Llega el 23 de abril y, como siempre, festejamos el libro. Es una excusa para fascinarnos otra vez con la imaginación, con el relleno sublime o con la multiplicación literaria, con la sustitución de lo que hay, esa realidad que siempre nos decepciona o nos hostiga. Tengo el honor de poder hablarles de Colomba (2003), una novela de Dacia Maraini que reúne muchas de las virtudes que la han hecho célebre como escritora, como mujer escritora. Pero yo no tendré el atrevimiento de analizar una trayectoria literaria tan vasta. Sólo quiero hablarles como lector. ¿Como lector común? El lector común, dice Virginia Woolf en un ensayo homónimo, “difiere del crítico y del académico. Está peor educado, y la naturaleza no lo ha dotado tan generosamente. Lee por placer más que para impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas. Le guía sobre todo un instinto de crear por sí mismo, a partir de lo que llega sus manos, una especie de unidad –un retrato de un hombre, un bosquejo de una época, una teoría del arte de la escritura–. Nunca cesa, mientras lee, de levantar un entramado tambaleante y destartalado que le dará la satisfacción temporal de asemejarse al objeto auténtico lo suficiente para permitirse el afecto, la risa y la discusión. Apresurado, impreciso y superficial…”
Quizá yo sea ese lector apresurado, impreciso y superficial de una obra, Colomba, que tiene los valores justamente contrarios: la demora, la precisión, la profundidad. Una historia que dura décadas y décadas, que trata de numerosos personajes con rasgos tan diferentes, que detalla circunstancias históricas de la Italia contemporánea. Pero es también Colomba una historia que tiene una fuerte carga simbólica: es un centón de metáforas milenarias que se reescriben una y otra vez. En principio soy, pues, un lector inadecuado para esta obra: no dispongo de la competencia del filólogo. Soy historiador, propiamente historiador cultural, pero no por ello mi lectura será académica.
¿Cómo debería leerse un libro?, se pregunta Virginia Woolf en El lector común. “El único consejo, de verdad, que una persona puede dar a otra acerca de la lectura es que no se deje aconsejar, que siga su propio instinto, que utilice su sentido común, que llegue a sus propias conclusiones”. No deberíamos, pues, dejar entrar a las autoridades literarias para que nos digan o impongan “cómo leer, qué leer, qué valor dar a lo que leemos”. Si consentimos, se destruirá “el espíritu de libertad que se respira en esos santuarios” (en las bibliotecas). “En cualquier otra parte nos pueden atar leyes y convenciones; ahí no tenemos ninguna”. Pero, a la vez, hemos de contenernos: leer sin derrochar nuestras capacidades. Como hace un buen escritor: ordenando sus habilidades.
En las novelas no me interesa rastrear los hechos referenciales que los autores incorporan, no me interesa sopesar cuánta verdad histórica hay en una ficción. Me interesa más bien acudir a la obra como si esta fuera un documento que contiene toda la información que yo preciso. O, como decía Umberto Eco en Seis paseos por los bosques narrativos, en unos centenares de páginas está todo lo que de esa novela vamos a saber, todo lo que necesitamos saber: ese mundo está allí y los datos que se nos proporcionan también están allí. Lo que yo pueda saber de antemano es un hecho de un mundo externo: la novela no es calco ni mera reproducción de ese hecho. Por tanto, cuando leo una ficción, lo que busco es un texto que me informa y me niega información, que me documenta sobre sí mismo, proporcionándome los materiales de ese mundo que siempre es interno. Ni más ni menos.
Al margen de lo que sepa de antemano, yo quiero leer una novela como si fuera un documento parcial, fragmentario, subjetivo, sesgado, el único documento que me permite acceder a ese mundo interno. Imaginen a un historiador que quisiera conocer el espacio de los Abruzos que se relata en Colomba e imaginen que no pudiera informarse por otros medios. Entonces debería analizar cada dato de la novela con el detalle y la minuciosidad con que he de leer Madame Bovary: aquella Francia sólo existe en la obra de Gustave Flaubert. Sería improcedente o impertinente que yo tratara de evaluar dicha obra en función del caudal referencial. La Francia que crea Flaubert es vagamente parecida a la Francia histórica que detallan los historiadores a partir de las fuentes, pero lo que le da valor a dicha obra no es ese parecido, sino el hecho de ser una reelaboración completa del mundo externo.
