Sentada en un peldaño roto
Era la librería más bonita del mundo.
Era mi librería.
Terminada la guerra civil española sancionaron a mi padre sin su cátedra de lengua y literatura. Su mala visión le impidió ir al frente, pero había fundado la Juventud Republicana de Aragón y hecho la campaña por la II República por todo Aragón; la República, que no pudo votar por no tener edad aún para ello.
Para recuperar su cátedra, ya no de universidad, de instituto y no en Madrid, necesitaba tres firmas de hombres sin tacha y jurar los Principios del Movimiento.
No hacerlo suponía el hambre y no abandonar jamás la lista negra de la dictadura, pero mi padre no juró y él y mi madre añadieron al miedo, que nunca los abandonaría, la peor de las miserias de la inmensa posguerra española, hasta que un amigo les prestó el dinero para poner una librería.
Mis padres no crearon un lugar para venta de libros; mis padres pusieron su cultura, su trabajo, su esperanza y su vida en aquel lugar gracias al que podrían vivir y donde continuar leyendo sin tener que comprar ni un solo libro.
Pusieron la librería más bonita del mundo cambiando tabaco por baldosas para el suelo o comprando en el Rastro, para la entrada, una pieza de mármol sin una sola veta.
En 1947, en pleno barrio de Salamanca, una pareja, represaliada, roja, muy joven y llena de ilusión comenzó a vender los libros que ellos querrían tener.
Su librería tenía claras señas de identidad: los textos de todos los colegios e institutos de Madrid; libros prohibidos que, gracias al origen argentino de mi madre, llegaban de Buenos aires en unas cajas de madera, llenas de botes de leche condensada, con los que alimentaban a mi hermana, forradas de esos libros y varios fondos editoriales completos.
Hicieron unos preciosos marca-páginas de cartulina blanca en los que estaban impresos la dirección y el nombre: “Pérgamo. Librería y papelería. Imprenta y encuadernación. Disponemos del fondo editorial completo de…” y aquí una lista en la que se destacaba en negrita la Colección Austral.
Colocada en la trastienda, en una estantería que ocupaba toda una pared, esa colección que lo fue de todos los españoles que querían leer, saber cultivarse y que no podían estudiar.
Cuando pedían un título difícil de encontrar, se oía: “Mira en Austral” y la gente tenía su catálogo y lo traían subrayado, marcado, anotado.
Los regalos de reyes, los regalos modestos; los novios a las novias, dedicando a escondidas con palabras de amor, antes de que se lo envolvieran; profesores, maestros, lecturas de colegios.
Cada día se vendían australes, mientras la colección crecía con selección cuidadísima de títulos.
Nuestra mísera España fue un poco menos mísera leyendo los australes. Durante más de veinte años habría sido imposible tener una biblioteca aceptable de no ser por Austral.
La máxima ilusión de muchísima gente, habría sido tener la colección completa, algo que Espasa logró doblemente con sus publicaciones, la Colección Austral y la Enciclopedia Espasa que Borges soñaba poseer y que allí eran mías. Y hasta quien no leía.
Un hombre, evidentemente enriquecido por el régimen, vino a comprar libros, muchos libros para la biblioteca “de caoba, toda de caoba” de su ostentosa casa.
No traía un listado de obras y no pidió consejo; sí traía una cinta métrica para medir los metros lineales de libros que necesitaba. También quería que todos fueran del mismo tamaño porque hacía más bonito.
Mi padre le aconsejó la colección Austral hablándole de su magnífica selección de títulos y de su precio, pero nada de aquello acababa de convencer al cliente y menos que nada el precio; no iba a lucir en su biblioteca, que era de caoba, insistió.
Al fin se decidió porque la altura de los libros era la ideal y compró la colección completa, que ya andaba por los mil quinientos títulos, mandándola a encuadernar en piel.
