1. Dios y nosotros. Hay días en que nada te apetece, en que la simple observación de los periódicos te produce hastío y sensación de repetición, de entrega o servidumbre. Es tan evidente la realidad que transmiten los medios; es tan previsible el mundo que describen los reporteros… En vez de escribir larga, extensamente, hoy prefiero leer (¿y cuándo no prefiero leer?): esa impresión de aprendizaje y silencio, de asimilación y estudio. Leía ayer el volumencito Introducción a la psicopatología; y anteayer acababa el librito de Ian Buruma y Avishai Margalit dedicado a examinar el Occidentalismo; y tres días atrás regresaba a ese breviario de George Steiner titulado Nostalgia del absoluto: la concesión de un galardón por parte de Javier Marías al erudito nacido en París era el acicate (VII Premio Reino de Redonda). Vacío o hueco que rellenan creencias variopintas e insólitas, sistemas de gran aparato racional; oquedad que cubren nuevas fidelidades trascendentales y triviales. I want to believe!
Hoy, leo la nueva obra de Victoria Camps y Amelia Valcárcel. El título –prometedor– se las trae: Hablemos de Dios. Me doy cuenta de lo que hay de común en dichas lecturas aparentemente incongruentes o contradictorias: el peso, el papel de lo religioso en nuestras vidas, ese delirio de trascendencia que puede llegar a ser una psicosis dañina, justamente algo de lo que les estoy hablando a mis alumnos al tratar a Sigmund Freud. No sé. Vengo leyendo textos sobre Dios que se deben a agnósticos reconocidos (Victoria Camps, por ejemplo) o a ateos empeñosos (Fernando Savater, del que escribí una reseña en Ojos de Papel que ahora figura en el primer puesto del top ten de La vida eterna), y me veo disfrutando de literatura fantástica, como Borges decía maliciosamente. Pero me veo interesándome en la apolegética católica que ahora cobra dimensiones neoconservadoras e inquietantes en una editorial pujante: Ciudadela. Así se llama, nada menos. El bastión de las verdades, el dique de la increencia, el freno del relativismo. Le debo estos detalle editoriales a Alejandro Lillo, que me tiene al día de las insólitas novedades que estos militantes publican. Es hasta probable que lea alguno de estos opúsculos: ¡tanto es mi interés por la literatura fantástica! De momento, me resigno a volver a Camps y a Valcárcel: es el único modo de abordar razonable y racionalmente esa figura omnipotente y omnisciente que es Dios. ¡Estoy tan ricamente, en el cielo! Les tendré informados de lo que ambas filósofas me digan. El espejismo de Dios, de Richard Dawkins, lo dejo para otro día. Aún no es recomendable: tantos libros para alternar con Dios me pueden provocar visiones teologales.
Si lees estas cosas –me escribe alguien que no me conoce bien–, es porque eres una persona religiosa. Sacaré de un error a este corresponsal, aunque lo que yo crea es, por supuesto, secundario y escasamente interesante. En todo caso, para responder me valdré de Borges. «Los católicos creen en un mundo ultraterreno, pero he notado que no se interesan por él», decía. «Conmigo ocurre lo contrario; me interesa y no creo», apostillaba el argentino. A mí no me interesa especialmente la vida eterna –esa de la que trata Savater en su última obra–, ni tampoco creo. ¿Entonces? Lo que de verdad me preocupa es la vida sublunar, una existencia para la que no hay respuesta (así lo pienso) y a la que hay que fundamentar y organizar aceptablemente. Por eso, ha de interesarnos la ética, el establecimiento de unos supuestos morales inmanentes a los que atenerse. Pues bien, eso es lo que Victoria Camps y Amelia Valcárcel tratan en su libro con gran finura.
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2. Hemeroteca.


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