David P. Montesinos, En la muerte de Daniel Bell

Termino de leer su obituario en El País. Con él me ha pasado lo mismo que, hace un año, con Claude Lévi-Strauss, que antes de lamentarme por perderlo, lo que se me ocurre es preguntar con cara de tonto: “¡Ah! Pero ¿es que este tío aún vivía?”.

En realidad no frisaba los cien años como Lévi-Strauss, sólo tenía noventa y dos, pero uno tiene la sensación de que, en realidad, ya lo había perdido hace mucho. Al contrario de lo que sucede con algunas celebridades –me vienen a la cabeza personajes tan dispares como Zygmunt Bauman, Clint Eastwood, Umberto Eco o Gabriel García Márquez- que han encontrado en la senectud algunas de sus mejores energías creativas, las obras que forjaron la leyenda de Daniel Bell como un autor de enorme influencia quedan ya muy lejos en el tiempo.

Seguía tomando la palabra, es cierto, y jamás dijo tonterías, pero aquellos momentos en que fue capaz de ver con anticipación lo que nadie veía son de hace medio siglo. Quizá por eso –aparte de mi irrefrenable tendencia al despiste- yo ya lo daba por muerto.

Daniel Bell es un autor conservador, no tengo ninguna duda de ello por más que se declaraba “socialdemócrata en lo económico y liberal en lo político”. Lo que hay que preguntarse es por qué tanta gente valiosa, gente nada reaccionaria en muchos casos, se ha interesado por sus obras. Creo que el pensamiento conservador ganaría músculo intelectual, credibilidad y respeto si se nutriera de personajes como Bell, o si quieren, como Karl Popper. Mal síntoma es que las dos figuras más influyentes del pensamiento reaccionario en las dos últimas décadas hayan sido personajes tan poco seductores como Francis Fukuyama o Samuel Huntington.

Me atrevo a formular una hipótesis que lo explique. Partimos de la obviedad de que a partir de 1960, con El fin de la ideología, Bell acertó a diagnosticar las claves profundas del devenir de las sociedades contemporáneas, un paisaje sumamente complejo que empieza a configurarse tras la Segunda Guerra Mundial y que, justamente en la década de los sesenta, alcanzará su máximo vértigo transformador. Puede asaltarnos la sospecha de que anunciar el fin de las ideologías convierte a quien lo manifiesta en cómplice del mal que se diagnostica: la desideologización y la pérdida de referentes morales en la sociedad de masas. En realidad, si yo entiendo bien a Daniel Bell, lo que detecta en sus investigaciones, creo que con inquietud, es la evidencia de que en la sociedad de consumo los grandes entramados ideológicos –espirituales o no- estaban perdiendo su capacidad para sustentar el mapa moral de individuos y colectividades.

Es igualmente esencial la aparición en aquella obra del concepto de “sociedades postindustriales” (si hacemos caso a Deleuze y Guattari en ¿Qué es la filosofía?, aceptaremos que pensar filosóficamente consiste en “crear conceptos”, es decir, no abandonarse a la pasividad de la reflexión contemplativa, sino abrirse a la aventura de fabricar ideas capaces de identificar experiencias que, sin ese esfuerzo nominativo, quedarían en el limbo de lo que no conocemos porque no sabemos nombrarlo). Este concepto nos permite designar la crisis, cuando no la clausura histórica, de un modelo de sociedad basado en la producción. Ese orden industrial y fordista muta decisivamente hace medio siglo. Disponemos de armas intelectuales para entender algo de lo que está pasando porque leemos a Lyotard, Baudrillard, Bauman, Beck o Sennett… Pero antes tuvimos a Bell.

Creo no obstante que si hay una obra que genera una incesante invitación a la relectura y el debate es Las contradicciones culturales del capitalismo (1973). “Mi” Daniel Bell es ese autor conservador que reacciona irritado frente a algunos de los supuestos excesos libertarios y hedonistas que culminaron en el Mayo Francés, pero que tiene la lucidez suficiente para advertir que la crisis de las sociedades postindustriales encuentra explicación en el devenir histórico del capitalismo.

Siempre hubo “modernismo”, dice Bell. Siempre tuvimos Rimbauds y Baudelaires, Nietzsches y Kierkegaards, siempre supimos de pintores surrealistas y de bohemios que impugnaban los valores constitutivos de la sociedad burguesa. Estas corrientes, a las que Bell designa “cultura antagónica”, fueron en todo momento minoritarias por definición. ¿Por qué dejaron de serlo en los sesenta? ¿Por qué los hippies, los partidarios del amor libre, el rock o los alucinógenos parecen extender en aquel tiempo sus valores al resto de la sociedad? Bell no simpatiza con tales corrientes, a las que acusa de instalarse en la contradicción de una cultura de la protesta que, en realidad, encubre la conformidad con los valores del consumo.

No es la destrucción de la clase burguesa ni la liberación de la vida cotidiana lo que, por más que lo creyeran, estaban celebrando los jóvenes occidentales en aquella supuesta gran orgía de los años sesenta. Es más bien el triunfo del capitalismo de consumo, o lo que es lo mismo, la destrucción de los valores morales que sustentaron el desarrollo de las sociedades industriales. Bell –y en esto la huella de Max Weber es indeleble- explica que, en el pasado, las claves de funcionamiento de la maquinaria social propia de las naciones industrializadas se apoyaba en unas bases espirituales enormemente sólidas: el esfuerzo, la recompensa diferida, la contención de los deseos, los principios del protestantismo, en suma… La promoción del Yo será la piedra angular desde la que se vendrá abajo tan poderoso entramado. Proclamada antaño por la tradición antagónica –por ejemplo en el Romanticismo- encuentra, no obstante, en la invención del sistema crediticio y después en la publicidad, es decir, en la dinámica interna de la economía capitalista, su verdadera condición de posibilidad.

El hedonismo y la sustitución de la cultura del esfuerzo por la de la satisfacción de los deseos no son en suma un producto de los movimientos contraculturales de los años sesenta: es el capitalismo quien en realidad, por su propia inclinación a encontrar nuevos espacios de rentabilidad, el que ha propiciado su propia crisis.

He aquí, siempre según Bell, la gran contradicción del capitalismo actual: no dispone de un sólido mapa moral como el que tuvo en el pasado para sustentar espiritualmente a los sujetos en él implicados. En aquel texto tan brillante, la respuesta que Bell se atreve a vislumbrar ante tan inquietante diagnóstico resulta decepcionante a más no poder:

“¿Qué nos mantiene aferrados a la realidad, si nuestro sistema secular de significados resulta ser una ilusión? Me arriesgaré a dar una respuesta anticuada: el retorno de la sociedad occidental a alguna concepción de la religión”

Decepcionante, sí, pero lo importante ya estaba dicho. Leamos de nuevo a Daniel Bell, aunque sea con la excusa de su muerte, ya que la derecha hace tiempo que deriva por otros derroteros.

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