1. Las encuestas y las elecciones
En los últimos días ha vuelto discutirse sobre la mentira o la manipulación que habrían precedido a las elecciones del 14-M; ha vuelto a debatirse agriamente sobre el papel de la información. ¿Cómo recolectamos datos políticos los votantes? La realidad ordinaria del sistema electoral prueba aquí y allá que los ciudadanos solemos ser perezosos, que tomamos dichas decisiones con escasísimos antecedentes, que no solemos hacer el esfuerzo de averiguar qué dicen minuciosamente los programas. El incentivo para informarnos bien… es escaso. De entrada, los partidos suelen contravenir una parte de sus programas, por lo que examinar cuáles sean esas promesas es tarea vana y así, sabedores los votantes de lo poco que vale nuestro esfuerzo informativo, no cosechamos datos y más datos.
¿Ocurre lo mismo con las encuestas? ¿Obramos en consecuencia al saber qué respaldo demoscópico y qué adición tendrá nuestro partido? En teoría, al averiguar que el resultado probable será X y que al mismo contribuye nuestro sufragio, entonces votamos de acuerdo con esa expectativa para sumar o para restar. En la práctica, el conocimiento demoscópico no nos da un mapa, sino un conjunto inestable de tendencias que pueden confirmarse o cambiarse justamente porque se saben o aunque se sepan. ¿Por qué razón? Porque ese conocimiento no garantizaría que las previsiones se cumplieran, ya que precisamente por tener pistas cambiamos o reforzamos el voto, con lo que podemos desmentir o aumentar el dato previo, sin que haya demiurgo que pueda cambiar la suma de nuestras papeletas. De existir sondeos hasta el último día, ¿a qué le achacaríamos los resultados? ¿Al conocimiento o al desconocimiento?
Hace años, para poder estudiar la acción social, Raymond Boudon habló de los llamados efectos de composición. ¿A qué se refería? A las consecuencias imprevistas de la acción que tan frecuentemente contrarían nuestras intenciones, a aquellas que son producto de una combinación que nadie gestiona. Yo tengo una determinada intención cuando voto, intención que puedo adaptar a los resultados que creo previsibles reforzándolos u oponiéndome a ellos. Si lo pensamos bien, estos cálculos no me han obligado a hacer un estudio previo de los programas ni a pasarme horas y horas ante el candidato aceptando o negando lo que dice: me fío de mi intuición y de mi experiencia, sabedor de que no puedo dar mucho crédito a las promesas que figuran en las declaraciones partidistas.
Y esa actitud de difidencia no está en relación directa con tener o no tener estudios, sino con la desconfianza, una actitud de suspicacia instintiva que se acrecienta en situaciones excepcionalmente complicadas. Por eso, lo que yo haga, esto es, conjeturar sobre los resultados para votar con o contra la corriente presumible, también lo harán otros, con lo que la incertidumbre de la suma de sufragios aumentará, como así fue en una circunstancia electoral extrema –la del 14-M– en la que cualquier vaticinio era posible, en la que el recelo fue la norma y en la que la combinación era cualquier cosa menos evidente.
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2. Suicidio y religión
Cuando nos preguntamos acerca del suicidio, acerca de los factores que lo provocan, acerca de su contexto social, es habitual que nos sirvamos de Émile Durkheim. Publicó El suicidio en 1897, una obra clásica de la sociología, pero ya antes, desde la década precedente, se había interesado por el tema y por la prolija literatura que por entonces lo acompañaba.
Un aumento notable de suicidios, decía hacía 1888, testifica un serio trastorno de las condiciones orgánicas de la sociedad. La obra de 1897 era un intento serio, muy serio, de análisis social y de taxonomía. Preocupaba a Durkheim, en primer lugar, analizar la distribución geográfica tratando de verificar la relación que se daría entre índice de suicidios y adscripción religiosa. Así observaba que en los países de tradición católica era más bajo ese indicador que en los de confesión protestante. ¿A qué podía deberse dicha correlación?
La explicación, decía Durkheim, no puede proceder del distinto grado de condena que el suicidio provoque en ambos credos, pues catolicismo y protestantismo lo sancionan sin más. La solución proviene de las diferencias en la organización social de las Iglesias. La disparidad fundamental procede de la promoción protestante del libre examen, del individualismo sin ataduras. Por el contrario, el catolicismo se organiza en torno a la comunidad, en torno a una jerarquía tradicional cuya autoridad se expresa en el dogma, en la regulación colectiva sobre el creyente. El protestante se encuentra a solas con Dios: como dice Durkheim, “lo mismo que los fieles, el ministro no dispone de otra fuente que él mismo y su conciencia”, lo que se traduce en que las confesiones protestantes tengan “un integración menos firme” que el catolicismo.
De todo ello infiere el sociólogo que la cuota de suicidios depende estrechamente del grado de integración (es decir, del nivel de dependencia y de relación, de obligación para con otros) y del grado de regulación (esto es, del nivel de coerción y de restricción que los ministros de la Iglesia tienen sobre los creyentes). Así, en principio, sería menor el índice de suicidios entre los católicos casados, con trabajo y con un cierto número de hijos.
Durkheim estableció básicamente tres tipos de suicidio. Tendríamos, en primer lugar, el egoísta, resultado de una ‘solidaridad insuficiente’, el propio de quien no se siente atado a una colectividad que le defrauda, el propio de aquel individuo que se ve abandonado a sus propias fuerzas sin fuentes de apoyo socialmente estructuradas, cosa que le hace irresponsable: “el yo individual se afirma con exceso frente al yo social y a expensas de este último”. Tendríamos, en segundo término, el suicidio altruista, característico de quien se siente tan integrado en su comunidad que da la vida por sus prójimos, característico de las sociedades tradicionales con fuerte implantación de la conciencia colectiva. Tendríamos, en fin, el suicidio anómico, que es el que practica quien experimenta una falta total de normas, de valores, el que practica quien nota una falta de reglamentación moral. En cualquiera de los casos, el suicidio lo pensó como hecho social, como algo que es comprensible exteriormente, más allá de la disposición individual, de los impulsos y designios de quien se arrebata la vida. Así, Durkheim observaba que la asiduidad de los suicidas suele acrecentarse en aquellas circunstancias en que menores compromisos sociales, laborales, familiares tenga a su cargo el sujeto o cuando menor sea la restricción colectiva, el freno que recaiga sobre él.
El sociólogo francés no habló –no pudo hablar– del suicidio en la sociedad islámica. Menos aún pudo hacerlo sin conocer de cerca qué pasa cuando fracasa la secularización: cuando ese proceso de adaptación laica o aconfesional son reemplazados por una islamización que ataca todo principio de modernidad.
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3. Un artículo sobre el islamismo en el Magreb. Prosa torturada, error y prejuicio del autor: Rafael L. Bardaji: Al Qaida a las puertas.
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4. 14 de abril…
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5. Lo que falta cuando se hace turismo cultural en Valencia:
artículo de JS en Levante-Emv, 13 de abril de 2007



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