0. Henry James. Desde hace unos días, en este retiro forzado al que estoy sometido, todas las referencias me llevan a Henry James. No sé por qué pero me viene a la cabeza una imagen del escritor hacia 1900. Sentado, no: repantigado, incluso incómodo, elegantemente vestido para la ocasión, con la calva definitiva, con sobrepeso. Es una fotografía perteneciente a la George Eastman House Collection.
Leo a Henry James y pienso en Boston. James nació en Nueva York, pero su padre (Henry James, Sr.) murió en Boston, la gran referencia de Nueva Inglaterra, el lugar en el que todo parece empezar. Releo páginas antiguas y de repente me acuerdo de Las bostonianas (1886). En esta novela de Henry James, Jr., asistimos al choque de dos tipos femeninos muy distintos, esos perfiles que vamos descubriendo tras cientos de páginas. La demora descriptiva, la referencia leve, la presunción, lo insinuado son rasgos de James mil veces repetidos y mejor o peor imitados.
Las bostonianas es el epítome de su narrativa, pero yo –qué quieren– sigo prefiriendo Otra vuelta de tuerca (1898). La prefiero como sencilla historia de miedo, como perturbador relato terrorífico. La releo para deleitarme en esta fase de dolor. No aparece Nueva Inglaterra, pero sí la Inglaterra victoriana, de la que hoy precisamente debía hablar en una conferencia suspendida, pospuesta (Darwin: autobiografía, texto y contexto).
«La historia nos había hipnotizado», dice el narrador. «Sentados alrededor del fuego en una mansión vetusta, una noche de Navidad, la historia nos había dejado sin aliento. Al concluir, nadie se atrevió a pronunciar palabra, hasta que alguien observó que era la primera vez que las fuerzas del más allá habían visitado a un niño», prosigue ese narrador. «¡Y todo ello había transcurrido en una mansión tan vieja, tan antigua como en la que nosotros, en aquellos momentos, nos encontrábamos! En seguida pude comprobar el efecto que esta historia causaba en Douglas, que permaneció como ausente mientras otro narrador contaba otra nueva fábula». Douglas, alguien que se muestra receptivo, pero ajeno, quizá pensando en algo bien distinto. En efecto, acalla con su tosecilla al auditorio reunido en torno al hogar y comienza a hablar con parsimonia.
«Disiento de que fuera la primera vez que una criatura sufre semejante aparición… ¿Qué me dirían si yo les contara, para dar otra vuelta de tuerca, la historia de un aparecido que visitó, no a una, sino a dos criaturas?» La respuesta no se hizo esperar. «Eso, más que otra vuelta de tuerca, es… ¡pasarse de rosca! Pero, adelante, estamos todos muertos de ganas de que nos lo cuente usted…» Y aquí empieza la historia de James. ¿Una narración de fantasmas o una narración de los fantasmas interiores de una institutriz? En cualquier caso, lo que vamos a leer es un relato de miedo, pero no un relato oral o ficticio, dice Douglas dentro de esta novela.
«No se trata de una historia que me vaya a inventar, sino que está escrita y se encuentra en un cajón donde ha permanecido durante años. Podría mandar recado con la llave para que mi criado se encargue de hacer llegar la lúgubre historia a mis manos». Es un manuscrito, naturalmente. «Se trata de un antiguo manuscrito con letra de mujer… Una mujer que falleció hace veinte años. Y, antes de morir, me mandó las páginas en cuestión». Empieza la delicia, dolorosa delicia.
1. ¿Unus testis, nullus testis? De entrada, como todos sabemos, Otra vuelta de tuerca es una nouvelle de miedo, un relato de espectros. Dentro de la tradición gótica, tan presente en Gran Bretaña y estados Unidos, el fantasma es un figura de gran presencia, de poderosa realidad. ¿Y qué es un fantasma? Un entendido como Javier Marías precisa su definición: el fantasma es «alguien a quien ya no le pasan de verdad las cosas, pero que se sigue preocupando por lo que le ocurre allí donde solían pasarle y que –aun no estando del todo– trata de intervenir a favor o en contra de quienes quiere o desprecia».
Eso indicaba en alguna página de Vida del fantasma (1995, 2001). Por supuesto no voy a cometer la descortesía ni la indiscreción de revelar qué pasa realmente en la novela de Henry James. Quienes no la hayan leído tienen ahora la oportunidad o la dicha de descubrir la sutileza de la insinuación, el crescendo del miedo. Tienen la ocasión de tratar con espectros que se hacen más o menos evidentes.
Pero, además, no revelaré lo que sucede en Otra vuelta de tuerca por imposibilidad. Me explico. Lo que nosotros leemos es el manuscrito de esa mujer. Gracias al narrador, dichas páginas llegan a su primer audiorio, quienes están reunidos en torno al hogar, y gracias a la escritura esa historia llega hasta nosotros, sus lejanos e imprevistos destinatarios. Tenemos una mansión británica en la que ejerce sus tareas una institutriz; tenemos a dos pupilos, de ocho y diez años respectivamente; tenemos presencias… Lo que se nos cuenta es la versión de la institutriz, no la de los fantasmas. ¿Recuerdan el procedimiento de Drácula (1897) , de Bram Stoker? Como yo mismo subrayaba en Héroes alfabéticos (2008), aunque el protagonista es el vampiro, a éste nunca se le concede el punto de vista narrativo: siempre será relatado por otros, por los otros.
