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Historia. Carta abierta a Julián Casanova
Querido Julián. He leído con mucho interés la Tribuna que publicas en El País (7 de mayo de 2011), titulada “La academia y
la historia”. Si me permites, paso a exponerte mi punto de vista.
Creo que enumeras de manera didáctica en qué consiste la historia: por qué hemos de ser rigurosos, por qué hemos de tomar la objetividad como meta normativa o principio regulador. Lo que resulta decepcionante es que esto tenga que repetirse una y otra vez cuando debería ser del dominio común. Algo habremos hecho mal los historiadores si nos hemos enajenado al público. ¿Quizá nos hemos apartado del contacto con los lectores oscureciendo nuestra materia, orgullosos de ser tenidos por científicos?
Creo que los historiadores han de intervenir en la esfera pública, pero no para avalar lo actual, sino para hacer más complejo el análisis del presente. Por eso, cuando un investigador trivializa o legitima está obrando con absoluta incorrección. Hay que distinguir la investigación, la opinión, el método y la escritura.
Creo que la escritura es comunicación, un ejercicio retórico: permítaseme esta afirmación banal. La retórica no tiene buena prensa entre nosotros. Quizá muchos aún piensan que la investigación sólida no precisa de artificios narrativos o expositivos. Pero la retórica no es mera seducción: es convencer con pruebas. Y las pruebas no son sólo documentos. Son también los argumentos, los conceptos, las designaciones: recursos que por fuerza han de comunicarse y por tanto fiscalizarse.
Creo que defiendes convincentemente la función pública, propiamente edificante y cognoscitiva, de la historia. Edificante, pero no moralizadora. El conocimiento del pasado no es un tribunal de conciencia en el que ajustar cuentas. Nos sirve como contraste: entre lo pretérito y lo contemporáneo establecemos analogías para inmediatamente subrayar las diferencias. Lo pasado no es el espejo del presente, pero tampoco es el embrión que conduce irreparablemente a la circunstancia actual. La historia es conocimiento, no reconocimiento.
Creo que expresas con contundencia una opinión que comparten bastantes historiadores: que la Academia, la RAH, no nos representa. Eso es lo que de entrada pensamos. Pero no sé si la Academia es tan irrelevante como queremos creer. Las posiciones anacrónicas están muy difundidas y vigentes en nuestro gremio. No se limitan a la vetusta o venerable institución.
Creo que supones bien cuando dices que hay historiadores convocados para escribir en el Diccionario biográfico que habrán hecho su trabajo dignamente y que, por tanto, habrán de sentirse decepcionados ante un organismo que impone desigualmente sus requisitos. La incongruencia metodológica y la arbitrariedad procedimental producen monstruos.
Creo que aciertas cuando criticas a los historiadores que se desentienden de los lectores, de los destinatarios. Pero, atención, repartamos bien las culpas. Señalas con tino que «algunos historiadores y miembros de otras disciplinas, en algunos casos también con puestos vitalicios en las universidades, nunca necesitan pasar los filtros de la competencia y el rigor que les exigirían en cualquier editorial de prestigio». Esos investigadores serían responsables de «escritos, de escasa calidad y distribución, y difíciles de digerir»: tanto que «apenas tienen lectores».
Comparto tus reproches: el elitismo es impotencia, la erudición es cicatería y a veces el academicismo es un postizo que tapa la incuria. Sin embargo, el gran público o las editoriales privadas no son necesariamente el fiel medidor. ¿Acaso el mercado es la instancia que ha de avalar lo investigado y lo dicho? En parte sí. Pero el éxito editorial de los historiadores comerciales no es garantía de seriedad. Tampoco la severidad grave o fatua de los académicos.
