18 y 19 de diciembre de 2006
Días atrás hablaba en este blog de la figura arquetípica del caudillo, de un caudillo que resume los rasgos del liderazgo carismático, comunitario y populista.
Hablaba también del Holocausto y de la historia, de lo que supuso aquella experiencia límite, con la expresa voluntad de exterminio.
Y hablaba finalmente de la modernidad, de sus promesas y horrores, de los desengaños que nos ha provocado el proyecto ilustrado tras un tiempo de atrocidades.
No sé si son las consumaciones de la modernidad o, por el contrario, son sus fracasos la causa de nuestras desazones. No sé si son ambos factores a la vez.
Veo ahora que sin premeditación alguna esta pequeña serie de reflexiones que he ido aportando en los últimos días ha coincidido con el fin de una lectura: la que he hecho del libro de historiador francés Bernard Bruneteau titulado El siglo de los genocidios. Violencias, masacres y procesos genocidas desde Armenia a Ruanda (2006).
Es una novedad editorial que Alianza editorial acaba de publicar en España y que en su versión original francesa aparecía en 2004.
Les recomiendo vivamente su lectura. Con toda seguridad no descubrirá muchas cosas a un lector medianamente informado. Pero eso no es una pega: es la virtud de este volumen.
Pone orden, sistematiza y clasifica: en definitiva expone todo lo que deberíamos saber sobre ese horror contemporáneo que es el genocidio y que se reparte por diferentes países y en distintos continentes.
Acabo de decir contemporáneo y veo que ésa es una de las cuestiones polémicas que plantea el autor.
Masacres las ha habido a lo largo de la historia, matanzas, exterminios. En cambio, el genocidio –nos recuerda Bruneteau— es un hecho reciente y ello por diversas razones.
Para empezar, la propia palabra no tiene una larga historia detrás. “En 1944, Winston Churchill se refirió a los horrores provocados por el nazismo, como un ‘crimen sin nombre’. A modo de respuesta, Raphael Lemkin, profesor de Derecho internacional y judío estadounidense de origen polaco, acuñó ese mismo año la expresión ‘genocidio’ a partir de la palabra griega genos (raza, pueblo) y del sufijo latino cide (de caedere, matar)”.
Vale decir, este neologismo –que hoy es lamentablemente de uso corriente, dada la frecuencia y multiplicación de los genocidios– expresa y contiene lo que el Holocausto significó: no sólo el intentó de eliminar físicamente en masa, sino también la voluntad de destruir las bases mismas de la supervivencia de un grupo étnico (o social) en cuanto grupo.
Acabo de decir social, añadiendo al grupo étnico la otra posibilidad de víctimas masivas, y rozo nuevamente otras de las cuestiones controvertidas que Bruneteau trata y señala.
La destrucción o el exterminio que se han dado a lo largo del pasado siglo no incluyen sólo a las ”razas” que debían suprimirse sino también a sectores enteros de población que debía ser aniquilados: como, por ejemplo, los kulaks de la Unión Soviética, cuya eliminación en cuanto clase fue decretada por Stalin a partir de 1929.
El genocidio se extiende en el siglo XX gracias a una serie de factores que coinciden y que refuerzan la política exterminadora que tantas veces y con tanta saña se ha practicado.
Primero hubo la experiencia colonial, la aplicación de medidas extremadamente violentas para reprimir, contener y castigar a las poblaciones desafectas que eran incorporadas al dominio de alguna nación de la civilización europea.
Enzo Traverso –a quien Bruneteau cita en este punto– ha insistido en la responsabilidad del Imperio británico en estas prácticas de crueldad y muerte. Son muy esclarecedoras las páginas de La violencia nazi dedicadas a aclarar este punto: yo las leí con verdadero dolor.
Allí, Traverso mostraba breve pero contundentemente los usos perversos del poder colonial, su brutalidad, herencia después mejorada por los discípulos más aplicados: los nazis, por ejemplo.
Pero, además, el genocidio necesita unas concepciones racistas y para ello nada mejor que “el imaginario asesino del social-darwinismo”, según palabras de Bruneteau.
Es decir, el exterminio precisa pensar como posible, necesaria y deseable la extinción de las “razas inferiores”, grupos étnicos a los que se estigmatiza con el marbete de la debilidad, de la barbarie, del salvajismo o del atraso.
Estigmatizar es señalar con una marca infamante, una marca que mostraría y haría bien visibles los rasgos degenerados de su portador.
La pertenencia al grupo excluye la individualidad: no eres un individuo que se singulariza, eres un miembro irrecuperable de una totalidad que te caracteriza.
Es raro que en este punto Bruneteau no haya citado en su libro a Erving Goffman, autor de un clásico indiscutible sobre el fenómeno de la marca social degradada.
