Ilustraciones: Monigote
- Carta abierta a Gregorio Martín
Gregorio, me honran las preguntas que me haces en correo particular: una confianza quizá indebida, pues no sé si mi respuesta podrá corresponder. Concretamente me planteas dos cuestiones:
Primera. ¿Quiénes son las personas o grupos de pensamiento que juegan el papel que, por ejemplo, Maquiavelo tuvo en el pasado?
Segunda. ¿Cuál es el libro de esas personas o grupos de pensamiento que tendríamos que leer?
Me honra –ya digo— y me inquieta. En primer lugar, por creer que yo tengo referencias básicas que tú ignoras; en segundo lugar, por pensar que, en el caso de tenerlas, las mías serían las adecuadas. Intentemos responder. Podríamos hacer un elenco de analistas significativos para estudiar y comprender el presente. De la inacabable nómina de autores, yo, ahora, te propondría tres: Umberto Eco (a quien cito siempre que puedo); Clifford Geertz (fallecido recientemente, según informé en el blog); y Gilles Lipovetsky (del que aquí también hemos hablado). Sin embargo, más que insistir en esos nombres –y en otros igualmente decisivos, como Richard Sennet–, creo que sería mejor emplearlos para buscar lo importante: para centrarnos en los problemas fundamentales de nuestro tiempo.
En algún sentido, el tema de nuestro tiempo sigue siendo el que detectara Ortega y Gasset: el advenimiento de la sociedad de masas, la irrupción del hombre-masa. Pero, bien pensado, ese aspecto –la masificación— ya no es el único o el central. El auténtico asunto es la comunicación masiva, la multiplicación de los mensajes, la conversión de lo real en lo real representado. No es tanto que haya un centro creador de imágenes del que dependamos todos; no es tanto que los mensajes emitidos nos dicten el sentido de las cosas. No: el asunto está en que lo real ha de convertirse en comunicación y de la afortunada campaña que hagamos de nosotros mismos –pero también de la chiripa o del azar– dependerá que se nos perfile bien o en consonancia con lo que deseamos.
No sólo los productos comerciales precisan su publicidad. Muchos individuos tienen ya asesor de imagen, gabinete de prensa, agente literario, etcétera, o son ellos mismos quienes desempeñan principalmente esas funciones: tratantes de productos para quienes el comercio lo es de la imagen que se quiere dar. ¿Me parece mal que esto suceda? No quiero ser apocalíptico (por emplear la categoría de Umberto Eco), y, por eso, no añoro los viejos buenos tiempos, justamente aquellos tiempos en los que la melancolía nos hace creer que la mercancía se vendía sin artificios. Pero lo que veo ahora es un exceso creciente de la representación.
Vivimos urgentemente y, salvo excepciones, ya no nos demoramos en la lectura de grandes y extensas novelas; ya no tenemos tiempo para hacer un pequeño descubrimiento o para escribir una tesis sobre el adverbio. No tenemos tiempo si esas tareas nos ocupan meses o años de nuestras vidas. De repente hemos descubierto que todo es efímero –como dictaminara Lipovetsky–, que vamos a morir y que no vale la pena inmolarnos haciendo un esfuerzo sacrificial. De repente hemos aprendido una lección mediática: la buena venta de uno mismo acaba teniendo mayor recompensa que el trabajo callado. Las cosas ya no parecen depender de lo que son, sino de lo que parece que son. Hay tantas cosas que se difunden y de las que tenemos noticia, que no podemos gastar nuestros días en averiguar las cualidades de los productos o en confirmar la verdad de lo que se nos dice o se nos muestra. Por eso, hay una suspicacia creciente y, a la vez, hay una desconfianza igualmente creciente. No te puedes fiar de lo que ves o de lo que te cuentan, pero al mismo tiempo renuncias a hacer verificaciones de todo los mensajes que recibes. Esta paradoja es semejante a la del elector gorrón (free rider) en democracia.
Perdona este didactismo. A finales de los años cincuenta, en un contexto de desarrollo de la ciencia política norteamericana se publicó un libro decisivo. Se titulaba Teoría económica de la democracia y era su autor Anthony Downs. Con el fin de averiguar el funcionamiento del sistema político, aplicaba un modelo de análisis verdaderamente insólito, jamás ideado para el estudio de los comicios. Se trataba, por parte de Downs, de concebir la acción del elector en términos efectivamente económicos, como si de un consumidor se tratara y como si el espacio electoral tuviera una analogía obvia con el del mercado: así, los partidos políticos ofrecerían distintas mercancías, las promesas contenidas en su programas, y los ciudadanos se inclinarían por uno u otro producto en función de su información y en virtud de sus preferencias. La conclusión a la que Downs llegaba era verdaderamente paradójica: si los electores nos comportáramos realizando un cálculo de los costes y los beneficios que se derivan del acto de votar, si aplicáramos una estricta racionalidad económica, nos abstendríamos en masa, dada la escasísima capacidad que tiene la papeleta de cada uno. Mi sufragio sólo tiene una influencia infinitesimal y, por tanto, si lo pensara bien no debería hacer el esfuerzo de acudir al colegio electoral para ejercer la ciudadanía. Si a pesar de los costes voto, si a despecho del esfuerzo que significa comparecer ante la urna, deposito mi lista, es porque obro irracionalmente, cuando lo lógico es que me condujera como un gorrón, esperando así que las papeletas de los demás suplieran mi falta. Lo importante, al final, no es lo que pienses, escribas o realices con esfuerzo, sino que eso se difunda bien o que te ocupe mucho tiempo.