Por tanto y volviendo a Virginia Woolf, yo he leído Colomba como un lector común que a la vez mira como un historiador cultural, con la misma sorpresa y misterio con que observo todo documento, literario o no. En este sentido me tomo Colomba como cualquier otro producto de la cultura. No es evidente ni transparente, no accedo a su significado unívoco, ni el narrador es dueño y señor que me diga todo lo que he de saber. En realidad, Colomba, que está relatada en tercera persona por un narrador omnisciente que todo lo sabe, es a la vez la imposibilidad de contar al modo naturalista. El escritor del Ochocientos podía saber todo de todos los personajes, de su pasado, de su presente, de lo venidero. En cambio, Colomba está escrita sabiendo la autora que ya no es posible el naturalismo, que la omnisciencia está limitada por el punto de vista y, sobre todo, por lo que los personajes dicen o quieren decir, por lo que de ellos se puede decir. Al modo pirandelliano. A pesar de emplear ese expediente, la autora sabe que el hecho de escribir y el hecho de narrar acaban dependiendo de lo que se sabe o no se sabe.
Decía Clifford Geertz que la cultura es una especie de “manuscrito extranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias, sospechosas enmiendas y de comentarios tendenciosos”. De espacios vacíos, añadiríamos. Las novelas son eso precisamente: los autores nos tienden todo tipo de trampas, dejan huecos o sobreentendidos que deberemos rellenar y las escriben en un contexto cultural que no es necesariamente el de los lectores. Necesitamos que nos informen, que nos cuenten, que nos detallen y precisen, pero quien ha de hacerlo –la donna dai capelli corti, en este caso—no sabe gran cosa y su averiguación es nuestra pesquisa. De principio a fin, estos aspectos –que son centrales en la narrativa del Novecientos— están presentes en Colomba: hay que contar, pero eso que se cuenta necesita un escritor, en este caso una escritora renuente, llena de dudas. Necesita un buen motivo, el secuestro de una joven muchacha en un bosque de los Abruzos, en vez de lo que en principio parece más relevante: Auschwitz. Necesita un relator, un narrador omnisciente, en este caso alguien que avanza a tientas, fragmentariamente, a partir de testimonios de una informante: Zaira, la abuela de la desaparecida.
Les estoy hablando de una obra que ha sido muy bien acogida por el público y por la crítica, que ha vendido miles y miles de ejemplares, que ha logrado interesar a públicos que, en principio, no estaban interesados por una historia que transcurre entre los Abruzos y Turín. Que un lector interesado en un tema se dirija a una novela que aborda dicho tema, compartiendo ese interés, no prueba la calidad de la obra. En cambio, que una audiencia ajena se preocupe por una historia que no le afecta, hallando en ella aspectos y conmociones que finalmente le conciernen, es un éxito: una consumación propiamente literaria. Que un lector informado complete los espacios vacíos de una novela ambientada en un tiempo y en un espacio determinados tampoco es síntoma de bondad creativa. En cambio, que un público distante sea capaz de rellenar con la imaginación lo no dicho por el novelista también es un éxito: hace comprensible una historia que, a la postre, es universal. Así sucede con Colomba.
En lo real, las cosas siempre acaban mal, incluso muy mal. La muerte de los otros, de los antepasados, de los contemporáneos es la única certeza que tenemos para constatar lo que puede sucedernos, lo que de hecho va a sucedernos. Las enfermedades nos limitan, nos cercenan. Muertes y dolencias: frente a ellas buscamos todo tipo de antídotos, de estupefacientes. Uno de éstos es, sin duda, la ficción. Con ella nos damos vida, enderezamos lo torcido o lo roto o lo feo. Nos reparamos o nos engañamos sublime y fantasiosamente con la ficción: como compensación, como rectificación. Esta tesis es suficientemente conocida: la defendió entre otros Sigmund Freud en algunos de sus ensayos. Por ejemplo, en El poeta y los sueños diurnos, un texto fechado en 1908. Nuestros seres queridos desaparecen; las catástrofes ocurren; hay muchachas que son secuestradas; en las guerras se mata y se muere, quedando un reguero de víctimas y de heridas; tenemos que apechugar con un pasado sin lustre, sin brillo, que ahí sigue, dañándonos. Lo real es una zona inhóspita, un lugar frecuentemente tenebroso.
Pero Freud le dio otra función a las ficciones. En un ensayo de 1915 titulado Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte hablaba de la existencia plural que nos da la imaginación. La vida siempre es alicorta, insuficiente: por eso nos multiplicamos con otras vidas potenciales. Si nos imaginamos otras existencias –y los narradores así lo hacen para nosotros— no es sólo porque aspiremos a enderezar fantasiosamente una realidad insatisfactoria, a sublimarla, sino también porque esas vidas potenciales nos sirven para compararnos, para evaluar nuestras acciones auténticas, el valor moral de nuestras elecciones. La donna dai capelli corti, que es la escritora que de la que aquí se nos cuenta el proceso de escritura y narración, fue niña y a su madre le pedía, le exigía: “Raccontami una storia, ma’ ”. Toda Colomba es eso precisamente: una historia-río que suma, añade, completa, yuxtapone historias que fluyen y que pueden relacionarse entre sí: como los afluentes de un río, en efecto. O como las ramas de un árbol que está en un bosque. Alguien cuenta esas historias y alguien ha de poner orden.
