Embrujada. La serie que protagonizó Elisabeth M0ntgomery es una de las comedias de situación de mi infancia. Cuando digo de situación, todo el mundo puede entender a qué me refiero. Lo predominante en estas emisiones televisivas es la risa de fondo, real o grabada, que marca las circunstancias cómicas de las escenas: provocan o han de provocar la carcajada de los espectadores.
Recuerdo que ese efecto sonoro era una de las rarezas de la televisión, que a mi casa llegó hacia 1963 o 1964. Cuando de pequeñitos íbamos al cine, la película tenía su banda musical y las risas las ponía el público; en cambio, en la televisión, las risotadas eran elemento de atrezzo o cosa del plató, vaya. Pues bien, en mi familia todos nos reíamos mucho con Samantha Stephens. Era una bruja preciosa, rubia y guapa, cuya profesión era el hogar, sus tareas, es decir, ama de casa.
Resultaba la madre perfecta. Yo tenía dos o tres modelos de madre. En cine, por su simpatía cantarina, Doris Day, y por su elegancia y belleza, Grace Kelly. ¿Y en televisión? Sin duda, Samantha Stephens. Era capaz de hacer prodigios moviendo levemente la nariz, una nariz que recuerdo respingona. Hacía un mohín con su apéndice, un breve acompañamiento musical reforzaba el acto y, zas, se cumplían sus deseos. Qué maravilla, cuánto adelanto. En casa, por el contrario, había que levantarse y hacer las tareas; en España, en fin, las madres aún eran morenas y muchas de piel cetrina. En cambio, en Estados Unidos había seres maravillosos. Entiendan la palabra en todos sus sentidos…
Estoy hablando, qué sé yo, de 1967. Cuando veíamos esa serie, un servidor tenía ocho años, ya había tomado la Comunión (hay fotos que lo atestiguan) y esperaba tener buenas relaciones con Dios, de quien sabía algo por la catequesis. No me sorprendió cómo era: me refiero a Dios. Descubrí a un tipo frecuentemente irritable, omnisciente y omnipotente, que se comunicaba poco con sus fieles, solo con señales que había que descifrar o con ataques de cólera muy explícitos.
Yo temía la furia de la Providencia y temía todo lo que tenía que ver con lo sagrado, lo mágico o lo misterioso. Como también temía a las brujas, seres con los que nos habían aterrorizado desde bien chiquititos. Viajaban en escoba, llevaban indumentarias andrajosas y sombreros de pico, y sus rostros, con verrugas que salpicaban la epidermis, inspiraban miedo: por los gestos procaces o malvados que hacían. ¿Imaginan? Los ogros, el hombre del saco, las brujas…
De repente, una bruja, uno de esos seres que se llevan a los niños para hacerles cosas feas, era todo lo contrario. O casi. Era rubia como la cerveza, simpática, cariñosa, pizpireta… Y pícara, eso sí: ¿imaginan a una bruja tontorrona? Samantha era una mujer muy aguda. Gobernaba con mano firme el asunto doméstico, la casa; educaba y cuidaba a Tabatha, la pequeña Tabatha, siempre con sus trastadas; y esperaba amorosa la llegada del marido, Darrin, que –según me recordó el otro día Rosario– trabajaba en una empresa de publicidad. En efecto, cómo pude haberlo olvidado.
Darrin era publicitario, sí, y era algo inocentón. El capítulo cobraba vida cuando el marido regresaba a su residencia: de varias plantas, en una zona acomodada fuera de la ciudad, como era normal entre las clases prósperas. Darrin solía mostrarse orgulloso de sus logros, de sus posesiones. Aquello no era nada comparado con los poderes de Samantha, capaz de arreglar las cosas o de mejorarlas moviendo la naricilla. Todas nuestras madres decían que querían parecerse a Samantha: básicamente para no tener que hacer las tareas domésticas, pesado y rutinario trabajo que recaía sobre ellas. La bruja de la tele nunca parecía aburrirse, siempre estaba dispuesta… a enmendar lo que funcionaba mal y jamás se enfadaba con su esposo. Darrin temía que los vecinos se enteraran de lo que pasaba en casa: siempre hay gente cotilla. Eran muchos los padecimientos cómicos de Darrin para tapar los prodigios de Samantha y era mucha la paciencia que debía tener el publicitario con su odioso jefe, el tipo que dirigía la empresa.
Pero nada de ello era comparable a tratar con el resto de la familia: vamos, los parientes de Samantha, del ramo de la brujería, claro. En particular, Endora, su suegra. No recuerdo ahora el nombre de la actriz aunque sería muy fácil averiguarlo: era famosa. No me importa: me importa más el papel que desempeñaba. Era la suegra metomentodo, con un aspecto temible de bruja, ahora sí. Ella debía velar por las tradiciones de la familia, facilitar los encantamientos, cosa que enfurecía al yerno. Recuerdo que era Samantha quien resolvía los tropiezos o encontronazos entre Darrin y Endora. De aquella serie, que inspira entre otras a Mad Men, me queda cierta nostalgia.
“Los padres deberán informar anticipadamente a los propios hijos del contenido de los programas y hacer, en consecuencia, la elección consciente para el bien de la familia en cuanto a ver o no ver determinado programa”, insistía Karol Wojtyla cuando advertía sobre los males de la televisión. Lo lógico, lo normal, es que nuestros padres nos hubieran prohibido disfrutar Embrujada, aquella serie en la que nuestras progenitoras veían a un ama de casa muy capaz aunque ladina y nosotros a una madre atractiva y ciertamente pecaminosa.