Uno. Acaba de aparecer el nuevo número de la revista digital Ojos de Papel. Para mí, ese hecho siempre es una buena noticia. Escribo regularmente y escriben amigos de cuyos criterios me fío: una promesa de reflexiones y recomendaciones.
Comencé a colaborar hace diez años: Anaclet Pons y yo entregamos una primera reseña, en este caso dedicada a Ojazos de madera, de Carlo Ginzburg. Apareció en diciembre de 2000. Desde entonces, salvo alguna interrupción, no he dejado de publicar en cada número. He tenido completa libertad para escribir, para escoger aquello que más se acomoda a mis intereses lectores, elecciones que luego se materializan bajo la forma de reseñas y tribunas. Se lo debo a Rogelio López Blanco, el director. Siempre ha confiado en mí e incluso me ha perdonado alguna de mis tontunas o arbitrariedades. Lo conocí gracias a Alicia Yanini y creo que ha sido una suerte.
Recuerdo la primera etapa de este blog, hacia 2005: Rogelio intervenía regularmente, con acidez e ironía, con conocimiento y erudición. No siempre estábamos de acuerdo y esas controversias me mejoraban. Sin duda.
Sigue confiando en mí y, por ello, escribo en su revista, que tiene como editora a Dolores Sanahuja. Algunos de sus colaboradores son amigos de este blog, visitantes de esta casa. Como Miguel Veyrat, como Alejandro Lillo, como Francisco Fuster. Observen el último número. Los temas o los protagonistas son sobresalientes: entre otros, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, James Joyce, Joyce Carol Oates, Miguel Veyrat, Javier Montes o Barack Obama. Si me pidieran con qué quedarme, no sabría escoger.
O sí: quizá convenga detenerse en algunos de esos nombres o en la reflexión que nos aportan. Repasemos los textos de Carlos Malamud, de Miguel Ángel Sánchez de Armas, de Juan Antonio González Fuertes, de Miguel Veyrat, de Eduardo Laporte o de Francisco Fuster. Si les apetece, lean lo que yo mismo digo sobre García Márquez .
Dos. He leído con inquietud y sobresalto Conocimiento de la Llama, de Miguel Veyrat, un libro de poemas que reedita La Lucerna y del que Ojos de Papel nos avisa.
El poeta se debate entre la muerte que se nos cierne, que se nos viene encima, y la esperanza que aún quema, esa Llama del Conocimiento, la llama que nos aviva y avivamos para que no se extinga la brasa: desde la carne hasta el sexo; desde el verbo hasta el nombre.
La imagen poética de la lumbre, del fuego, es constante en los versos de Miguel Veyrat. No voy a reproducirlos. Sólo me apropio de ellos sin pedir permiso a La Lucerna, cuyo editor siempre me lo reprochará…
«Tan sólo el rayo / podría gobernarte, / El que rápido / ilumina / para después / fulminarte. / En él naces, / Donde / el espíritu / golpea/ y huye: / Donde amaste.»
¿Qué es el Infierno? Miguel Veyrat no nombra este paraje bíblico, pero quienes fuimos creyentes o aún lo son sabemos que la condena eterna es orgullo luciferino, sí, pero es sobre todo conocimiento: la soberbia de quien se atrevió a preguntar y a ser como Dios.
La ignorancia desnuda no es un estado que desee el poeta. Aquello a lo que de verdad aspira es luz que ilumina y abrasa. El conocimiento es un acto de búsqueda que lleva a la muerte, pero la muerte no es el estado que condicione la existencia; no es la consumación a la que entregarse; no es sacrificio. Hay en Veyrat una búsqueda epicúrea que acaba siendo dionisíaca.
«Cierto será mañana / que estar muerto / fue penoso. / Hagamos pues la fiesta, / ya que al duelo/ nos acerca / la histeria/ del amor y sus sonidos, / a su ritmo y contenido, / tan breve como ansiado. / Y como el morir / tan pasivo. / ¡Oh! haced / de la muerte/ un acto. / Jamás un sacrificio» .
