcance de cualquier persona sin formación intelectual”.
Todo dicho con énfasis, pues, según admite con descaro, “hoy el comunicador en la radio se acerca más al showman que al reportero, al funambulista que al oficinista, al predicador que al agrimensor”.
Más allá de esas simetrías forzadas sorprende la desfachatez de la declaración: “nosotros nos movemos entre el Club de la Comedia y el Espíritu de la Tragedia, entre el Libro de Job para maldecir el presente y el Apocalipsis para predecir el futuro”.
¿Y con qué fin? En primer lugar, con el propósito de auparse a costa de lo que sea, aunque tenga que sacrificar el temple y la información al aspaviento y el espectáculo.
Dice querer el triunfo de las ideas liberales: en realidad sólo esperaba y deseaba desalojar a quienes le ganaban en las ondas.
Pero es él y sólo él: sin el concurso de José María Aznar. Si el ex presidente fue intervencionista en los medios, lo critica con dureza, aunque no por razones liberales: simplemente, ese imperialismo mediático del poder popular amenazaba los propios planes de Jiménez Losantos y su programa chillón.
Porque, en efecto, en La Mañana hay voces, latiguillos, anatemas, sarcasmos orales, motes, apelativos jocundos, sobrenombres que califican y tipifican, pronunciamientos afectados…, como hacía en sus mejores tiempos José María García cuando quería derribar a los enemigos poderosos.
El timbre de las exclamaciones es aquí una especie de despertador que sacude provocando inmediata o lentamente efectos. Es espectáculo oral, el charlismo: es convertir la lógica masculina de la tertulia, donde uno se expresa a voces, en espectáculo ideológico.
Decía Harry G. Frankfurt en su librito On Bullshit que en la tertulia la gente hace declaraciones enfáticas, con gran estropicio, sin que le vaya la vida en ello. Se brama incluso, pero el grito es más escenográfico que otra cosa. Pero esos bramidos persiguen otros fines: el de catequizar ideológicamente, el de reafirmar a los convencidos y el de enseñar a los oyentes indoctos a que aprendan la Palabra, el Sentido, España y la Libertad.
Grandes palabras, sí.
El oyente recibe una lección sobre el valor, sobre los malos, sobre los traidores, sobre lo que hay que hacer o pensar cada día. Como en los púlpitos de antaño.
Pero quien grita también escribe relatos edificantes. No hay que buscarle a La Mañana significados de segundo orden: relata con afectación y fiereza el horror de los malos, lo que implica sobrevivir bravamente en un mundo hostil.
El aspaviento mañanero de Federico Jiménez Losantos y su libro son cuento largo, pero cuento al fin. Como en los relatos populares, el programa está concebido dramáticamente: “nos sumergimos en una atmósfera brumosa y sugerente, que se parece mucho a la vida real”, una vida en la que los oyentes desvalidos desean “el triunfo de los buenos, incomprendidos, solitarios y valientes y el castigo implacable de los malos, poderosos, viles y cobardes”.
Hace treinta y tantos años, Umberto Eco advertía que había no pocos telespectadores que veían los Noticiarios como si de Westerns se tratara, con titanes corajudos y con tipos inicuos.
En su programa y en su libro, también Jiménez Losantos convierte lo real en un relato inacabable de villanos emboscados, de malvados que acechan, de princesas secuestradas y de héroes abnegados, secretos y públicos: el autor.
“Tiene que haber personajes, a ser posible reales pero, ojo, con ciertas características de ficción: dibujo físico y moral, peripecia larga y con alguna sorpresa frecuente”. Es decir, de lo que se trata es de largar un cuento en el que los caracteres reconocibles y sólo esbozados por sus funciones dramáticas cumplan tareas previsibles y asignadas de antemano.
¿Con qué objetivo?
Con el propósito declarado de presentar el bien frente al mal. “No es preciso que gane el bien definitivamente, porque sabemos que no puede ser, pero sí que el bueno sobreviva y podamos irnos a dormir satisfechos con haber ganado junto a él un pequeña batalla moral aunque la guerra continúe y mañana emprendamos otra aventura”.
¿Una aventura? ¿O sea que la información que él transmite, la opinión que vierte, las noticias que presenta sólo son el decorado de acciones de cuento que acometen personajes en parte reales y en parte ficticios?
Pues sí y es por eso por lo que hay hermanos de sangre tempranamente muertos que fueron titanes y de los que el aventajado discípulo aprende y redobla (Antonio Herrero); hay donantes o ayudantes (Luis Herrero) que saben retirarse a tiempo para dar la gran oportunidad al héroe; hay traidores que no supieron aguardar hasta el final (José María García); hay villanos distantes pero extremadamente malvados (Jesús de Polanco) que se infiltran; y hay brujas (sí, una bruja).
Son páginas en las que se relata una batalla cuya consumación es moraleja aleccionadora: la restauración de un orden previamente quebrado por malvados fuertes, por cofrades.
Describiendo sus éxitos en las ondas, el incremento de la audiencia, tiene la festiva idea de calificar esa hazaña en términos de milagro, pues un prodigio es precisamente lo que aquí se relata: “el mayor milagro radiofónico e incluso sociológico de la moderna historia de España”, concluye en la página 577. Nada nos dice, sin embargo, sobre el dichoso porvenir que se abre, pero…
Pero la existencia real –incluso la existencia de los locutores de radio– no es así. Sólo en las ficciones edulcoradas se dan el desenlace y la resolución de los conflictos.
Por eso decía Josep Pla que, frente a los cuentos y las novelas naturalistas de antaño, “en la vida no hay nada que se acabe” felizmente. Un día, sin más, ya no estaremos: habremos sido olvidados.
Hemeroteca:
Artículo de JS en Levante, 6 de abril de 2006: Federico Jiménez Losantos
———————–
Ilustración:
Monigote…

Deja un comentario