Uno. Una amable periodista me pide escribir sobre el fenómeno Belén Esteban. Yo le agradezco la invitación, pero le digo que ese personaje no me interesa. No me despierta ninguna atención. Me la despertó, a qué negarlo, pero ya no…
Entonces, mi remitente cambia de asunto, uno más serio o más grave. Me pide escribir sobre Egipto o Yemen. ¿Egipto y Yemen? Me quedo sorprendido. ¿Pero qué sé yo de esos países? Carezco de conocimientos; sólo tengo meras impresiones.
Insisto: nada de lo que yo pueda escribir sobre Egipto rebasa la observación trivial o el apunte académico. Nada. O sea que no vale la pena ir hasta allá. Lo poco que sé se lo debo a los medios.
Esto me hace reflexionar: me refiero a lo mucho que ignoramos de lo que ocurre cuando creemos ver y saber lo que sucede. Me hace reflexionar, ya digo, y me hace recordar.
En un pasaje de Por el camino de Swann —en versión de Pedro Salinas— dice Marcel Proust:
«Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida. En el momento ese en que rompemos febrilmente todas las mañanas la faja del periódico, las cosas debían cambiarse y aparecer en el periódico, yo sé qué, los… pensamientos de Pascal, por ejemplo –y desató esta palabra con un tono de énfasis irónico para no parecer pedante–. Y, en cambio, en esos tomos de cantos dorados que no abrimos más que cada diez años es donde debiéramos leer que la reina de Grecia ha salido para Cannes, o que la duquesa de León ha dado un baile de trajes».
Ahora que empiezo el nuevo post, me perdonarán la interrupción. Me voy a comprar los diarios. Ayer, las páginas rosa de Abc y El Mundo me informaban de la gala organizada en Buckinham por el príncipe Charles . Eos ocurría días atrás. Entre los invitados estaban Isabel Preysler, sus hijas Tamara y Ana, así como la duquesa de Alba. Etcétera.
Ahora voy a romper la faja o el celofán de los periódicos del día y de los dominicales: a ver si aparecen los pensamientos de Pascal.
Dos. Las veintiuna horas del domingo 6 de febrero. Sólo entonces leo los comentarios que David P. Montesinos ha dejado en el blog. Se refiere a Daniel Bell, el célebre sociólogo norteamericano. O, mejor dicho, se refiere a su muerte.
Parece mentira: justamente el mismo día en que digo aquí que voy a comprar los diarios para ver inmediatamente las novedades periodísticas –el mismo día en que anuncio que luego vuelvo–, ese día precisamente no leo las noticias hasta las 9 de la noche.
Gracias a Montesinos me entero de que en El País hay una nota necrológica dedicada al sociólogo. Es un artículo de Fernando Vallespín. Lo leo. Leo el comentario de David P. Montesinos: desde luego quiero ponerlo en la sección de páginas permanentes. Con todo merecimiento y por la generosidad intelectual de Montesinos. En la muerte de Daniel Bell se titula. ¿Que qué me parece?
Comparto con Montesinos y con Vallespín un gran interés por este sociólogo. Tres son las referencias que ambos nos dan: un anuncio, un pronóstico y un diagnóstico. O, en otros términos, el fin de las ideologías, el advenimiento de la sociedad posindustrial, el hedonismo como gran contradicción cultural del sistema capitalista. Ha sido releer lo escrito e inmediatamente regreso a mi infancia, adolescencia y juventud. ¿Por qué razón?
Como señala Vallespín, la crisis del ideologismo tuvo su versión reaccionaria, castiza y muy informada: la que encarnara Gonzalo Fernández de la Mora con su libro El crepúsculo de la ideologías. Había un ejemplar de dicha obra en mi domicilio. No lo compré yo; lo adquirió mi padre. Nunca le vi leerlo. Recuerdo aquel libro cuando yo era joven y lo hojeaba con extrañeza y devoción. Sí, con extrañeza y devoción. No sé por qué ese volumen estaba en mi casa.
Bell era el inspirador remoto de aquellas páginas y lo extravagante era la ideología de Fernández de la Mora: su adhesión al franquismo como Estado de Obras, el triunfo de la tecnocracia, el fin de las pasiones políticas. En Bell era un anuncio muy bien fundamentado y era a la vez un dictamen sobre la sociedad del bienestar. En Gonzalo Fernández de la Mora se convertía en una defensa del desarrollismo español de los sesenta.
Pero, como decía antes, el estudioso norteamericano también me hace regresar a la adolescencia y a la juventud. Recuerdo los cursos iniciales de la Facultad, entre 1976 y 1977: cuando leía mis primeros libros de sociología –por voluntad propia–, Bell me parecía muy clarividente. De todos modos no había que pregonarlo muy alto: el marxismo tenía gran prestigio intelectual y toda sociología inspirada por Max Weber resultaba sospechosamente conservadora. Es decir, que leí a Bell en silencio, sobre todo Las contradicciones culturales del capitalismo, en aquella edición de Alianza Universidad.
No sé por qué nunca lo cito ni hago referencia a esas páginas. Tal vez por la misma razón por la que no suelo citar La ética protestante y el espítu del capitalismo, de Weber: por haberlo asimilado. No se trata de compartir todos sus juicios, ni mucho menos. ¿Quién soy yo para discutir o para aprobar a Bell o a Weber? No, no es eso. En realidad, lo que me atrajo de ambos es que hacían depender el capitalismo de unas condiciones culturales: un sistema económico se fundamenta en un marco de referencias a partir del cual se definen una ética, unas normas y un comportamiento.
Pero voy a dejarlo estar, que me pongo pesadísimo y profesoral. Volveré a la actualidad.

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