Vivamos ese estremecimiento.
Tres. Releo la glosa que he escrito sobre Conocimiento de la Llama, de Miguel Veyrat, y veo que incido y reincido en la muerte: es un motivo que sobresale en su poesía, un motivo que es presencia o inminencia, acto, pero no sacrificio. Parece inevitable leyendo sus versos: no hay sutura; hay desgarradura.
Pero, más allá de Veyrat, la muerte es también la referencia que siempre me acompaña, la insólita paz que uno aguarda con morbosidad, la meta indeseable hacia la que desembocamos activamente. La muerte la descubro en los autores que me inquietan, aunque sea en un rincón de su obra prolífica o escueta. Creo tener un olfato especial para distinguir su sombra en una página secundaria, en una afirmación marginal.
«Escribir es una manera de vivir», ha dicho Mario Vargas Llosa en la presentación de El sueño del celta, su última novela. Es un autor prolífico, en efecto. Es un autor que escribe para frenar lo inevitable. Mientras esté activo, la muerte no será un sacrificio. «A la hora en que me encierro a escribir no hay Nobel que valga, empiezo a morirme de miedo y de inseguridad, también de placer. La escritura es un territorio feliz».
Morirse de miedo por la grave responsabilidad contraída no es sinónimo de morirse. Significan cosas muy distintas. Pero encerrarse para seguir escribiendo con inseguridad de principiante es paradójicamente un antídoto contra ese mismo miedo, el de quien teme el acabamiento, el cese. Son numerosos los autores que hablan de esto: de la inseguridad creciente que les provoca su maestría acreditada. Lo dice, por ejemplo, Gabriel García Márquez en el libro que reseño para Ojos de Papel; o lo dijo con angustia y exaltación Antonio Muñoz Molina cuando estaba a punto de publicar La noche de los tiempos.
Pero no es del pánico que angustia al escritor consagrado aquello de lo que quería hablar. Lo que quería destacar es el miedo a la muerte: cómo conjurar la amenaza. Escribir prolíficamente es el espejismo productivo que a muchos salva. Para otros, por el contrario, es la lectura lo que nos sirve para retrasar fantasiosamente el fin. Si lees muchos libros y sobre todo acumulas más de los que razonablemente podrás completar, la impresión es que hay algo duradero que aún debe cumplirse, un plan caótico de volúmenes que te reclaman.
Se queja Alejandro Lillo de la avalancha de obras que le interesan o atraen, obras que se reseñan en Ojos de Papel y a las que no podrá hacer frente. Yo creo vivirlo de otro modo: advierto con estupor cómo aumentan mis intereses, cómo se multiplican. Cuando era joven me inquietaban unas cuantas cosas; ahora me imantan polos contradictorios a los que quiero llegar y que se materializan con la posesión de volúmenes muy diferentes. En mi quimera personal, ese libro y ese otro y ese otro podrán satisfacer un anhelo. Mientras no se completen, la tarea pendiente de vivir no se ha consumado.
Cuando leo Ojos de Papel o cuando leo las novedades que me traen Mercurio, Babelia, Abc Cultural, El Cultural o cuando miro con interés las obras recién llegadas a los expositores de las librerías hay en mí una inquietud dichosa y malsana. Sé que me queda vida: no es posible morirse cuando tengo tanto placer pendiente. Un nuevo libro suma y sigue. Me incomoda si por la variedad y vastedad de lecturas pronto lo olvido: no me engaño, pues es el aviso cierto de una muerte cotidiana y remota a la vez.
Me dispongo a leer las reseñas y tribunas de Ojos de Papel. Me dispongo a empezar El sueño del celta: de este volumen, que tiene mucha lectura, he de escribir una reseña. Me esperan otros libros reservados que compro o me mandan. Aún hay vida. Aún hay vida.



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