En 1994, Encarna García Monerris y yo publicamos un libro titulado La crisis del Antiguo Régimen y los absolutismos. Era una obra de síntesis centrada en la experiencia prusiana y francesa especialmente. Al final de aquel volumen incorporábamos textos de autores del Setecientos, textos que analizábamos para ilustración didáctica de los lectores. Entre los escritores reproducidos estaba Joseph de Maistre, sin duda uno de los reaccionarios más excelsos que jamás hayan existido. Por ejemplo, leer sus Consideraciones sobre Francia (1796) es un antídoto contra las ilusiones del iluminismo, una cura de todo mito moderno. Los buenos reaccionarios tienen una clarividencia especial, insistíamos en aquel volumen de 1994.
Perdonen la cita literal, pero creo que debo reproducirla. En los mejores reaccionarios — indicábamos– destaca su perspicacia: esa capacidad pesimista para sentirse a disgusto con su época y con aquello que se nos promete. A partir de esa desazón, y frente al optimismo progresista, un reaccionario como De Maistre es capaz de subrayar el ilusionismo y el escaso realismo de las abstracciones ilustradas y revolucionarias… Citábamos a E. M. Cioran y a Isaiah Berlin, dos autores que estando alejados del ilustre reaccionario le dedicaron sendos ensayos para celebrar su penetración analítica y su escepticismo antimoderno. Desde luego, ni entonces ni ahora se trata de profesar el pensamiento reaccionario, generalmente nostálgico, anhelante de un mundo perdido. De lo que se trata es de aprender de su realismo crítico frente a la Modernidad a la que pertenecemos.
Ahora, trece años después, acabo de leer un volumen de John Gray titulado Contra el progreso y otras ilusiones, un libro que les recomiendo vivamente, incluso para pelearse con el autor. Es una recopilación de ensayos que llegan hasta 2003, ensayos agrupados en dos partes. En la primera, Gray arremete contra el ilusionismo tecnológico; contra la creencia de que el conocimiento acabará solucionando nuestros problemas; contra la convicción de que la ciencia dictaminará y resolverá nuestras cuestiones morales. En la segunda parte, el autor embiste contra el ilusionismo de los neoconservadores a la hora de concebir el arreglo tras el 11-S, contra la idea de que moral y política son lo mismo, confusión que sirve para desechar las formas tradicionales de la diplomacia en el conflicto de Irak mientras en realidad se persigue el dominio sobre el crudo.
En algún capítulo, Gray cita expresamente el realismo y la perspicacia de Joseph de Maistre frente a los jacobinos, y lo invoca precisamente para criticar con severidad a esos nuevos jacobinos que son los neocons, dispuestos a remodelar el mapa y a exportar la democracia mientras por otro lado destruyen el Estado iraquí, con las graves consecuencias que conocemos. Lo significativo de los juicios de Gray es que están hechos antes del estallido de la guerra de Irak o en los primeros meses: prácticamente todos su vaticinios se cumplen uno a uno con una fidelidad asombrosa. En realidad, el autor puede expresarse así porque es un escéptico, alguien completamente ajeno a la idea de perfectibilidad humana. Seguramente, su diatriba contra el progreso es inmoderada (y cómo no iba a serlo en alguien que admira a De Maistre), pero a la vez no le falta razón: es indudable –dice– que hay avances materiales y científicos, pero hacer analogía con la moral es un error. No hay progreso moral, señala: en cualquier momento se pierden las conquistas. Por supuesto tiene razón en este escepticismo, pero yo discutiría su idea de que en nada se avanza moralmente: es cierto que no puede desecharse el mal de la faz de la tierra, como Gray insiste, pero la simple percepción de ciertas prácticas como perversas o execrables es un logro que no se pierde.