La cosa es bien sencilla: la historia no es una ciencia, pero los historiadores se dotan de protocolos, de métodos, para hacer rigurosas investigaciones. Además, han de someterse a la fiscalización de sus iguales, que examinarán la solidez documental y argumental. Y, en fin, han de transmitir con eficacia, lo que no significa hacer siempre divulgación o vulgarización. La claridad es la cortesía del filósofo, según José Ortega y Gasset: un pensador que supo atender al público, que supo meditar sobre los temas de su tiempo, de nuestro tiempo. No veo por qué los historiadores no pueden hacer lo mismo cuando escriben sus monografías.
De entrada seamos exigentes con lo que escribimos. Partamos de varios supuestos.
Primero: quien nos va a leer no tiene apetencia de hacerlo. Por tanto hay que persuadirlo (con pruebas y con argumentos, con una exposición de fuerza literaria y con un rigor metodológico).
Segundo: quien nos va a leer no tiene un conocimiento previo de la materia: menos aún, un saber erudito o información de experto. Hemos de administrarle los datos estratégicamente; hemos de convencerlo y retenerlo con eficacia comunicativa.
Tercero: quien nos va a leer no tiene interés alguno en nuestras opiniones civiles o en las ideologías que profesamos. Por tanto, hemos de cultivar el rigor frío en una exposición que cautive. La frase del historiador ha de estar documentada, cierto, pero ha de ser una oración que convenza. Mejor aún: que venza la resistencia o la incredulidad del lector.
Algunos lo consiguen. Otros nos conformamos con no errar. En fin, a ver si entre todos vamos aprendiendo.
Un abrazo,
Justo Serna
Vida. Leo la crónica de Javier Rodríguez Marcos
Sus libros son una aventura personal que tiene trascendencia colectiva, un repertorio de recuerdos elaborados años después. Muestran la tragedia europea del siglo XX, pero muestran también de qué manera puede auparse un individuo sin apearse de sí mismo.
Aún recuerdo el inicio de
«Están delante de mí, abriendo los ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor.
«Desde hacía dos años, yo vivía sin rostro. No hay espejo en Buchenwald. Veía mi cuerpo en su delgadez creciente, una vez por semana, en las duchas. Ningún rostro, sobre ese cuerpo irrisorio. Con la mano, a veces, reseguía el perfil de las cejas, los pómulos prominentes, las mejillas hundidas. Podría haber conseguido un espejo, sin duda. Se ecnontraba de todo en el mercado negro del campo a cambio de pan, de tabaco, de margarina. Ocasionalmente, incluso ternura.
«Pero no me preocupaban estos detalles.
«Contemplaba mi cuerpo, cada vez más borroso, bajo la ducha semanal. Enflaquecido pero vivo: la sangre todavía circulaba, no había nada que temer. Sería suficiente, ese cuerpo menguado pero disponible, apto para una supervivencia soñada, aunque poco probable».
La primera vez que leí a Jorge Semprún fue en septiembre de 1978. Yo estaba en Andorra: en concreto en L’Escaldes. Lo digo por lo insólito de la circunstancia. Había acudido a casa de unos primos míos que entonces residían allí. Ellos eran mayores; yo sólo tenía diecinueve años. Había acudido a su casa para pasar unos días antes de empezar el curso. Sé que me había llevado algo para leer; no recuerdo qué. Lo que sí recuerdo es otra cosa: en el mueble del salón-comedor estaba la Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún. Dicho libro había recibido el Premio Planeta en 1977.
Resultaba un volumen extraño. Ganador de un galardón literario, de novela, sin embargo parecía ser eso que predicaba el título: una autobiografía. Pero el Federico Sánchez del título era una ficción: había sido el alias y el álter ego del autor, de Jorge Semprún, desde los tiempos de la clandestinidad como miembro del Partido Comunista de España. Por tanto, la ficción estaba en la vida real de aquel personaje inventado por el autor y militante comunista. Desde París, Semprún acudía periódicamente a España para infiltrarse, para informarse e informar a la dirección del partido. O del Partido, como entonces se decía.
