31 de octubre y 1 de noviembre
En las asignaturas que imparto procuro hacer historia conceptual. ¿Qué significa eso? Lo que intento es escudriñar el significado histórico, cambiante, de expresiones que hoy empleamos y que, lejos de ser un hallazgo de nuestros días, son recursos seculares, incluso milenarios. Ese rastreo no obedece a un objetivo arqueológico, sino a una urgencia bien presente, de nuestros días. Los medios de comunicación utilizan todo tipo de fórmulas acuñadas que parecen obvias, con sentido establecido. Los ciudadanos, también. En efecto, nos valemos de toda clase de voces que creemos actuales siendo como son documentos que testimonian el pasado: justamente por eso, su semántica no siempre ha sido la misma. Es incluso hasta probable que el significado original se haya perdido.
Por eso, un buen historiador o un buen periodista (imparto lección en ambas Facultades…) no deberían hacer anacronismos creyendo que el uso actual ya estaba prefigurado cuando el significante apareció. Esa semántica cambia a lo largo del tiempo y, por tanto, esa inspección documental nos revela mucho de nosotros mismos, de lo que adeudamos a los antecesores y de lo que hay de nuevo en nuestro léxico. Tal vez sea la mía una operación muy simple, pero el presentismo que nos aqueja, esa tendencia irreprimible a aceptar todo tipo de incoherencias, esa propensión a creer que el mundo se fundó ayer, obligan a estas precisiones. Algunas de esas palabras fundamentales sobre las que es preciso volver son derechos o liberalismo, unas palabras que hoy están en la discusión cotidiana y que tal como las empleamos tienen un origen común.
Para empezar les indico a mis alumnos que los derechos entendidos como cualidades y defensas reconocidas a los individuos en cuanto tales no son algo milenario, sino fruto de la ideación iusnaturalista, de esa concepción que estableció privilegios naturales para todos los seres humanos. Hubo un momento en la historia de la humanidad, en los viejos buenos tiempos, en que los individuos propietarios (de bienes y de sus propias capacidades) podían vivir libremente. No era el Jardín del Edén, pero era lo que más se le parecía. Los seres humanos disfrutaban de sí mismos y velaban por sus objetivos, por sus preferencias. Procuraban perseverar evitando las amenazas que sobre ellos se erigían. Sin embargo, los recursos limitados y el egoísmo incoercible de los individuos les llevó al conflicto de todos contra todos. Es la guerra generalizada de Thomas Hobbes. El único modo de salir de ese marasmo bélico fue un pacto a partir del cual se cedía uno de los derechos naturales: el del uso legítimo de la violencia para defenderse. Nace así el poder político separado, que se alza sobre los individuos y que es desempeñado por unos pocos de esos individuos, con el riesgo que esto entraña.
Desde luego, toda esta figuración teórica iusnaturalista es una ficción teórica, un modo de concebir con gran fantasía el origen del Estado y, a la larga, el reconocimiento de la ciudadanía. Frente al absolutismo monárquico, los liberales reclaman justamente esos derechos naturales de los que habrían sido excluidos los súbditos. Estamos en el siglo XVII y en el siglo XVIII: frente a la atrocidad penal, frente al arbitrariedad real, frente a la soberanía investida por Dios, los individuos aparecen inermes. Los liberales, como herederos del primer iusnaturalismo, van a exigir esas franquicias para el ciudadano, esa protección y defensa ante las acometidas de la institución política.
Por esto, los liberales siempre tendrán reparos, serios reparos frente al poder político. El Estado, al ser depositario de la violencia legítima, siempre será una entidad amenazante: la tendencia a convertirse en monstruo (Leviatán), a desempeñar funciones desmedidas, a interferir en la vida de los individuos, hizo que los liberales concibieran todo tipo de frenos, toda clase de límites. De alguna manera, los derechos jurídicos que se reconocen en el primer liberalismo forman parte del establecimiento de esos límites. El individualismo y el garantismo, se piensan contra la tendencia avasalladora del poder político separado. Por tanto, ese reconocimiento de defensas para proteger al individuo es un producto verdaderamente civilizado. A los ciudadanos se les reconoce como tales y, por consiguiente, se les indican a qué tienen derecho.
