Ukräиia, jueves 3 de febrero. Hoy he viajado a un país imaginario, hecho de tinta y papel, de impresiones, de representaciones. Es una tierra inventada y de frontera, un espacio para la comedia y la máscara.
He tenido la suerte de compartir la presentación de una nueva revista. Es sobre teatro y se edita en Valencia, una publicación dirigida por Javier Sahuquillo, del Teatre Sense Trellat.
Nace con ganas de provocar. ‘Ukräиia. Laboratorio de anagnórisis teatral’. Así se titula, nada menos: un rótulo deliberadamente pedante, ostentoso, retador. El territorio es inverosímil, con su diéresis innecesaria y ornamental.
¿Y la anagnórisis? ¿Era preciso ese terminacho? Pues… por qué no. La anagnórisis (o agnición) se remonta a la Poética de Aristóteles y es un efecto dramático que hallamos en el teatro o en los relatos: en la Antigüedad o en la época reciente. De pronto, un individuo se arranca la máscara: descubre quién es o cree ser. De repente, la identidad confusa se muestra y se aclara. Una revelación, una epifanía.
Alguien que creía ser el soberano de un Reino inabarcable se ve como lo que es: un ser minúsculo, prácticamente nada en un territorio inexistente. O alguien que se pensaba insignificante se ve capaz de proezas en un lugar que no tiene confines. Y sí: todo eso es posible en ese lugar conjetural, el propio de la ficción, de la puesta en escena. A dicho sitio quieren regresar Sahuquillo y sus colaboradores. En el editorial ya lo dicen:
Azules y gualdas ondean las banderas de territorios fronterizos entre lo real y lo imaginario, surrealistas banderas que se pliegan y despliegan sin necesidad del viento que sopla por Poniente o Tramontana. Wagneriano inicio…
Buen arranque. Imagino a los habitantes de ese lugar, del que no me importaría ser vecino. Son gentes con máscara, por supuesto. Con caretas que no se pueden arrancar. Hoy, al tratar esto, he recordado en voz alta unas palabras de George Santayana mil veces repetidas. A ellas me adhiero y ahora las reitero para Sahuquillo y sus convecinos:
Las máscaras son expresiones fijas y ecos admirables de sentimientos, a un tiempo fieles, discretas y superlativas. Los seres vivos en contacto con el aire deben adquirir una cutícula, y no se reprocha a las cutículas que no sean corazones; no obstante, algunos filósofos parecen guardar rencor a las imágenes por no ser cosas, y a las palabras por no ser sentimientos. Palabras e imágenes son como caparazones, partes integrantes de la naturaleza en igual medida que las sustancias que recubren, pero dirigidas más directamente a los ojos y más abiertas a la observación. No diría que la sustancia existe para posibilitar la apariencia, ni los rostros para posibilitar las máscaras, ni las pasiones para posibilitar la poesía y la virtud. Nada surge en la naturaleza para posibilitar otra cosa; todas estas fases y productos están implicados por igual en el ciclo de la existencia…
Estados Unidos, jueves 3 de febrero de 2011. Acaba de aparecer el nuevo número de Ojos de Papel, el del mes de febrero. La dirige Rogelio López Blanco. Es, como siempre, una publicación miscelánea, con artículos de Mikel Buesa, Carlos Malamud, Juan Antonio González Fuentes, Marion Cassabalian , Eva Pereiro López o Carlos Abascal, entre otros.
Sin embargo, por azar hoy parece una revista sobre Norteamérica. Lo dice Francisco Fuster en su blog. Por hache o por be, el caso es que hay diferentes artículos y reseñas que tratan de ese país, real o imaginario, existente o latente. Y por azar también esos textos corresponden a distintos amigos que frecuentan este blog. Con la excepción, eso sí, de Miguel Veyrat, que dedica su tribuna a Ana María Moix. Veamos algunas de esas reseñas:
Francisco Fuster: América para los no americanos: lecturas sobre los Estados Unidos de Barack Obama (Ediciones Idea, 2010), por Ángel Duarte.
Jesse McLean y otros autores: Mad Men. Reyes de la Avenida Madison (Capitán Swing, 2010), por Justo Serna.
Robert Stone: Dog Soldiers (Libros del Silencio, 2010), por Alejandro Lillo.
Don DeLillo: Punto omega (Seix Barral, 2010), por Rosario Sánchez Romero.