¿Qué relaciones se establecen entre los personajes y los novelistas? ¿En qué medida algo real, una cosa de tantas, deviene materia de investigación, de imaginación, de representación? Colomba, de Dacia Maraini, trata de esta cuestión eterna, de esta necesidad, de este enigma. ¿Un factor externo puede convertirse en objeto interno, en objeto de narración? Los personajes irrumpen en la vida de quienes escriben, estableciendo con dichas personas relaciones fantasiosas, invasoras, incluso dominantes. Es un estímulo externo o interno, pero es siempre un factor aparentemente incontrolable que introduce el caos en el orden previsible de la vida que se escribe.
Pero para que dicho personaje y sus historias se consumen, para que tengan sucesión y sentido, la persona real ha de tomar el mando, como un yo consciente que no se deja avasallar. Al menos aparentemente: quien escribe ha de dirigir esa relación. El personaje se convierte en objeto de narración, pero a la vez es fuente de narraciones previas que ahora se exhuman, historias que pueden o no ser congruentes, que pueden competir entre sí, que pueden desplazarse. Y eso es un trastorno que altera los pasados olvidados o inventados. ¿Son sueño o son realidad? Vivimos con historias propias y con episodios de hechos que sólo otros vivieron. Recibimos del pasado un patrimonio de existencias que son o devienen relatos, que se convierten en recuerdos más o menos fieles, más o menos fantasiosos. Esas vidas y relatos proceden de otro tiempo, pero es ahora cuando al contarse cambian a quien cuenta, a quien escribe y a quien lee.
Una parte fundamental de nuestra existencia no se cumple, no se materializa. La vivimos como sueño propiamente: como deseo o escenario futuro que jamás se realiza. ¿Material desechable? Del pasado propio o ajeno que no se realizó tal vez sólo quedan recuerdos o testimonios poco fiables, pues la parte esencial de lo vivido siempre permanece en la sombra: fue mucho el tiempo dedicado a la ensoñación, a la conjetura, a la invención. Debemos, pues, recrear ese mundo virtual con voces parciales, dudosas y necesarias que nos modifican al exhumarlas, sabiendo además que no nos dicen lo esencial. Y eso que nunca se plasma, que nunca llega a manifestarse, no desaparece: se aloja en ese interior provocando efectos de los que no siempre salimos indemnes. Es la maraña de lo censurado, de lo reprimido, de lo olvidado, propiamente de lo siniestro. Es un momento espectral que empieza con nuestra infancia, que se extiende a lo largo de la vida y con el que debemos contar. Debemos contar con ese factor espectral que nos mueve, en efecto; pero debemos contarlo, además. Esos ensueños o restos del pasado no consumado son historia potencial, nuestra historia virtual: habitada por fantasmas que reviven conforme son relatados, conforme hay alguien que los escribe, alguien que los hace propios sin garantías de certeza.
Toda la acción de Colomba, de Dacia Maraini, comienza en un bosque de los Abruzos. ¿Y qué sé yo de todo esto? No lo sé como lector, pero la novelista que nos lo va contar tampoco sabe gran cosa. Narrar es averiguar lo que no se sabe que se sabe: es inventar, invenire, hallar. El bosque es un motivo de arranque bien concreto, una referencia simbólica y un espacio real: una muchacha ha desaparecido internándose en el corazón de sus tinieblas. ¿Ha sido secuestrada? Pero el bosque es también un espacio metafórico que remite al origen de la Europa milenaria, a los cuentos que siglo tras siglo han llegado hasta nosotros. El bosque es el lugar natural de los cuentos: un individuo ha de adentrarse a través de su espesura, ha de aventurarse sobreponiéndose a sus miedos, identificando lo familiar, el sitio por el que podrá salir, escapar. Un bosque es la multiplicación de un caso y otro caso y otro caso: árboles que cierran la visión, un recinto azaroso y determinado, el lugar de la naturaleza salvaje que siempre nos hostiga. En Colomba, el bosque es también una espesura de historias que se enredan, de personajes que se cruzan, con itinerarios que vamos a ir descubriendo, con senderos que no sabemos dónde llevan, con amenazas ciertas. Hay ogros, hay sacamantecas. Y hay peripecias y argumento.
