La mala educación

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Intruders. Acudí a la sala el sábado 8 de octubre por la tarde. Era la sesión de las 18:30 horas. Me apetecía ver Intruders (2011), la película de Juan Carlos Fresnadillo, un tipo inteligente, habilidoso: un acreditado contador de historias que ya me había convencido años atrás con 28 semanas después (2007).

Intruders no me decepcionó. Es muy difícil realizar una buena película de miedo: los espectadores sabemos tanto, hemos visto tantos films, hemos padecido tantos pavores cinematográficos, que hacerlo bien y con estilo es realmente arduo.

Fresnadillo asume la tradición, obra con materiales viejos y vuelve a contarnos una historia de terror: de terrores infantiles. La protagonista es una niña. 

Como me dijo E. a la salida, en la pantalla hemos visto un cuento de miedo. Tenía toda la razón: hemos asistido a un cuento de miedo, en el sentido más noble de la expresión. 

¿Un cuento? Digo esto y recuerdo un artículo reciente de Antonio Muñoz Molina. Se titulaba, precisamente, El miedo de los niños. Qué precisión, qué habilidad. Cuando lo leí –y ahora que he visto la película de Fresnadillo– recordé mis terrores infantiles.

¿Ustedes han mirado debajo de la cama o dentro del armario? ¿Han encendido las luces para comprobar que no hay intrusos? ¿Han aguzado el oído? Lo primero que debemos hacer cuando somos niños es eso: confirmar que no hay monstruos.

Monstruos S. A. (2001)…, así se titulaba una encantadora historia de Pixar que vi hace años: acudí al estreno con M. y a ambos nos entusiasmó. Quizá ustedes no hayan olvidado a su protagonista, a Boo. Qué niña, qué coraje, qué inconsciencia. No sé por qué pero el film de Fresnadillo me recordó la historia de Monstruos S. A. Tal vez, el protagonismo de la niña… 

Ahora bien, Boo es corajuda. En cambio, la chica de Intruders vive acogotada por esa presencia que se aloja en el armario... Pero lo más curioso no ocurría en la pantalla, sino en la sala: concretamente en la platea, justamente mientras veíamos el film de Fresnadillo.

La mala educación.Cuando yo la vi, el mismo día del estreno,  la sala en que me encontraba estaba al completo, repleta de jóvenes y adolescentes ávidos de pánico e imágenes o sensaciones terroríficas. ¿Cuál fue el resultado? Los espectadores que me rodeaban, lejos de acongojarse o de estremecerse, reían una y otra vez con los temores de los protagonistas, con el miedo con que los directores del film pretendían intimidarnos.

Si se reían, puede deberse a varias razones. ¿Porque, dada su juventud, carecían de cultura cinematográfica, estaban embrutecidos por el gore y sólo eran sensibles al terror explícito? ¿Porque se protegían con una risa defensiva del miedo real y profundo con que les incomodaban? ¿O era porque la película no contaba con suficientes recursos expresivos para  provocar el miedo…?

Lo anterior, lo que está en cursiva, lo escribí en 2000. Se publicó en la revista Lateral. Con esas palabras me refería a la experiencia que yo mismo había vivido cuando el estreno en Valencia de The Blair Witch Project (1999).

Once años después, las risas y el ruido son otros, muy diferentes. Durante la proyección de Intruders, el estrépito era insoportable, carente de sentido. No hablo de un sobresalto protector. Era pura y simplemente mala educación de muchos de los presentes.

Eso ocurría el 8 de octubre de 2011. Numerosos adolescentes hacían ruido todo el tiempo. Muchachos y muchachas haciéndose notar salvaje o irresponsablemente. Reían a mandíbula batiente, daban grititos. ¿Quizá porque la película les provocaba miedo? No. Reían antes y después de que empezara el film.

¿Y cuando se estaba proyectando? La actitud era la misma: voces ensordecedoras, chillidos, carreras que impedían seguir la película. Que literalmente molestaban. Gritaban  incoherentemente: mientras se pasaban secuencias que no provocaban terror alguno. En varias ocasiones, los acomodadores tuvieron que hacer acto de presencia, pidiendo por favor silencio; pidiendo respeto, qué se yo… Todo conspiraba contra el cine: todo te desconcentraba haciéndote perder el hilo.

¿Y luego? Luego, vimos una desolación. Cuando se encendieron las luces de la sala, el espectáculo era deplorable. Por la sala vacía había botes abandonados, palomitas desparramadas, cartones tirados, suciedad rápida y general. Lo de siempre, pero en cantidades descomunales y con mayor descuido o descaro, no sé.

En ese momento eché en falta a Boo, tan atrevida y tan insolente. Tan educada. Sí, ella era una chica educada: la dibujaron así.

Moraleja. ¿Hay moraleja en este cuento? En el film de Fresnadillo hay una lección de coraje, de audacia personal. Debemos sobreponernos y debemos afrontar la amenaza de los propios monstruos. ¿Son internos? No, no. A la postre, los monstruos acaban siendo bien reales y su presencia es un acecho que puede vencernos. Un chica mirando  al intruso. Qué bella escena. Somos frágiles, estamos indefensos, pero nuestra fuerza interior nos permite encararnos. Y no digo más…

En la anécdota de los espectadores de la sala, no hay moraleja ni tampoco cuento. Los jóvenes que hacían esos ruidos tan espantosos no provocaban miedo, sino pena: deplorable su mala crianza y sobre todo lamentable su comportamiento colectivo. Eso siempre lo han hecho los adolescentes, se me dirá. No, no exactamente. Los muchachos que compartían la sala del cine el pasado 8 de octubre eran unos atolondrados que no podían rentenerse, que no podían controlarse, que no sabían aguantar. ¿Qué cosa? No podían soportar los tiempos muertos, el aburrimiento. No podían aceptar el silencio. Lo que les espera…

8 comentarios

  1. Pues no he visto la película, y no se si será por mis miedos de la infancia, pero hoy en día, soy incapaz de dormir con ningún armario de mi casa abierto.
    El recorrido no es para abrirlos y ver si hay algún monstruo dentro (ya tengo bastante con los monstruos reales que veo todos los días), sino para ir cerrando aquellos que están abiertos.

