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Si te dicen que el idioma común está en peligro, la pregunta es desde cuándo. Si te señalan –como hace Félix de Azúa— que no hay posibilidades de ejercer los derechos individuales, la pregunta es igualmente desde cuándo. Si la urgencia es tan palmaria y evidente, la pregunta es por qué hay gente que no lo firma. ¿Por qué, por ejemplo, el director de la Real Academia se desentiende? ¿Por miopía, por ceguera, por venalidad, por cobardía… o por distancia institucional? ¿Y los otros intelectuales que desconfían de la iniciativa de El Mundo, una iniciativa que empezó siendo una campaña de Unión, Progreso y Democracia? Las colusiones político-periodísticas siempre han de despertarnos la suspicacia, porque son fruto de sociedades de apoyo mutuos, de intereses comunes, generalmente materiales. Si tan española era la necesidad de reivindicar esa lengua común, ¿por qué una sola formación nacional tomó la iniciativa? ¿Por la molicie institucional de los restantes partidos?
En el caso de que pudiera interpretarse así, la legislación catalana no sería más opresiva de lo que pudo ser en origen y, en todo caso, la lengua vehicular –sea la que sea– no garantiza su conocimiento. Ése es el problema principal que tienen que enfrentar tantos profesores desengañados: justamente al comprobar el escaso dominio verbal –simplemente verbal– de tantos discentes. Como tampoco se garantiza el conocimiento de la lengua común o adyacente con unas pocas horas de enseñanza semanales. Ése es el otro gran problema que no se arregla fácilmente. ¿O es que, acaso, se piensa que con unos minutillos semanales aprende uno a manejarse en un idioma? Es como el caso de Educación para la Ciudadanía, asignatura probablemente necesaria y bienintencionada que no garantizará, desde luego, un aumento sensible del civismo si esa lección no se refuerza con el activismo familiar y exactamente ciudadano.
Lo único que potencia una lengua es su uso sistemático, su uso correcto, su uso literario y esmerado, con vergüenza torera, queriendo hacer y decir las cosas bien, incluso muy bien. Lo único que garantiza su mejora y crecimiento –no sé si en número pero sí en calidad– es la lectura: la lectura pero también la escritura, la oratoria, la declamación. «Entone, Gutiérrez…», decía el viejo maestro. Lo único que permite pasar de una lengua a otra es la formación y, sobre todo, vivir ambos idiomas como un patrimonio, no común, sino personal, del que valerse, un instrumento de autocreación: una autocreación que, siempre, necesitará comunidades lingüísticas que hagan factible la comunicación. ¿Que hay, que puede haber iniciativas legales de dudosa constitucionalidad? Combátanse. ¿Que hay mandatarios que sueñan con comunidades monolingües? Retírenles el apoyo electoral.
Yo no creo, sin embargo, que la lengua vehicular sea lo determinante del conocimiento: no es irrelevante, pero tampoco es determinante. Por otra parte, mi experiencia como castellanoparlante me muestra una y otra vez la generosidad y la tolerancia con que me tratan los catalanoparlantes de mi tierra, muchos de los cuales se pasan inmediatamente a nuestra lengua común cuando no deberían hacerlo porque saben que les entiendo perfectamente y que si no me expreso diariamente en su lengua es por pereza o por vergüenza idiomática: sólo hablo aceptablemente el castellano; nada más. En fin. Pero, dicho esto, lo que me sorprende de tantas y tantas declaraciones de intelectuales reconocidos o sobrevenidos que se pronuncian sobre este Manifiesto –y que recoge El Cultural— es la profunda ignorancia que muchos de ellos demuestran, pareciéndose en esto a los políticos de campanario: el presente no es como el que ellos sueñan o desean; es un presente menos exasperado, una circunstancia ordinaria en la que la gente se expresa con libertad, con liberalidad, sabiendo que, en poco tiempo, la lengua común quizá acabe siendo el inglés… O el chino.
