Viaje al fondo del mar. Antes de leer a Julio Verne, yo ya sabía de los peligros abisales. Que en los fondos marinos reptan serpientes gruesas y larguísimas, capaces de ahogar a todo ser vivo de cualquier tamaño. Que pulpos correosos o calamares monstruosamente gigantescos, alimentados quizá por basura atómica, amenazan a los navíos que surcan los océanos.
Antes de leer a H. P. Lovecraft, yo ya sabía de la vida humanoide en las profundidades: anfibios que se nos parecen tratan de disputarnos el poderío de los mares; extrañas mutaciones antediluvianas han permanecido durante milenios con el único fin de destruir nuestra superviviencia; extraterrestres de aspecto vagamente familiar se deslizan por el líquido elemento para someter o aniquilar a la especie humana. Etcétera.
Hay muchos engendros y estaban aquí; otros han venido a quedarse con propósitos criminales. ¿Se creían salvados? No, estamos perdidos desde hace tiempo. Señores, simplemente hay que echar un vistazo ahí fuera o tener otro espíritu, tener un poquito de mundo. ¿O es acaso creían que estábamos solos? Leo ahora en El País que «Los expertos se preparan para el hallazgo de vida extraterrestre«. Algunos ya lo sabíamos.
Y lo sabíamos desde hace tiempo, desde los años sesenta, cuando se emitió una serie televisiva que nos reveló la variada fauna de enemigos que teníamos: desde los alienígenas hasta esos calamares gigantes y sin rebozar. Si no me equivoco, yo la veía los sábados por la tarde. Hablo de 1964 0 1965, cuando tenia cinco o seis añitos. Quedé debidamente impresionado por Viaje al fondo del mar, la historia de una misión cuyo destino ignoraba: el submarino Seview (o el Sibius, que es lo que entendíamos en el doblaje puertorriqueño) surcaba las profundidades marinas luchando contra los enemigos de la civilización. Nada más. O nada menos
Era un navío muy vistoso de bandera estadounidense comandado por el almirante Nelson. Allí aprendimos las palabras periscopio y escotillas o la orden inmersión, inmersión. Y aprendimos a convivir con el capitán Lee –de aspecto anguloso y severo, como si cargara con alguna pena interior– y con Kowalski, que debió de ser el primer polaco que descubrí en televisión. Decir que el ambiente era opresivo sería ennoblecer el discurrir cotidiano del Sibius. Todo era más sencillo: el submarino era holgado y además sorteaba con agilidad de cetáceo las acometidas de los bichos marinos, terrestres o extraterrestres. La tripulación tenía sus más y sus menos, pero siempre triunfaba el espíritu de grupo. Los recuerdo a todos uniformados con camisas y pantalones muy estrechos.
Por lo que parece, la serie conmocionó a muchos jóvenes espectadores de aquella generación, niños españoles desamparados. No sé si Karol Wojtyla habría visto con buenos ojos mi entrega semanal a una serie que no me mejoraba. Qué cosas: no fui debidamente atendido por mis padres, que jamás se preguntaron por el val or moral de aquella singladura.
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