En Francia sigue la disputa final entre los candidatos que aspiran a la Presidencia de la República. Leo en un despacho de la Agencia Efe que el centrismo es el reclamo que ambos contendientes predican, necesitados de los votos que logró François Bayrou. Tal vez por ese centrismo desesperado que los aspirantes necesitan es por lo que se cometen o se dicen más pavadas de las habituales. Una de las últimas se la atribuyen a Nicolas Sarkozy, en concreto en el mitin que diera en París el pasado domingo. Del centrismo pasó ya, directamente, al antisesentayochismo, nada nuevo, en el fondo: es una vitola corriente con la que los conservadores franceses envuelven sus productos y mercancías. En efecto, una de las monsergas con las que éstos o los viejos izquierdistas dan la lata es con Mayo del 68: con su condena, con su repudio. Si un oyente despistado o un lector confuso o un asistente desorientado atendieran sin contexto a las palabras que este domingo pronunció Nicolas Sarkozy, creerían estar en 1969 o en 1970.
El candidato francés culpó a la herencia de Mayo del 68 de todos los males, leo en El Periódico: «de la imposición del «relativismo intelectual y moral», que no establecía «ninguna diferencia entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso» y proclamaba que «todo estaba permitido»; de la liquidación de la escuela, «que transmitía una cultura común y una moral compartida»; y de la introducción del «cinismo en la sociedad y en la política». Llegó a atribuir al Mayo del 68 «el culto al rey dinero, a los beneficios a corto plazo, a la especulación» y las «derivas del capitalismo financiero»…» Pero no acabaron ahí sus invectivas contra los opositores, en este caso, contra la izquierda. Las críticas al Mayo del 68 le sirvieron para denunciar la «hipocresía» de la izquierda en su relación con los trabajadores, los delincuentes, la policía o los okupas. «Toman sistemáticamente partido por los gamberros, los que destrozan y los defraudadores contra la policía», leo en El Periódico.
Ese argumento de quien fuera ministro del Interior es frecuente y ha calado entre muchos comentaristas. Dos años atrás, por ejemplo, cuando estallaba la revuelta incendiaria de los barrios, José Antonio Zarzalejos dictaminaba en Abc: «Lo que sucede en Francia es una revolución nihilista que, casi por definición, consiste en un desafío a los valores y a los códigos de la civilización». Por dejación, nuestros vecinos habrían actuado con irresponsabilidad durante décadas no atendiendo moralmente a los hijos de los inmigrantes, no transmitiéndoles criterios, normas. «Porque podría resultar que hayamos querido ‘lavar’ nuestra conciencia con aportaciones materiales pero sin transmitir a los inmigrantes nuestras creencias que, sin vigencia entre nosotros, han sido suplantadas por las más sólidas de islam o, como quizá ha ocurrido en Francia, por el vacío más absoluto». Como era previsible, ese artículo se titulaba La revolución nihilista. Esa expresión rehabilitada ha cobrado gran relieve desde hace unos años y con ella numerosos periodistas e intelectuales conservadores tratan diagnosticar muchas cosas a la vez.
En ocasiones, el nihilismo se achaca a la Francia sesentayochista, con sus ramalazos izquierdistas; otras veces, al posmodernismo; otras, finalmente, al terrorismo islamista. Fíjense qué mezcla más interesante. Calificar de nihilista al 68 (y por extensión a toda la izquierda), como podemos hacer parafraseando a Sarkozy, serviría para atacar su presunto «relativismo intelectual y moral», ese que no establece «ninguna diferencia entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso» y proclama que «todo está permitido». ¿Es así? ¿Ségolèn Royal expresa un sesentayochismo contumaz? ¿Hay alguien que crea eso? Pero, a la vez, etiquetar con el nihilismo a los islamistas –como también se ha hecho desde el conservadurismo– es identificar a unos fervorosos creyentes –los más fervientes, desde luego— con la vitola de la incredulidad, lo cual es una contradicción, una incongruencia. Así lo ha sabido ver Ian Buruma en el ensayo que dedica a la muerte de Theo van Gogh: Asesinato en Ámsterdam. Lo dice expresamente: ¡cómo vamos a llamar nihilista a quien está dispuesto a sacrificar y a sacrificarse por unas ideas fundadas en una creencia absoluta!