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2. Los intelectuales contra Berlusconi (6 de julio de 2008). Los manifiestos de intelectuales sirven para afear la conducta al poder o para adular a sus representantes, pero sobre todo sirven para acercar a sus firmantes, para sentir la cercanía de quienes dicen compartir nuestra causa. Nos sabemos fiscales. Encausamos, pues. Los males de la Patria lo merecen. Es por eso por lo que la retórica expresiva de los manifiestos –a derecha o a izquierda– suele ser muy común y un punto altisonante: la Patria o los Ciudadanos están en peligro o adormecidos; esta pequeña iniciativa removerá las conciencias dejando en evidencia a los traidores o a los cómodos o a las cobardes; y apartará los últimos obstáculos legales que nos impiden vivir en el país que queremos. Pero concretemos: de un discurso político redactado por un filósofo o por un literato esperamos encontrar finura analítica, morigeración. Deben saber que un texto no es sólo un texto: es también el efecto que ocasiona y, sobre todo, el modo en que es leído, interpretado o reinterpretado con significaciones sobreañadidas.
Por eso, no debe extrañarnos que ciertos firmantes se alarmen al comprobar las consecuencias o los usos de la letra suscrita: no debe extrañarnos que se apeen. Los intelectuales no son especies sin ataduras, sujetos volátiles, sin lazos. Son incluso demasiado humanos. Es por eso por lo que un manifiesto puede tomarse como un tónico de la voluntad alicaída, como un refuerzo mutuo de confianza y autoestima, muletas o muletillas en las que se suelen apoyar autores o creadores que quieren hacer valer sus conciencias dengosas: es una causa común defendida y proclamada por quienes se sienten solidarios y lo toman como un murete frente a la acometida; y es también el momento de la exaltación hiperbólica y de la exageración que deforma. Un manifiesto es un cuento moral en el que lo malo y lo bueno simplifican inevitablemente las cosas, pues sirve aquél para aclarar cada jornada, para determinar qué es lo perverso, para diagnosticar superficialmente sus daños y para prescribir remedios.
El pasado sábado 4 de julio, Félix de Azúa fue entrevistado por el diario El Mundo como uno de los dieciocho promotores del Manifiesto. Sostenía la tesis de que el texto es una defensa de los derechos individuales. Después de admitir esto, el entrevistado, que es un intelectual de postín y columnista ocasionalmente brillante y siempre tajante, concluía: «Soy profundamente pesimista y creo que el país se encamina a una situación similar a la de Sicilia y Nápoles. El Gobierno no está dispuesto a que la realidad le estropee la siesta. Ni los negocios. Cada vez nos acercamos más a su modelo ideal: la Italia de Berlusconi».
Estupor. La descripción y el análisis de Féliz de Azúa me produjeron estupor. ¿Se puede decir algo tan hiperbólico y tan dañino? España se va asemejando a Sicilia y a Nápoles, señala. Decir algo así es ignorar qué sucede en Nápoles, por ejemplo, lugar en el que el imperio de la ley ha desaparecido o tiende a desaparecer, espacio en el que los ciudadanos honrados se resignan al gobierno del camorrismo, a la colusión delictiva. ¿Son comparables San Sebastián y Nápoles? ¿Acaso lo único que las diferencia es el grado de refinamiento o el colmo de las basuras? Que la vida cotidiana en el País Vasco pueda ser insufrible para muchos ciudadanos es algo objetivo y deplorable, algo que debe ser cambiado, evitado, corregido. ¿Con qué instrumentos? Con la ley, por supuesto; pero también con la actitud solidaria de los vecinos: uno no puede desentenderse. Sí, ya sé que es fácil decir esto desde el Mediterráneo, pero que yo pudiera obrar cobardemente si me viera en dicha circunstancia no quita para que ambas cosas (la ley y la solidaridad vecinal) sean los instrumentos. ¿Y la España de este Gobierno tiene como modelo ideal la Italia de Berlusconi? ¿Pero por qué se expresa así un exasperado Félix de Azúa?

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