Pero para mí la Austral es otra cosa, es mi infancia, mi adolescencia, mis padres y mi vida. Cuando estaban ocupados y yo los perseguía preguntando qué leer, me decían que cogiera un Austral.
Siempre ha habido un Austral especial en mi vida que me ha acompañado y que sigue a mi lado, despegado y astroso.
Porque yo apenas podía tener cuentos ni libros: “Papá puede vender libros, pero no comprarlos”, me decían y aprendí a leer abriéndolos poquito, para que no se notara que ya estaban leídos.
Todos los libros adecuados para mí que había en casa, eran de mi madre y estaban en francés o en inglés; yo no podía leerlos, pero ella me los leía a poquitos y me los traducía.
A veces, me decía que estaban en Austral y que podía leerlos. La mayoría de las tardes de mi vida infantil, transcurrieron en mi librería. A continuación de la trastienda, donde estaban los Australes, había otra menor, a cuatro escalones de la primera.
Me lavaba las manos y me sentaba en el segundo escalón, para poner los pies en el primero y que no me pisaran al pasar, pegadita a la estantería, para dejar sitio a los que tenían que subir y bajar.
El suelo de las trastiendas era de baldosas y mi escalón estaba roto. Recuerdo su frío en el invierno y lo agradable que resultaba en verano, aunque se me clavara el borde roto.
Me veo sollozando con El grillo del hogar, fascinada con la vida y la muerte de La dama de las camelias y recuerdo cómo aprovechaba mi padre para explicarme lo que a mí me podía interesar de Dickens como lector portentoso o de los Dumas y cómo aquella pobrecita había sido la protagonista de una ópera sublime y me contaba quién era Verdi y cómo su nombre era un grito revolucionario.
Gracias a aquellas lecturas infantiles, imposibles sin la Austral, mi padre me enseñaba sin que me diera cuenta.
Después he manejado los Poemas arábigo andaluces de García Gómez; los Goya de Gómez de la Serna y de Ortega; tantos y tantos australes de música y músicos.
He leído a Falla, a Ehinger, a Wagner, a Stokowski y a Adolfo Salazar en mis australes. Pocas editoriales especializadas en música tienen tantos y tan extraordinarios títulos como la Austral.
Y, entonces y siempre, acompañándome para toda mi vida, los Nuevos momentos estelares de la humanidad de Zweig. Ese es mi Austral cochambroso y amado.
En él descubrí a Haendel y por él quise oír el Mesías; en él asistí a la creación de la Marsellesa, que cantaban en casa bajito. Es posible que mi amor a la música y mi dedicación a ella, procedan de esas lecturas.
Tengo que hablar de la colección Austral, pero lo hago para Ínsula y debo decir que esta Revista que, claro, yo no leía, se recibía en mi librería para mi padre.
Decía que era la única revista que merecía la pena y a mí me fascinaba aquel papel tan blanco, tan grande y tan bonito, con su rótulo en verde, que casi nadie compraba –no era barrio aquel para erudiciones- sólo apenas mi padre y una monja teresiana que venía a por ella hasta recientemente.
Murió poco antes que mi padre y ya nadie compra Ínsula en mi librería, pero, con la Austral, sigue siendo una parte importante de mi vida.
Creí cerrar el círculo, que cierro hoy aquí, cuando en el Instituto de Bibliografía musical, poco después de que lo fundáramos, en 1982, comenzamos a publicar “Artículos sobre música en revistas españolas de humanidades”.
Yo pedí hacer el vaciado de Ínsula.
Entonces sí la leí y, pese a hacerlo en la Hemeroteca Nacional, durante mi trabajo, sentía un olor especial a papel ocre claro y un frío intenso en las piernas.
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Artículo de Ana Serrano publicado en Ínsula, núm. 749 (mayo de 2009). Número dedicado a «Austral: la cultura en el bolsillo».
No era la libreria más bonita del mundo. Es una de las liberias más bonitas . Una maravilla sin mas.