Aquí sucede algo semejante, con recursos más sencillos. El testimonio es siempre el de esa mujer que observa, que ve cosas, que distingue rasgos o cambios de conducta en sus pupilos. ¿Qué crédito podemos dar a lo que se nos narra? Como le ocurre a un historiador cuando se enfrenta a una única fuente, quien lee debe estar atento para rastrear lo real más allá de lo testimoniado, más allá de lo subjetivo. ¿Para contrastarlo con qué? Carecemos de cualquier otro documento que nos pueda confirmar o descartar la información que se nos suministra. ¿Entonces? Lean o relean esta historia de fantasmas interiores o exteriores. Debemos estar bien despiertos; debemos estar atentos al detalle y a su sesgo, conjeturando qué hay de cierto y qué hay de énfasis o de tribulación en la objetividad de lo contado.
Esto ocurre en una historia de fantasmas contada por una institutriz impresionable. Pero esto también sucede en cualquier ámbito de la vida, de nuestra vida. Somos como esa preceptora que James imagina o como esa otra muchachita de En la jaula (1898) que ya traté varios años atrás en la primera etapa del blog: muchas veces tenemos que fiarnos de un solo testimonio para acreditar cosas que no sabemos ni siquiera si han sucedido. ¿Pero por qué hacemos eso? ¿Porque somos crédulos? No: porque hay indicios, porque hay datos que parecen incontrovertibles. Yo leo los periódicos cada día con ese mismo ánimo: como si cada versión que se me da fuera la única y, por tanto, como si cada testimonio debiera ser examinado con el detalle y el primor de la pieza irrepetible. Tengan cuidado ahí fuera: las lecturas erróneas producen efectos perversos, alteran lo real y provocan giros inesperados.
2. ¿La institutriz? En efecto, no quiero revelar nada que pudiera dañar la primera lectura de esta joya literaria. Pero mi regreso a Otra vuelta de tuerca me provoca todo tipo de sugerencias. ¿Quiénes son los personajes que conviven en el manuscrito de la institutriz? Aparte de ella misma, aparte del caballero que contrata sus servicios, aparte del ama de llaves ( la sencilla señora Grose), aparte de los espectros de Peter Quint y de la señorita Jessel, los protagonistas son los niños, Miles y Flora.
Ambos son huérfanos y sobrinos del señor, bajo cuya tutela están. El padre ha muerto en las campañas de la India; de la madre nada sabemos… La acción no se desarrolla en Londres, lugar en donde siempre permanecerá el tío, en su casa de Harley Street, sino en la mansión rural, en Bly, una villa situada en el condado de Essex. Es allí en donde el caballero tiene recogidos a sus sobrinos.
Al releer la obra por tercera o cuarta vez, confirmo que en este microespacio están algunos de los tópicos más sobresalientes del mundo victoriano. Así, la infancia no es la pura inocencia prístina: es momento de sexualidad manifiesta, una etapa de deseo, de rivalidad. Así, el varón adulto es un elemento extraño, ausente, dominador, atractivo, poseedor y finalmente irresponsable. Así, la mujer es una referencia excluida, ciega, oculta, o una mirada lasciva, incluso perversa.
Pensaba en la institutriz e inevitablemente por asociación libre he recordado el Caso Dora, de Sigmund Freud, cuyo título original es Análisis fragmentario de una histeria (1901). ¿Quizá porque son prácticamente contemporáneos? Otra vuelta de tuerca data de 1898; el Caso Dora, de 1901. ¿Quizá por la sonoridad cercana de Flora y Dora? ¿O quizá porque, como Miles y Flora, también los hermanos Dora y Otto representan una pareja de niños potencialmente dañinos? Echen un vistazo a la foto que antecede. Ahí los tienen: Dora a los ocho años y Otto a los nueve, mucho antes de que la muchacha sea tratada por Freud. En esa imagen, los niños austríacos tienen la misma edad que Miles y Flora.
En el historial clínico de Sigmund Freud, la preceptora tenía una función muy secundaria, de rival. En la novela de James, desempeña un papel fundamental, precisamente como punto de vista y como tutela asfixiante de los niños. Pero, más allá de esto, lo que me hace reunir a Freud con James es ese mundo de sobreentendidos, de sentimientos de culpa, de fantasmas bien presentes, de sueños como realización de deseos, como representación de miedos. O, tal vez, lo que me ha hecho relacionar a Freud con James son las dolencias: la colaboración somática del cuerpo para expresar angustia, los síntomas del agotamiento psíquico o el estrés…
Vamos acabando… Acabado.
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Hemeroteca bostoniana
Estados Unidos y nosotros
Columna: Justo Serna, «Yo a Boston», El País, 13 de mayo de 2009
Blog: Anaclet Pons, «Obama y la reinterpretación del pasado americano», Clionauta, 12 de mayo de 2009
Reseña: Francisco Fuster sobre El mundo después de USA, de Fareed Zakaria, Ojos de Papel, 4 de mayo de 2009

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