Si no lo conocen, podrán imaginar lo entretenido de aquella intriga de militancias y represión, de lealtades políticas y espionaje, propiamente espionaje. ¿De traición? Semprún contaba también su expulsión del Partido Comunista, junto a Fernando Claudín, en 1964. No he olvidado el dicterio o diagnóstico de Dolores Ibárruri, Pasionaria: sólo eran «intelectuales con cabeza de chorlito». Me sorprendió el desdén absoluto de la dirección comunista: de Pasionaria y de Santiago Carrillo. Yo tenía un gran respeto por los intelectuales y ese ultraje me pareció insoportable. Pero, bien mirado, el asunto no estaba claro para mí: yo estaba leyendo la versión de Semprún. Además, el autor había ganado un premio de ficción. ¿Se ajustaba a la verdad? Me convenció. En realidad, lo inventado era esa doble vida con nombre falso, la de Federico Sánchez, concebida para sobrevivir y espiar en la España de la posguerra.
Prácticamente lo devoré: mientras esperaba que mis primos regresaran cada día del trabajo, yo consumía la espera leyendo la Autobiografía. Sus páginas me dejaron anonadado. Empecé a frecuentar otras obras suyas y las primeras películas que con guión suyo llegaban entonces a España, esos films políticos que la censura franquista había prohibido…
Años después, tras haber leído varios libros suyos, me detuve, entretenido, en uno que seguramente no es su mejor texto autobiográfico. Me refiero a aquel que lleva por título Federico Sánchez se despide de ustedes (1993). Como siempre, no hay página sobrante ni desdeñable. De su relato siempre se aprende algo. Lo que ahora nos contaba era su peripecia penúltima: el paso por el Ministerio de Cultura y los tiempos de mocedad de quien después acabaría siendo Federico Sánchez. ¿De militante comunista y camarada de Santiago Carrillo a ministro socialista de Felipe González y compañero de Alfonso Guerra? Las páginas que dedica al chismorreo de Gabinete son muy entretenidas, sobre todo aquellas en las que critica ferozmente a su personaje más odiado: Alfonso Guerra. Le censura sus pujos intelectuales, su nececidad de aparentar saberes y conocimientos de autodidacta.
Pero esos episodios –muy reveladores– son poca cosa si los comparamos con su evocación de Buchenwald, tal como aparece en La escritura o la vida: su estancia en el campo de concentración. Él –que había nacido señorito en el seno de una buena familia madrileña–tendrá que sobrevivir en condiciones insoportables. Pero sobre todo tendrá que esperar décadas para poder contarlo, para poder relatar una experiencia extrema cuya sola evocación le hacía enfermar. Después de acabar ese volumen, cuya versión española data de 1995, leí alguna cosa más (Veinte años y un día, 2003), pero ya no recuerdo haber sentido la misma emoción.
La emoción me viene ahora: un día, pocos meses antes de morir, sorprendí a mi padre releyendo El largo viaje (cuya edición original en francés es de 1963). Era uno de los libros que más le habían gustado: no de Semprún, sino de todos los que él había leído. Eso me dijo. Como se hacía una jerarquía con sus lecturas y las calificaba, sabía cuáles merecían una relectura. Mi padre releyó esta obra de Semprún, sí. Pero no una, sino varias veces. Qué paradoja: eran de la misma generación, aunque poco tenían en común. Mientras uno había sido subversivo y aventurero, el otro vivió doméstico y moderado. Qué extraños paralelismos.
Hemeroteca
Justo Serna, «Teléfonos pinchados«, El País, 8 de junio de 2011
«…Si te pillan apalabrando negocios, comprendo que te sientas indefenso. Y si no haces tal cosa, si simplemente charlabas de manera distendida con un amigo, entonces lo que te avergüenza es tu propia expresión ordinaria y ruda. La tuya o la de tu interlocutor.
«Si son ciertas las palabras reproducidas, el promotor Enrique Ortiz gasta un lenguaje muy zafio para hablar de sus presuntos enredos y de sus supuestos regalos: «de puta madre, de puta madre»; «tío legal que se lo está currando»; «me ha dado una zona acojonante»; «¡qué maricón!»…».


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