Como en los casos anteriores, como en el de Mercurio, también nuestras reseñas son impresiones ordenadas. La reflexión informada que algo nos provoca, concretamente esa Norteamérica de la ficción literaria o televisiva que también nos constituye. Los Estados Unidos son parte de nuestro orden cotidiano. En las reseñas hablamos de cosas que si existen no las conocemos con detalle o hablamos de objetos que no existen pero que tienen efectos bien reales.
Bibliotecas. En el último número de la revista Mercurio, el 128, hay un dossier dedicado a las bibliotecas. Es una aproximación muy sugestiva al fenómeno, a lo que debemos a los libros. Tengo el honor de empezar el número con un artículo dedicado a este asunto. Escribo una impresión de lector agradecido. Es una ensoñación propiamente literaria de quien ha encontrado en las letras, en las historias, su mayor dicha.
Lo he titulado «Mobilis in mobili. La biblioteca como observatorio«. ¿Les suena ese lema? «…Acompañemos al capitán Nemo a bordo del Nautilus. Estamos en el siglo XIX, siempre después de 1865. El buque submarino es un ingenio mecánico dotado de todos los avances técnicos. Y lo es para un individuo que ha dado la espalda al mundo. ¿Ha dado la espalda al mundo? El Nautilus es su guarida, el cobijo desde el que mira las profundidades abisales y las superficies marinas. El navío dispone de adelantos, pero sobre todo tiene una biblioteca de amplios anaqueles sobre los que reposan gran número de libros. Nemo ha conseguido reunir doce mil volúmenes…» Leer más aquí.
Si desean completar ese número 128 de la revista Mercurio en pdf, aquí tienen el enlace. Encontrarán también reseñas varias: entre otras, una de Alejandro Lillo sobre El cementerio de Praga, de Umberto Eco, y otra que firmo yo sobre Juegos peligrosos, de Margaret MacMillan, un excelente ensayo sobre la historia y sus usos.
La biblioteca. Cuando estuve en Alejandría no visité la Biblioteca: así en singular y con letra mayúscula.
Atracamos en el puerto, llegamos al control de pasaportes y, una vez superados los trámites, nos encaminamos hacia el sur.
En fín, sí, lo reconozco: no visité el tesoro reedificado siglos después de su destrucción, esa Biblioteca de Alejandría, ahora llamada Bibliotheca Alexandrina.
Los amigos que viajaban con nosotros permanecieron en la ciudad, pudiendo pasear por sus calles así como
ingresar en el imponente edificio.
Nos enseñaron las fotografías después. Son imágenes muy repetidas. En Internet circulan instantáneas similares. Destacan la grandiosidad del emplazamiento. En efecto, impresionan el despliegue y el colosalismo.
Hay una cierta incongruencia entre esa edificación monumental y la modesta vida que hay alrededor, las casas bajas y de barro que abundan en la ciudad. Pero no puedo decir más. Sólo son meras impresiones de turista.
Egipto, 1 de febrero de 2011. Hace un par de años estuve en Egipto. Fue una estancia breve, muy breve: visité Alejandría, que prácticamente no vi, y El Cairo, que atravesé a toda prisa.
De la primera a la segunda ciudad fuimos en autobús, recorriendo la autopista y soportando la cháchara de un guía. Era egipcio. Mientras se dirigía a nosotros en un español impecable apenas podía reprimir su malestar o su rencor.
Hablaba de Egipto como del epicentro de la civilización árabe; hablaba del esplendor de Al Andalus y de la inexplicable penuria que hoy padece su país. En su inacabable parlamento establecía un hilo de continuidad: de los antiguos faraones a los musulmanes actuales, postergados.
La arena era pertinaz e invasora y sólo excepcionalmente aparecía la vegetación ganada al desierto, un verdor de oasis. La llegada a la capital fue una impresión perdurable. ¿Qué vi? Yo marchaba como un turista: pude apreciar la belleza austera de los minaretes y en primer plano la miseria del Tercer Mundo. La magnificencia y la desventura eran vecinas: como también lo eran la parsimonia de los cafés, atiborrados de parroquianos apáticos, y el tráfico en las calles, un caos de automóviles y cláxones. Edificios sin acabar, fachadas sin enlucir, calles desportilladas sin veredas, coches de fecha remotísima, multitudes peatonales y pobreza.
Hemeroteca del día
Justo Serna, «Asilo político», El País, 2 de febrero de 2011.




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