Si lo importante es la difusión –estar en el candelabro, que decía Sofía Mazagatos–, entonces para qué matarte a trabajar. Con tal de que sepas vender bien tu producto, los resultados apetecidos acabarán llegando. Los más desvergonzados –como algunos de esos personajes que aparecen en la prensa rosa o amarilla que yo también consumo— lo formulan diciendo aquello tan cínico de… que hablen de ti aunque hablen bien. Para muchos, lo importante es dar la campanada, más allá de que la razón o el producto la justifiquen o no. Es un comportamiento de hombre-masa, que decía Ortega (tal como antes mencionaba) y así la difusión es ya una meta universal. La gente no tiene ese tiempo escaso para comprobar si lo difundido vale la pena. Hemos recibido los mensajes masivos y, nos guste o no, ya han ocupado su espacio o han atraído nuestra atención.
Para que exista todo ha de ser retratado y mostrado y publicitado. Ser es ser retratado, nos recordaba Borges: esse est percipi. Siempre fue así, desde luego, pero hoy la democratización de la imagen y la confusión de lo real con su representación son los rasgos dominantes. Ahora, todos somos retratados y reproducidos y multiplicados y difundidos. Ahora, nuestra imagen o nuestras palabras ya no las reservamos sólo a lo familiar o a lo doméstico, al álbum particular, sino que las remitimos y exhibimos, y como emisores les adosamos algún significado. Pero como la recepción de esas palabras y de esas imágenes también es multitudinaria, la confusión cacofónica y el vértigo informativo son nuestras amenazas.
En el pasado, a ciertos autores les cabía el mundo en su cabeza. Pienso, por ejemplo, en Max Weber, tan grande por su voluntad ecuménica, enciclopédica, tan ejemplar en su interés por la historia. Partía de lo concreto para alcanzar lo general, partía de lo local para alcanzar lo universal. Radiografiaba (o creía radiografiar) su sociedad, pero esperaba hallar regularidades o tipos predicables para todo tiempo y lugar. Weber empezaba por lo más simple, la acción humana, y sostenía que ésta es un acto emprendido con algún sentido: con algún sentido para el actor y para los espectadores. Las acciones significativas las ejecutamos atribuyéndoles alguna razón, las interpretamos, pues, y las interpretan también nuestros contemporáneos o testigos (o los historiadores si leen, por ejemplo, algún documento de otro tiempo).
Pues bien, eso es lo que ahora nos ocurre a una escala gigantesca. En política, por ejemplo, hay un viejo teorema sociológico, una formulación que el weberiano Robert K. Merton denominó «teorema de Thomas» en su obra Teoría y estructura sociales y que reza así: «Si los individuos definen las situaciones como reales, son reales en sus consecuencias». ¿Por qué razón? Porque los individuos «responden no sólo a los rasgos objetivos de una situación, sino también, y a veces, primordialmente, al sentido que la situación tiene para ellos. Y así que han atribuido algún sentido a la situación, su conducta consiguiente y algunas de las consecuencias de esa conducta, son determinadas por el sentido atribuido». Es decir, lo que enuncia este teorema es la profecía autocumplida, aquella según la cual no sólo es verdad lo que es verdad, sino también lo que la gente define o le definen como tal, siempre que lo acepte, al menos en el sentido de que aquello en lo que acabamos creyendo produce consecuencias sociales, con independencia de que sea falso o no.
¿La gente se equivoca? Una respuesta apocalíptica, pero sobre todo elitista debería llevarnos a repudiar el plebeyismo de esta sociedad nuestra que todo lo cifra en la imagen y en la apariencia. Caeríamos o recaeríamos en el aristocratismo de un Ortega y Gasset, por ejemplo, cuando dictaminaba con gran alarma la irrupción del hombre-masa. El asunto es que ahora todos somos hombres-masa en algunos de nuestros comportamientos y nos dejamos llevar por la pereza reflexiva o analítica ante ciertos asuntos que no sabemos o no queremos averiguar. La sociedad es extraordinariamente compleja –nos decimos— y yo tengo una vida escasa: renuncio a ser siempre reflexivo y analítico. Prefiero eso… a decir: siempre renuncio a ser reflexivo y analítico. No es lo mismo, no.