El principal responsable de la rehabilitación peyorativa de ese vocablo, de la voz nihilismo, es André Glucksmann. Ya lo dije tiempo atrás, pero ahora vuelvo sobre ello. En Dostoievski en Manhattan y en Occidente contra Occidente, Glucksmann adoptó la tesis del nihilismo como clave interpretativa de las acciones mortíferas emprendidas por los radicales islamistas. Para cualquier lector avisado, el nihilismo remite a Nietzsche, a su crítica absoluta de todos los valores en los que se empeñan en creer los humanos. André Glucksmann califica de nihilista al terrorista suicida que provoca daños indiscriminados y apocalípticos, pero no lo hace en el sentido exacto que apreciamos en Nietzsche, sino en la acepción que tuvo en la Rusia del Ochocientos. En abierto contraste con la actitud de los populistas que les llevaba a prestar su confianza a la acción espontánea de las masas, los nihilistas se vieron como una elite que se contraponía a la multitud pasiva que sería incapaz de rebelarse. Proclamaron la emancipación de cada uno, o sea, la formación de caracteres fuertes e independientes—críticamente pensantes–, capaces de expresar todo su amargo desprecio a la burguesía. Insistieron en la rebelión de una vanguardia, en la tarea política de la minoría ilustrada presta a pasar a la acción, a la acción terrorista expresiva. “La suficiencia terrorista”, dice Glucksmann en Occidente contra Occidente, “adopta una visión panorámica de los seres y de las cosas, del pasado y del futuro. Sobrevuela el transcurso de un tiempo del que ya no espera nada”.
Qué contradictorio, qué incongruencia. Lo curioso es que este Gluckmann que predica con tanto fervor la llegada del nihilismo, que adjudica esa etiqueta a tanto creyente fervoroso y mortífero, es un antiguo sesentayochista que ahora apuesta por Sarkozy y que el propio candidato presentó en su mitin parisino. Gluckmann es, en efecto, uno de los intelectuales galos que ha hecho campaña por el aspirante a la Presidencia, persuadido de que es el candidato de la apertura.
“En mi vida adulta”, leo en la autobiografía de Glucksmann (Una rabieta infantil), “una de las cosas que más siento fue haber participado por poco tiempo en los favores demasiado desprovistos de críticas que la Francia política reservaba a la persona de Mao Zedong”. La sintaxis es deliberadamente confusa y expresa de manera retorcida la pena que el autor siente por haber sido maoísta, pero expresa también un reproche que él dirige a Francia: a la colectividad que se habría declarado maoísta. El maoísmo fue en los años setenta una corriente importante del radicalismo francés, pero fue algo paradójica y verdaderamente salvífico: mientras en otros países el izquierdismo posterior al 68 llevaba al terrorismo, en Francia el maoísmo no adoptó la deriva violenta. Nunca he tenido la menor simpatía por el maoísmo ni tampoco he experimentado una nostalgia retrospectiva por aquel movimiento estudiantil. Pero creo que hay que resaltar esta virtud insólita del sesentayochismo francés: el maoísmo galo frenó la deriva terrorista. En su autobiografía, Glucksmann no es nada ecuánime con los herederos franceses de la revuelta de Mayo. Sólo habla de sí mismo y de su descubrimiento de la verdad antisesentayochista. Si leen ese texto podrán apreciar el tono airado que caracteriza al escritor, el imposible ajuste de cuentas con Mayo. El problema como también el de otros antiguos izquierdistas es que confunden sus avances personales y sus logros autobiográficos con los progresos de la civilización. Para Gluckmann, el 68 estuvo bien cuando ocurrió, pues según leo en Una rabieta infantil fue “un acontecimiento feliz pero volátil”. Desde luego no es eso lo que sostiene su discípulo Sarkozy.
2. Hemeroteca
Días después de escrito y publicado mi post, veo que Manuel Rivas aborda la misma cuestión en su columna de los sábados: Mayo 68. Joaquín Estefanía, también. Finalmente, Arcadi Espada incurre…

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