«El peso de la ley debe recaer sobre quienes utilizan cargos públicos al servicio de intereses inconfesables”, leo en el editorial de Abc del 23 de octubre, el periódico que ha destapado el caso de una recalificación urbanística en Ciempozuelos. “Está en juego nada menos que la confianza de los ciudadanos en el sistema democrático”, concluye el editorialista. Intereses inconfesables y confianza son las claves de ese juicio.
Si los intereses no son transparentes, entonces dañan directamente la base de la democracia, que es la publicidad de la gestión pública, la visibilidad de los actos y de los pactos. Así nos lo recordaba Jürgen Habermas en una de sus primeras obras, para quien el mundo moderno ve nacer la opinión pública, que es la que idealmente vela por lo colectivo y por lo universal. Pero para que esto sea posible tiene que haber condiciones de accesibilidad general: no puede estar restringido el acceso a la función pública, y los servicios prestados deben ser fiscalizados y vigilados de manera visible. El empleado debe poder dar cuenta de manera confesable y transparente de sus actividades y acuerdos. De lo contrario, estamos en la esfera opaca de la política. Es probable que en la alta gestión del Estado siempre deba haber arcana imperii, como se da en el ámbito diplomático, pero en la micropolítica municipal la opacidad sería cómica si no fuera por lo gravosa y desmoralizadora que es para la virtud pública del ciudadano, para el cumplimiento de sus propias obligaciones. Éste ve pasar ante sí ofertas y pelotazos que unos pocos aprovechan precisamente porque no hay publicidad ni accesibilidad universales. Éste ve, en suma, cómo ese contrato originario e hipotético que le ata a su sociedad se ve quebrantado por la rapiña de unos pocos. Porque, como dice el editorialista de Abc, lo que se fractura es la confianza, nuestros acuerdos políticos.
La vida, en efecto, es una sucesión de acuerdos, el esfuerzo de distinguir los códigos formales que nos rigen mutuamente, las reglas escritas o no que debemos cumplir y que regulan el comportamiento de todos en cada contexto. La sociedad funciona cuando el trato entre individuos se basa en expectativas ciertas, cuando entre conocidos o desconocidos, en el comportamiento privado o en el público, hay un marco general de confianza. Un acuerdo es siempre un convenio que se establecen entre dos o más individuos sometidos a cierta norma general, a ciertas obligaciones recíprocas, a ciertas formalidades, con el fin de obtener ventajas, la principal de ellas el mutuo respeto. La obligatoriedad es el requisito básico para el cumplimiento de esos acuerdos, requisito que, en principio, se basa en la confianza. Las instituciones públicas y los compromisos formales están concebidos para garantizar el cumplimiento de las obligaciones por los particulares entre sí o frente al Estado. Por eso, la confianza institucional es básica y constituye el elemento fundamental en un gran número de actividades humanas y sociales. En toda relación de cooperación entre dos o más individuos es necesario el crédito recíproco, saber qué cabe aguardar del otro, su buen hacer.
Confiar es esperar que el otro respete la palabra dada, esperar que se cumplan la obligación que nos hemos prometido o la expectativa que sensatamente nos hemos hecho de las personas y de las cosas. Cuando esto no se verifica, cuando no hay un sistema eficaz de sanciones para quien incumple sus funciones, cuando se burla la ley de manera solemne, entonces la confianza se menoscaba, la irresponsabilidad se gratifica y el crédito público se arruina.
Es lo que está pasando con el aprovechamiento delictivo de las oportunidades edilicias. Por lo que parece, la recalificación de terrenos, adquiridos como rústicos y luego vendidos para la edificación, no es infrecuente, como tampoco lo es la ganancia astronómica que de ello se deriva. En la costa valenciana y ahora en Ciempozuelos, etcétera, la colusión entre micropolítica y gran negocio nos lleva a un deterioro de la moral pública. Y no es cierto que eso sólo se dé cuando gobiernan los socialistas: en distintas poblaciones valencianas hay casos de regidores presuntamente desvergonzados, integrantes del Partido Popular, que están siendo investigados por su rapacidad edilicia.
Por lo que se va diciendo, el latrocinio es semejante aquí y allá: siempre son unos cuantos espabilados, unos cuantos avispados los que se aprovechan de la confianza que en ellos hemos depositado, los que se valen de los recursos públicos y de las recalificaciones para hacerse con patrimonios fastuosos, para convertirse en magnates del ladrillo o en reyes del suelo.
Cuando ese crédito público se malogra, entonces ingresamos en el territorio de las mafias. En el extremo, lo característico de estas organizaciones es que quiebran ostentosamente la confianza institucional, volviendo suspicaz, resignado y absentista el comportamiento del ciudadano. A cambio, si se somete, recibirá favores, protección y servicios. Con este vínculo desigual e intimidatorio se deteriora la moral pública, se impone la conducta del avispado y del servil y, en fin, se rehace delictivamente la relación desigual que ata al cliente con el amo. Ése es “il prezzo della sfiducia”, decía el sociólogo italiano Diego Gambetta: el propio de un mundo en el que todos son potencialmente hostiles y en el que la única acción que se emprende es el juego de suma cero, con evidente deterioro de la organización social.
Tal vez el precio que aquí estemos pagando no sea aún el del contexto mafioso y todavía estemos sólo en la fase previa: en la fase de la corrupción, de la transferencia de bienes económicos gracias al favor político, un fase preliminar que nos devuelve, sin embargo, a épocas más o menos remotas, las de la dominación patrimonialista de lo público. En el viejo patrimonialismo descrito por Max Weber en Economía y sociedad, el funcionario hace valer su influencia transformando los recursos colectivos en pertenencia privada. Porque en eso consiste la lógica del patrimonialismo: en el reparto de bienes o de exenciones. El empleado o, en este caso, el regidor se adueña de lo público para hacer un uso discrecional de sus recursos. Con ello vemos enriquecimientos súbitos y alardes lujosos, los propios de esos ventajistas que se reparten recalificaciones edilicias; pero son también los propios de quienes promueven obras asiáticas con contratas millonarias.
En la Comunidad Valenciana tenemos ejemplos bien llamativos. Pero muchas de esas recalificaciones no sólo dañan la gestión pública y la confianza ciudadana. Dañan también los terrenos, con construcciones inverosímiles… con derroches cementeros, con amputaciones en las Sierras, como la que se está haciendo en la Sierra Cortina de Benidorm, a lo largo de la Avenida del Alcalde Eduardo Zaplana Hernández-Soro. Vean, vean las fotografías inferiores.


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