Uno. Hace veinticinco años [dicho en 2011] murió Jorge Luis Borges. Fue exactamente el 14 de junio de 1986. Si tuviera que recomendar una lectura provechosa a un joven interesado por la literatura, entonces no tendría dudas. Lea usted a Borges: a Borges en todas sus formas y creaciones.
Con sus obras podríamos formar enteramente La biblioteca del hijo, que ahora retomo después de una, dos y tres entregas. Siempre regreso a su prosa y a su poesía. Siempre lo recomendaría, pues.
Dos. En casos como éste, lo normal es que hablemos de nosotros mismos apoyándonos en el muerto egregio: cuándo lo descubrimos, cuándo lo leímos, cuándo lo veneramos e incluso cuándo dejamos de frecuentarlo. Porque la influencia de un autor ya clásico se mide no sólo por el impacto inmediato o directo. Se mide también por las reacciones contrarias que provoca.
Modestamente –y como en tantos otros casos–, mi vida podría examinarse a la luz de las lecturas o relecturas de Borges: cuándo lo tuve por autor diario o cuando me alejé de él para no quedar preso o enredado en un laberinto, tan del gusto del escritor argentino. Sobre esto y sobre él he escrito una, dos, muchas veces.
Mi descubrimiento no tiene nada de especial: supe de él gracias a aquella colección RTV, de Salvat, que se publicó hace cuarenta años. En concreto, lo primero que leí fue el cuento Emma Zunz, que estaba en el volumen 91 de aquel fondo. El librito está datado en 1970. Luego, a principios de los años ochenta me di un empacho leyéndome la Prosa completa que publicó Bruguera. De paso, periódicamente me hacía con ejemplares de las ediciones de Alianza para satisfacer mi apetito. Todo, como ven, muy predecible.
Tres. ¿Me he alejado de Borges? No. Periódicamente vuelvo a su obra, a esos ensayos que parecen cuentos; a esos relatos que simulan ser investigaciones; a esas pesquisas que se consuman como metafísicas; a esos argentinismos que resultan cuestiones universales; a esos poemas que enumeran los dones, que cifran lo evidente, que tratan del enigma, de la muerte, de la finitud, de la chiripa (también llamada destino).
¿Alejarme? No podría. No sólo regreso a su obra –a «la obra visible que ha dejado»–, sino a su vida. En mi casa, la balda más cumplida que tengo es la suya: en la estantería hay numerosas biografías (una parte mínima de las que se le han dedicado; hay trabajos sobre su literatura, estudios perecederos –efímeros, sí– y ensayos que lo homenajean o repudian con energía. Algunas de esas prosas sobrevivirán.
No se cansó de conceder interviús y el subgénero «libro-entrevista» es abundante. Hay un Borges oral que resulta fascinante, a veces previsible y reiterativo, a veces manierista, pero siempre interesante. No recuerdo cuántos de estos libros tengo: me refiero a los que Borges dictó.
Cuatro. El prestigio del escritor argentino no decae aunque su lectura sufra vaivenes. Cuando eres joven, Borges es un modelo de escritor refinado, culto, irónico: carga con la tradición, admite la imposibilidad de cambiar y a la vez altera y trastorna el legado que llega hasta él. John Barth calificó su creación como literatura del agotamiento. También la de Vladímir Nabokov. Recrean lo ya dado y bromean sobre la incapacidad de ser verdaderamente originales. Por eso, Borges cita, cita abundantemente: para hacer ostensible lo pretérito, esas literaturas que él conoce y que no consigue olvidar.
En Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida (1874), Friedrich Nietzsche recomendaba olvidarse del peso muerto de la tradición para así alzarse creando algo nuevo y no lastrado. Borges no lo hace, pues es consciente de que cuando él comienza los grandes logros ya se han consumado. Pero eso no lo paraliza. No seré responsable de una obra monumental o extensa –podríamos decir–, pero seré el autor de iluminaciones, de trozos, de fragmentos.
Todo en él es aparentemente tentativo y parcial. Quizá haya algo perdurable en lo que hago, podría consolarse. Rendiré homenajes y haré mío lo que leo o me leen. En realidad, redescubre porque, como dice el propio Borges, la cualidad del clásico es que no puede ser leído: sólo releído. De ahí que esas citas reales o apócrifas sean guiños; pero también recursos con los que hacer algo nuevo.
Cinco. Contrariamente a lo hecho hasta ahora –el libro de un autor para La biblioteca del hijo–, con Borges no puedo decidirme. ¿Qué debería ir antes? ¿El jardín de senderos que se bifurcan (1941)? ¿Ficciones (1944)? ¿El libro de arena (1975)? En Borges, la cronología es relativa, pues sus libros no son siempre definitivos y sus temas menos aún. Los asuntos se encadenan y se ordenan en un puzzle cuyo entero no tenemos.
En realidad, lo que yo propondría al joven lector es que se dejara llevar por su intuición y por su intención. Que ingresara en el mundo borgiano y que comenzara a saltar de ensayo en ensayo, de cuento en cuento, de poema en poema, para ver las conexiones íntimas, las reiteraciones obsesivas, las imágenes que condensan lo real: desde las rayas del tigre hasta los caminos del laberinto, desde el arrojo del compadrito, del orillero, hasta el valor de los justos, de los hombres solos.
Para ver las conexiones…, y sobre todo para descubrir cuál es la autentica compulsión de la que Borges no se curará: el individuo y su creación, su posición. Una frase te justificará, un verso te redimirá, una idea eufónicamente expresada te salvará: y en el proceso averiguarás, conocerás, aprenderás con asombro. Con asombro: como los viejos filósofos. ¿Eso qué significa? Que nada está dado de antemano. A pesar de los logros, a pesar de recibir la tradición, el saber y sus iluminaciones, la moral y sus decisiones, son siempre individuales.
Seis. En cada ser humano se dan el aprendizaje de lo nuevo y la asimilación de las rutinas. Pero sobre todo en cada persona que se define hay una pulsión creadora que puede agostarse o puede desarrollarse. No se trata de proponerse grandes obras, tarea pomposa y generalmente fracasada. No se trata de realizar esos prodigios que son la inmortalidad de sus autores. En lo pequeño está el brillo del genio modesto.
De repente, un lector descubre que puede crear simplemente leyendo y releyendo. Una obra le lleva a otra, una referencia es eco de otra: con vértigo y con alborozo, el lector y el observador lo ven todo sucesiva y simultáneamente: como en El Aleph, ese cuento que apareció en el libro homónimo de 1949. Un simple escalón es la pantalla en la que todo se ve y se vive: un modesto peldaño de la humanidad nos hace ingresar en un mundo ya consumado, en lo individual y en lo colectivo, en lo memorable.
No hay que pedir disculpas por haber venido tarde, por haber llegado después. La humilde lectura es efectivamente realización y cumplimiento.
Siete. Sabato: (…) Usted sabe que los propósitos siempre son superados por la obra, cuando se trata de arte. Quién recuerda en qué acceso de patriotismo Dostoievsky se propuso escribir un librito titulado Los borrachos, contra el abuso del alcohol en Rusia: le salió Crimen y castigo.
Borges: Claro, si el Quijote fuera simplemente una sátira contra los libros de caballería no sería el Quijote. Si al final, cuando termina la obra, el autor piensa que hizo lo que se propuso, la obra no vale nada…
Diálogos Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato (1976).
Fotografía: Jorge Luis Borges 1951, por Grete Stern

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