De estas cosas me acordaba estos últimos días, cuando leía el inacabable volumen de Federico Jiménez Losantos. Según cuenta, este locutor creía tener en José María Aznar un correligionario liberal. Sin embargo, nada más llegar al poder el nuevo mandatario optó por el intervencionismo, un intervencionismo que se plasmó en numerosos ámbitos, especialmente en la escuela (lugar en el que se libraría un combate ideológico) y en los medios de comunicación (dominio en el que oponer resistencia a Jesús de Polanco y sus empresas). Jiménez Losantos no deplora la primera de las interferencias: la ideologización de la Historia nacional o el peso dado a la religión como materia evaluable no merecen comentario alguno de su parte. En cambio, la voluntad de intervención de Aznar en la esfera mediática le acarrea al ex presidente una severa andanada del locutor. ¿Por qué razón?
La empresa privada –dice el locutor– ha de ser capaz de ganar la batalla ideológica en la prensa, en la radio, en la televisión o en Internet, sin que ese combate necesite el apoyo interesado de un poder obsequioso. Añade Jiménez Losantos que la guerra de los medios que inició Aznar la sabía derrotada. ¿Por qué razón? Porque la colusión entre poder político y objetivos empresariales no da buenos resultados económicos y, en todo caso, al final la meta sólo es asegurar el mantenimiento del mandatario, forzar el consenso a favor suyo. En el fondo, dice Jiménez Losantos, ese tipo de alianzas no se sellan para garantizar derechos de los ciudadanos, sino para proteger al gobernante. El Faraón –así llama al ex presidente— habría atentado contra los derechos y sobre todo habría pecado de iliberalismo.
Más allá de quien las formule, esas críticas del locutor me parecieron muy pertinentes, pues lo que revelan es el uso de expresiones añejas (derechos y liberalismo) para recubrir unos intereses particulares que necesitan valerse del Estado (Aznar). Podría replicarse diciendo que lo que el ex presidente quería era abrir un dominio (el de los medios de comunicación) prácticamente monopolizado por Prisa. Ése es un latiguillo muy frecuente a pesar de que, como admite Jiménez Losantos, había y hay otros holdings mediáticos de gran fuerza y presencia: el grupo Zeta o Planeta, por ejemplo. En fin… Como parece que José María Aznar quedó muy insatisfecho con el desenlace de aquella guerra mediática, ahora regresa a la batalla comunicativa para… ¿Para hacer qué? ¿Para hacer valer derechos de los ciudadanos, para asegurar la fortaleza del servicio público frente a la acometida de los grandes grupos monopolísticos?
En realidad, y según los comentarios de gentes próximas, José María Aznar regresaría ahora para respaldar al magnate Rupert Murdoch, de quien ya es socio o empleado. ¿Con qué fines? ¿La defensa de derechos? El retorno de Aznar tendría como meta capitanear una gran operación mediática siendo su primer objetivo la compra de Antena 3. Uf. Cuando leo estas cosas, qué quieren, me entra una melancolía absurda y, de verdad, de verdad, que me dan ganas de regresar al estado de naturaleza, a aquel momento fantasioso y auroral en que no teníamos mandatarios que nos salvasen de nosotros mismos, a aquel instante primitivo en que cada uno disponía de sus derechos naturales, eso sí: en un estado de guerra de todos contra todos. ¿Arriesgado? No se apuren, aquí, la guerra ya ha empezado y el estado belicoso de los enemigos (con el Leviatán mediático de Murdoch) dañará los derechos de que nos creemos depositarios: el primero no ser manipulados, engañados.

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