Pero esto no es lo fundamental. Pues, como decía José Ortega y Gasset, “no, no es el argumento lo que nos complace, no es la curiosidad por saber lo que va a pasar a Fulano lo que nos deleita. La prueba de ello está en que el argumento de toda novela se cuenta en muy pocas palabras, y entonces no nos interesa. Una narración somera no nos sabe: necesitamos que el autor se detenga y nos haga dar vueltas en torno a los personajes”. Dar vueltas en torno a los personajes. “Entonces nos complacemos al sentirnos impregnados y como saturados de ellos y de su ambiente, al percibirlo como viejos amigos habituales de quienes lo sabemos todo y al presentarse nos revelan toda la riqueza de sus vidas. Por esto es la novela un género esencialmente retardatario –como decía no sé si Goethe o Novalis–. Yo diría más: hoy es y tiene que ser un género moroso–, todo lo contrario, por tanto, que el cuento, el folletín y el melodrama”. Del cuento, del folletín y del melodrama se nutre Colomba, pero para superar esos géneros, para subsumirlos. “La táctica del autor”, apostilla Ortega, “ha de consistir en aislar al lector de su horizonte real y aprisionarlo en un pequeño horizonte hermético e imaginario que es el ámbito interior de la novela”. Ese bosque… ¿Cómo se sale de dicho boscaje literal y metafórico? ¿En qué condiciones regresan la autora y los lectores? Una biblioteca es como un bosque que pudiéramos observar, con sus distintas situaciones.
“¡Qué estimulante es la escena, ajena a sí misma, en su irrelevancia, su movimiento perpetuo”, dice Virginia Woolf. “Los potros galopando por el campo, la mujer llenado su cubo en el pozo, el burro cabeceando y emitiendo su larga y acre queja”, precisa. “La mayor parte de cualquier biblioteca no es más que el registro de semejantes momentos efímeros en las vidas de hombres, mujeres y burros”. E insiste: “toda literatura, cuando envejece, tiene su pila de desperdicios, su registro de momentos desvanecidos y vidas olvidadas contadas con acentos débiles y entrecortados que han perecido. Pero si nos abandonamos al placer de leer desperdicios quedaremos sorprendidos, es más, sobrecogidos por las reliquias de vida humana que se han desechado para que se pudran. Puede que sea una carta, pero ¡qué visión proporciona! Puede que sean unas pocas frases, pero ¡qué perspectivas evocan!”, admite.
Colomba es, precisamente, eso. Reúne géneros distintos, recoge diferentes testimonios y desmiente una a una las confusiones con que nos acercamos a los libros. Decía Virginia Woolf que exigimos “a la ficción que sea verdad, a la poesía que sea falsa, a la biografía que sea aduladora, a la historia que refuerce nuestros propios prejuicios”. En Colomba ocurre justamente lo contrario. Los distintos géneros y escrituras se consuman en una obra que no es falsa, que no adula, que no refuerza nuestros propios prejuicios. Gracias al juego metanarrativo que hay en sus páginas –la donna dai capelli corti y Zaira, el personaje informante–, se hace explicito el juego: bisogna portare la cucina a tavola, recomendaba Carlo Ginzburg a los historiadores. Maraini hace eso, precisamente, con la novela. Permítanme decirlo empleando palabras de Ginzburg: la autora nos muestra “non una recicerca rifinita e compiuta ma gli andirivieni della ricerca, le false piste seguite e scartate prima di arrivare al risultato ritenuto accettabile”. Es decir, incumple la etiqueta narrativa del naturalismo, el protocolo del realismo en un género del que ella muestra sus partes internas.
En El paisaje de la historia, John Lewis Gaddis habla de los historiadores como esos profesionales de la escritura que evitan hacer explícita la forma y la consciencia de la forma. Añade: “nos espanta la idea de que nuestra escritura imite, por así decirlo, el diseño del Centro Pompidou de París, que pone con orgullo sus ascensores, tuberías y cables fuera del edificio, a la vista de todo el mundo. No cuestionamos la necesidad de esas estructuras, sino sólo el impulso a exhibirlas”. Creo que muchos novelistas aún temen exhibir los ascensores, las tuberías y los cables de sus novelas. No ocurre eso con Dacia Maraini: aquí los vemos y, por tanto, escribir, contar, leer e interpretar son acciones comunes: se completan con el concurso de los actantes internos y con la ayuda de nosotros, los lectores. Leer bien es una cualidad excepcional y compleja de la imaginación: más que erudición, exige perspicacia y juicio y tiene, la verdad, muchas recompensas. O, como bellamente dice Virginia Woolf: “Algunas veces he soñado, al menos, que cuando llegue el día del Juicio Final y los grandes conquistadores y juristas y hombres de Estado vayan a recibir su recompensa –sus coronas, sus laureles, sus nombre esculpidos indeleblemente en mármol imperecedero–, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: ‘Mira, éstos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Han amado la lectura’…”
Muchas gracias.
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