Su libro Estigma no figura entre la bibliografía del historiador francés, pero yo lo recomendaría siempre como una lúcida exposición de lo que significa el etiquetado de las personas con fines destructivos Etcétera.
Pero, más allá de esa pega, el libro de Bruneteau es una documentada y penetrante exposición de esos factores que posibilitan el genocidio.
Y, entre ellos, las páginas que dedica a la guerra del 14 son imprescindibles. Aquel conflicto –ya lo sabemos— cambia radicalmente el mundo, cambia el orden contemporáneo de la política y de la diplomacia, de la hegemonía y del poder, inaugura la contienda civil europea. La presencia de Estados Unidos en el mundo, por ejemplo.
Pero aquella guerra será decisiva especialmente en el embrutecimiento de la política (en su brutalización, leemos), en el enfrentamiento; en la estigmatización definitiva del adversario como enemigo exterior o interior al que eliminar o exterminar.
La figura del enemigo es, en efecto, el personaje principal de aquella tragedia europea que se inaugura en 1914: no sólo por las atrocidades reales que llegaron a cometerse, sino también por las fantasías que se les atribuyeron a cada uno de los bandos enemigos.
La Gran Guerra supuso –dice Bruneteau— “la puesta en escena de un enemigo total y bárbaro, objeto así de todos los odios. Es esta representación alucinada de atrocidades inicialmente reales lo que permite comprender la aceptación de la guerra larga, la volunta de proseguir hasta el final, sin tregua ni negociación, en medio de indecibles sufrimientos”.
No sólo era cierto el embrutecimiento de los enemigos, sino que, además, se estigmatizaba hasta el límite su capacidad de barbarización.
El compendio que hace Bruneteau de esa guerra y sus efectos antropológicos es apretado, pero indispensable. Menciona a distintos autores, pero sobre todo destaca y subraya las reflexiones de Ernst Jünger como expresión de la vida de trinchera, como transposición literaria del combate y su sublimación, como experiencia interior que despoja al hombre de su último barniz de civilización.
En este punto son imprescindibles las reflexiones que Nicolás Sánchez Durá ha hecho acerca de las concepciones jüngerianas, sobre las que ya me expresé en otra ocasión.
Bruneteau destaca y subraya también las célebres páginas que Carl Schmitt dedicara a la distinción política (y no sólo bélica) entre amigo y enemigo.
Destaca y subraya las páginas que Norbert Elias escribiera sobre el proceso de civilización, páginas aparentemente desmentidas por la prueba de la descivilización que conduce al nazismo (y que yo tuve oportunidad de abordar tiempo atrás).
Pero el bolchevismo no es menos responsable de ese embrutecimiento de la política. “Aunque los dirigentes bolcheviques no conocieron la realidad concreta de la guerra, a diferencia de sus homólogos fascistas, el bolchevismo sociológico estaba moldeado por una misma cultura, y sus representaciones del ‘enemigo’ tenían la misma carga de odio”.
Por eso, Bruneteau destaca la aportación de Lenin como gran precedente ideológico de las políticas genocidas llevadas a cabo bajo Stalin…
El siglo de los genocidios es un libro rico, documentado, bien informado, un volumen del que no puedo dar exacta y justa cuenta por dos razones: por no ser este texto una reseña y por ser amplísima la vastedad de temas tratados, cosa que impide su inmediato resumen o compendio.
“La disposición genocida prospera sobre un terreno abonado por las lógicas de la violencia nacidas del siglo XIX o de la guerra de 1914”, insiste Bruneteau.
“Su origen está en un imaginario paranoico engendrado por el miedo, una ‘racionalidad delirante’ propia de la concepción totalitaria del mundo, pero se inserta también en lógicas racionales más clásicas, como la movilización social con fines modernizadores y la construcción o refundación del Estado”.
En las experiencias totalitarias del siglo XX se piensa que todo es posible (como si esto lo declarara el Gran Inquisidor de Dostoiewsky), que todo puede ser ahormado, refundido, corregido, enderezado, perfeccionado.
Se piensa que todo puede ser mejorado hasta el óptimo si nos aplicamos con esfuerzo y obstinación; que todo puede ser objeto de recreación utópica frente a la mediocridad de lo real; que todo puede ser saneado si eliminamos las impurezas (el insecto dañino, el microbio, el parásito, según la imagen orgánica social-darwinista); que todo puede ser salvado si nos oponemos con firmeza y empeño a la amenaza del mal…
La nación que nos acoge es como un cuerpo o como un jardín en cuyo diseño y artificio intervenimos para recrear la armonía y la belleza de los fluidos y de lo homogéneo.
Esas ideas, el cuerpo o el jardín, son metáforas desdichadas que han servido para enderezar lo torcido…, para destruir intencionadamente.
Acabo el libro y salgo con alivio de un viaje espantoso.


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