Uno. Yo he visto la película de Pedro Almodóvar, sí, la última que se ha estrenado: La piel que habito (2011). ¿Será un éxito? Ah, ¿quién sabe lo que durará en cartel?
Digo que he visto la película de Almodóvar porque, en principio, me resistía a verla. Por eso lo proclamo con tanto énfasis. Durante días y días, en las jornadas que precedieron al estreno, mostraba una oposición algo irracional. O tal vez no. Tal vez, mi conducta estaba justificada.
No iré a verla, no iré a verla, me decía. ¿Acaso era un prejuicio? No. Era la experiencia de un espectador resabiado. Creo formar parte del público antiguo del cineasta manchego.
Pondré un ejemplo: en Sevilla, a la altura de 1982, acudí al estreno de Laberinto de pasiones (1982). Me reí muchísimo con un film que tenía a Imanol Arias como protagonista. Encarnaba a un supuesto hijo del Sha de Persia de paso por España.
El asunto argumental era un disparate, pero el esperpento, el sarcasmo y la ternura son parte de Almodóvar. Y también el desenfado y la grandilocuencia. Luego vi su opera prima: Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980).
Con esa película y con otras que vinieron después confirmé que Almodóvar empezó sin saber hacer cine; constaté que el director iba aprendiendo; corroboré que tenía una desvergonzada fuerza y una habilidad especial para captar y retocar imágenes tópicas, para mezclar lo alto y lo bajo y para contar folletines.
¿Esos folletines? Sí, esos melodramas rotundos que jamás me han interesado. Lo admito. De las historias de Almodóvar siempre me he sentido muy lejano. Salvo, quizá, de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), con una Carmen Maura que intepretaba espléndidamente a un ama de casa desquiciada. No comprendí el entusiasmo universal con Volver (2006) y me molestó especialmente La mala educación (2004). Etcétera.
Dos. Acudí al cine motivado por Carlos Boyero (El País). Su crítica de La piel que habito era tan fiera, la denostaba con tanto aspaviento, que me picó la curiosidad. No puede ser tan deleznable, me dije. Los actores no pueden estar tan mal, el argumento no puede ser tan artificioso.
Fui al cine y sentí algún estremecimiento. Sentí malestar. El aire acondicionado estaba excesivamente alto y la historia me dejaba frío.
¿La vida de un cirujano plástico que experimenta con piel humana para recrear la epidermis de los seres queridos y tal vez perdidos? ¿Una recreación del mito de Frankenstein?
Recuerdo haber visto varios automóviles marca BMW en la película. Recuerdo haber visto Toledo como localización inicial. Recuerdo haber visto la calle de alguna población gallega. Esos tres elementos no están justificados argumentalmente: sólo la producción, las subvenciones o los acuerdos comerciales justifican su presencia.
¿Por qué Antonio Banderas, el cirujano inescrupuloso, conduce un BMW de gama alta? ¿Acaso porque es un tipo adinerado? ¿Y por qué vemos ese cochazo hasta cuatro veces, cuando llega a su domicilio?
No hay elipsis si se trata de mostrar el automóvil. ¿Por qué otros tipos igualmente acaudalados pilotan sus respectivos BMW? ¿Por qué no aparecen ricachones conduciendo Mercedes o Lexus, por ejemplo?
Esto, que parece secundario, es un fallo imperdonable: los acuerdos económicos del cineasta no deben notarse en pantalla. Y se notan.
En una película puedes sacar un fusil, un rifle, una escopeta o un tirachinas, pero todo eso ha de ser utilizado justificadamente. Si al principio de un film vemos un arma, debemos saber que ese cacharro va a ser empleado.
Eso decía Alfred Hitchcock. En cine, lo ornamental me resulta odioso: más aún si sé que es resultado de los acuerdos de un cineasta con sus patrocinadores o subvencionadores. El BMW no debería apreciarse; no debería mostrarse con esa ostentación. ¿De nuevo rico? No: de cineasta agradecido.
Pero en Almodóvar, todo se distingue con énfasis: la música que subraya innecesariamente, el hieratismo de Banderas, los enredos del guión. Y Vicente, ese Vicente gallego cuyo drama resulta un exceso melodramático y cuyo dolor me resulta muy ajeno. Junto a esto, en el director manchego siempre hay imágenes poderosas: en este caso, siempre con Elena Anaya.
En fin. He tenido la suerte de poder comentar esta película con algunos amigos. Sorprendentemente, los juicios eran muy parecidos y el efecto o el nulo efecto que el film nos ha producido, también.
Lo raro, lo significativo, es que durante horas y horas hemos estados hablando de La piel que habito. Y continuaremos. Por algo será…
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