En todo caso, lo relevante en este autor es el esfuerzo de pensar más allá de los tópicos, de las etiquetas, de los mitos que nos constituyen, aunque con los resultados de ese esfuerzo no siempre podamos estar de acuerdo. Lo curioso de John Gray es, además, su trayectoria. El otro día, en este mismo blog, yo hablaba del significativo tránsito que se suele dar entre ciertos pensadores radicales de izquierdas, que acaban en pensadores radicales de derechas. En la bitácora de Mujer-Pez (a su vez, uno de los nicks más activos de blog de Arcadi Espada), se me criticaba por ello, por ese diagnóstico que tantos comparten. Ahora, sin embargo, quiero plantearles a todos ustedes un caso inverso. El de John Gray, precisamente.
¿Se puede ser liberal y, a un tiempo, poner peros a algunas de sus inconsistencias? ¿Se puede predicar el individualismo y, a la vez, defender lo comunitario e incluso el Estado como garante de la vida pacífica? O, al menos, ¿se puede reivindicar la existencia previa e incondicionada del individuo y, al mismo tiempo, exigir un espacio hospitalario e instituciones que le den cobijo?
Desde hace veinte años, eso es lo que intenta hacer John Gray, alguien que empezó siendo estrictamente liberal, thatcheriano, para después distanciarse de dicha ortodoxia política. Tal vez le ayudó ser discípulo de Isaiah Berlin, sobre quien precisamente escribió un ensayo polémico en el que resaltaba el liberalismo agonístico y trágico de su maestro. En la trayectoria de Gray hay voluntad de reflexión y de polémica y, desde luego, no siempre acierta con sus juicios. Ya lo he dicho: John Gray fue en los años ochenta un simpatizante del liberalismo. Por razones biográficas que ignoro y que tampoco quiero averiguar, este autor acabó definiéndose antithatcherista. Leí de él Liberalismo (1989) cuando nuestro autor aún era seguidor de esta corriente, y leí después Postrimerías e inicios. Ideas para un cambio de época (1997), una obra en la que me sorprendió como laborista de nuevo cuño.
Los libros que después ha publicado –algunos de los cuales he leído– extreman ese giro hasta hacer de él un crítico durísimo de la nueva derecha e incluso del laborismo de Blair: tanto que, incluso, lo arriman a un radicalismo antiliberal, anticonservador y antilaborista obsesivo. Resulta agotadora su crítica (por reiterativa), pero no por ello es menos interesante su lectura. Salvando las distancias, es como E. M. Cioran, el otro admirador de Joseph de Maistre: no es preciso estar de acuerdo con ellos, pero de vez en cuando conviene frecuentar a autores así para oxigenarse o para aturdirse, para hacer autocrítica de aquello en lo que creemos o de aquello que ni siquiera percibimos (de tan obvio que nos resulta).
Verán, un autor como Gray que, así, por principio, crítica el progreso no despierta simpatía, ya lo sé. No añoramos un regreso rousseauniano a una comunidad prístina u originaria. Aunque, si lo pensamos bien, podemos hacer una crítica del progreso, del industrialismo, de nuestro consumismo, sin por eso proclamar una vuelta a un pasado imposible y felizmente desaparecido. En Gray no hay anhelo de Rousseau, pero sí que hay una crítica de la Ilustración. En esto, como en otras cosas, se parece a Isaiah Berlin, a E. M. Cioran: de la Contrailustración aprendemos a objetar, aunque sea en negativo, por supuesto.
Insisto y acabo. Los reaccionarios no son simplemente desechables: muchos, los más sutiles, tienen una perspicacia singular, la de aquellos a quienes el presente les incomoda. No vivimos en el mejor de los mundos posibles: más aún, estamos rodeados de ídolos, de mitos, de evidencias de sentido común que nublan nuestra percepción. Los reaccionarios o, si quieren, los contrailustrados nos fuerzan a interrogarnos. Gray opera así, como un ilustre reaccionario de estirpe liberal que deplora nuestras ilusiones modernas: las liberales, las neoconservadoras, las de izquierdas.


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