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Uno. He leído la biografía que Tristram Hunt dedica a Friedrich Engels. ¿Su título original ? The Frock-
Coated Communist (2009). He de hacer una reseña breve de este volumen extenso, minucioso, en el que todo es interesante y debatible. Conmueve la defensa que el autor hace de Friedrich Engels.
¿Quiere usted hacerse una idea cabal de lo que fue el siglo XIX, de lo que fue la explotación obrera? Léalo. ¿Quiere saber qué era el capitalismo y quiénes eran sus opositores en el Ochocientos? Léalo. El editor español –supongo que de acuerdo con el traductor, Daniel Najmías— ha tomado la decisión de titularlo de una manera provocadora: El gentleman comunista. La vida revolucionaria de Friedrich Engels (2011).
Opta por gentleman. Es un sustantivo inexistente en la edición inglesa. La voz elegida, gentleman, convierte la palabra comunista en adjetivo. El resultado es un título confuso y lingüísticamente discutible: mantiene en inglés un nombre que tiene sus equivalencias españolas: caballero, por ejemplo. ¿Es eficaz dicha rotulación? Sí, sin duda: choca, llama la atención; pero los responsables sacrifican el rigor al reclamo. Salvado ese escollo, no se pierdan este volumen.
Dos. Estamos hablando de publicidad, de reclamos. Veo la cuarta temporada de Mad Men (2010). La mar de
interesante, casi tanto como las primeras entregas de la serie. Por supuesto, la identidad de Don Draper nos es conocida y en ello no radica la intriga. Lo curioso es su deambular. Draper triunfa en el negocio de la publicidad, pero vive apesadumbrado. Lo vemos más delgado y más bello, con un aire más desenvuelto.
La agencia Sterling Cooper Draper Pryce (SCDP) se va haciendo con cuentas realmente lucrativas. En los primeros capítulos de esta temporada, es la compañía Pond’s la que impone ciertas exigencias a los creativos: el estorbo es Clearasil. También a los ejecutivos de cuentas les concierne. ¿Son compatibles Clearasil y Pond’s? Son cosméticos de distintas empresas. ¿Sus cuentas las puede llevar simultáneamente SCDP?
Cuando yo era niño, en los inicios de la era televisiva, España soñaba con mejorar, con prosperar. Un slogan se impuso en los años sesenta (leído ahora parece ideado por Draper). Era éste: Plan Pond’s, belleza en 7 días. La aplicación del cosmético auguraba un rostro radiante. Las mujeres podían confiar en cambios radicales y no sólo epidérmicos. Recuerdo que ese slogan me parecía el colmo de la modernidad americana y televisiva: las damas podían rehacerse, remendarse, embellecerse, finalmente. Hoy figuraría como un reclamo engañoso y no sé si sería tolerable por las comisiones éticas de los publicitarios. En los sesenta, en cambio, nos parecía la dicha del capitalismo. He vuelto a ver el spot aquí: una joven injustificadamente mohína sonríe muy mona siete días después de aplicado el ungüento.
Tres. Hablando de ungüentos, centrémonos en el psicoanálisis: se aplica exteriormente y provoca efectos
internos. Es una medicina verbal de impredecibles consecuencias. Tiene reglas, protocolos, procedimientos, pero en parte depende del galeno, por decirlo así.
Sigmund Freud fue el creador del psicoanálisis, observador de la psique bajo el capitalismo. Y fue un síntoma. Dijo algunas cosas muy interesantes y algunas otras totalmente perecederas: referidas a la Viena del Novecientos y más o menos universalizables.
Fue un analista agudo de los malestares psíquicos, en parte idénticos a las propias desazones que él padecía. Hablaba de realidades, pero también de las fantasías, de las fábulas que la civilización alimenta. La cultura es represión: un linimento que apenas alivia las pulsiones, lo instintivo. Nos guste o no aún vivimos bajo su influencia.
Leo el artículo de Manuel Rodríguez Rivero que publica en Babelia. En buena medida, la columna está dedicada al libro de Michel Onfray, Freud. El crepúsculo de un ídolo (2011). Rodríguez Rivero me ha sorprendido gratamente y también me ha sorprendido la coincidencia: me ha pillado con el libro de Onfray, que me regalaron unos amigos. Leo gustoso el volumen. Y con creciente, con placentero desdén: he de hacer otra reseña y no hay nada que me guste más que escribir sobre los libros que me irritan.
Veo que en lo básico Rodríguez Rivero y yo coincidimos: también creo que Onfray es un «mediático y astuto filósofo-publicista». No voy a adelantar la reseña, pero sí que puedo mostrar el principio de mi desacuerdo. El ensayista francés engola voz para decir cosas ya sabidas o archisabidas, como si él fuera el gran debelador y el gran desvelador. Acusa a Freud de narcisista, pero Onfray cae en el ensimismamiento desde la primera página. De hecho, su texto puede leerse como una autobiografía narcisista: mi vida con, contra, tras Freud. Tiene una forma de escribir propensa a la hinchazón: a la amplificación. Y además trocea: capitulillos cortos, no sea que el lector se me escape o se me espante. Se siente heredero de Friedrich Nietzsche. ¿De Nietzsche? Aún no me he repuesto del librito trivial que le dedicó…

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