Siento no extenderme más, pero las propias limitaciones del medio me lo imponen (en Internet, después de dos folios, la atención decae).También me lo impide mi tiempo breve, esas urgencias que nos limitan. En todo caso, Gregorio, te agradezco la deferencia y la confianza. Intentaré ser reflexivo y analítico…, de vez en cuando. Sólo de vez en cuando. O, mejor, procuraré pensar y divertirme hasta… morir.
2. Autoridad moral
Respuesta de Gregorio Martín
Justo:
Gracias porque ya me has dado cuatro autores a leer (Eco, Geertz,
Lipovetsky y Sennet), por apuntarme que La rebelión de las masas
sería un antecedente del actual proceso de globalización (y de los mas
de seis mil millones de humanos que actualmente somos), y por insistir
que la vida debe disfrutarse aunque no se entiendan las complejidades
de su entorno y las mentiras de "las imágenes".
La única aportación que puedo hacer es partir de lo que te comentaba
en mi correo anterior. “En informática --en el marco de sistemas
artificiales-- de lo simple a lo complejo se habla de: datos, información,
conocimiento y sabiduría. Hasta ahora la información era el objetivo del
ordenador, se ha peleado para conseguir el conocimiento y algo hay al
respecto; la sabiduría sigue siendo por ahora un atributo que solo se
predica de los humanos”. Sin embargo el proceso de acumular
información acaba generando un nuevo conocimiento que no podía
ser intuido por la simple limitación de la persona; creo que, hoy,
hay un conocimiento que solo es posible gracias a la acumulación de
información que producen los ordenadores y la red, por lo que en
consecuencia, a mi modesto entender, la sabiduría cambia de
coordenadas y creo que esta sabiduría ya no puede estar en manos
de una sola persona (tu referencia a Weber) sino en un conjunto de
personas que han decidido confiar unas en otras, sobre la base del
sentido común por un lado y por otro, con un banco de datos
ciertos, unas fuentes de información fiables y un conocimiento en el
sentido científico, que sean todo lo comunes para la especie.
La consecución de esta situación no es fácil, en particular para los
millones de humanos para los que el inglés es una lengua vehicular,
pero no la mejor para expresarse con claridad y solvencia.
El objetivo es buscar un marco en el que poder "confiar"
intelectualmente. El mejor ejemplo que me viene a la cabeza
es el de la biomedicina actual, una profesión, que sin dejar
de ser una sola y única, presenta mas de una centena de
especialidades, pero siempre con un lenguaje y unos medios
comunes para comunicarse entre ellos y con el resto de la
humanidad.
Cada vez mas me parece mas grandiosa la figura de
Tim Berners-Lee, quien después de poner las bases del Web
en Ginebra (con la más absoluta displicencia de los físicos
para los que trabajaba en el CERN) decidió marcharse para
el MIT y, desde allí, poner en marcha el W3C, autentica
autoridad moral de la Web, sin el cual no tendríamos la
estándares que permiten hablar de una sociedad en red.
Sin querer me ha salido la palabra "autoridad moral",
que quizás sea el quid de la cuestión que nos ocupa.
Parece que las personas empezamos a reconocer que la
comprensión es global y que lo individual debe pasar a un
segundo plano. En este sentido el fenómeno wikipedia me
parece más que significativo. Sin embargo, seguimos con la
necesidad de referencias no enciclopédicas pero si fiables
(de los 4 autores que citas, 2 no están en wikipedia).
Sin referencias y sin autoridades morales veo difícil
avanzar. ¿Seguimos comentando?
3. Scriptorium.
"Por ello, tendré sumo cuidado en no dar crédito
a ninguna falsedad, y dispondré tan bien mi espíritu
contra las malas artes de ese gran engañador que,
por muy poderoso y astuto que sea, nunca podrá
imponerme nada. Pero un designio tal es arduo y
penoso, y cierta desidia me arrastra insensiblemente
hacia mi manera ordinaria de vivir; y, como un
esclavo que goza en sueños de una libertad imaginaria,
en cuanto empieza a sospechar que su libertad no es
sino un sueño, teme despertar y conspira con esas
gratas ilusiones para gozar más largamente de su
engaño, así yo recaigo insensiblemente en mis
antiguas opiniones, y temo salir de mi modorra,
por miedo a que las trabajosas vigilias que habrían
de suceder a la tranquilidad de mi reposo, en vez de
procurarme alguna luz para conocer la verdad, no
sean bastantes a iluminar por entero las tinieblas de
las dificultades que acabo de promover".
René Descartes, Meditación primera.


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