    Un saludo señor Serna.

  2. Ah, los miedos infantiles. Yo he mirado debajo de la cama o dentro del armario. He encendido las luces para comprobar que no había intrusos. He aguzado el oído. Repito: es lo que hacía cuando niño… y algo después. ¿El qué? Pues eso: confirmar que no había monstruos.

    Pero no he acabado el post. Como decía, cuando fui a ver la película de Fresnadillo, lo más curioso no ocurría en la pantalla, sino en la sala. ¿El qué?

    Sra. Mínguez, un saludo cordial.

  3. Pues a mí lo que me aterraba de niña era que se me apareciera un fantasma en la habitación (como a la mayoría, vamos), por eso evitaba cualquier atisbo de claridad en mi cuarto: la luz tenue de las farolas que se colaba entre la persiana a medio bajar, el liviano resplandor de la radio-despertador… Vamos, cuanto más oscuro, mejor, así no podría ver nada. Hasta que una amiguita me confesó que lo que más pánico le daba era que en medio de la oscuridad sintiera que ‘algo’ le tocaba los pies…

    ¿En la sala? ¿qué es lo que pasó en la sala?

  4. La mala educación.Cuando yo la vi, el mismo día del estreno, la sala en que me encontraba estaba al completo, repleta de jóvenes y adolescentes ávidos de pánico e imágenes o sensaciones terroríficas. ¿Cuál fue el resultado? Los espectadores que me rodeaban, lejos de acongojarse o de estremecerse, reían una y otra vez con los temores de los protagonistas, con el miedo con que los directores del film pretendían intimidarnos.

    Si se reían, puede deberse a varias razones. ¿Porque, dada su juventud, carecían de cultura cinematográfica, estaban embrutecidos por el gore y sólo eran sensibles al terror explícito? ¿Porque se protegían con una risa defensiva del miedo real y profundo con que les incomodaban? ¿O era porque la película no contaba con suficientes recursos expresivos para provocar el miedo…?

    Lo anterior, lo que está en cursiva, lo escribí en 2000. Se publicó en la revista Lateral. Con esas palabras me refería a la experiencia que yo mismo había vivido cuando el estreno en Valencia de The Blair Witch Project (1999).

    Once años después, las risas y el ruido son otros, muy diferentes. Durante la proyección de Intruders, el estrépito era insoportable, carente de sentido. No hablo de un sobresalto protector. Era pura y simplemente mala educación de muchos de los presentes.

    Eso ocurría el 8 de octubre de 2011. Numerosos adolescentes hacían ruido todo el tiempo. Muchachos y muchachas haciéndose notar salvaje o irresponsablemente. Reían a mandíbula batiente, daban grititos. ¿Quizá porque la película les provocaba miedo? No. Reían antes y después de que empezara el film.

    ¿Y cuando se estaba proyectando? La actitud era la misma: voces ensordecedoras, chillidos, carreras que impedían seguir la película. Que literalmente molestaban. Gritaban incoherentemente: mientras se pasaban secuencias que no provocaban terror alguno. En varias ocasiones, los acomodadores tuvieron que hacer acto de presencia, pidiendo por favor silencio; pidiendo respeto, qué se yo… Todo conspiraba contra el cine: todo te desconcentraba haciéndote perder el hilo.

    ¿Y luego? Luego, vimos una desolación. Cuando se encendieron las luces de la sala, el espectáculo era deplorable. Por la sala vacía había botes abandonados, palomitas desparramadas, cartones tirados, suciedad rápida y general. Lo de siempre, pero en cantidades descomunales y con mayor descuido o descaro, no sé.

    En ese momento eché en falta a Boo, tan atrevida y tan insolente. Tan educada. Sí, ella era una chica educada: la dibujaron así.

    Moraleja. ¿Hay moraleja en este cuento? En el film de Fresnadillo hay una lección de coraje, de audacia personal. Debemos sobreponernos y debemos afrontar la amenaza de los propios monstruos. ¿Son internos? No, no. A la postre, los monstruos acaban siendo bien reales y su presencia es un acecho que puede vencernos. Un chica mirando al intruso. Qué bella escena. Somos frágiles, estamos indefensos, pero nuestra fuerza interior nos permite encararnos. Y no digo más…

    En la anécdota de los espectadores de la sala, no hay moraleja ni tampoco cuento. Los jóvenes que hacían esos ruidos tan espantosos no provocaban miedo, sino pena: deplorable su mala crianza y sobre todo lamentable su comportamiento colectivo. Eso siempre lo han hecho los adolescentes, se me dirá. No, no exactamente. Los muchachos que compartían la sala del cine el pasado 8 de octubre eran unos atolondrados que no podían rentenerse, que no podían controlarse, que no sabían aguantar. ¿Qué cosa? No podían soportar los tiempos muertos, el aburrimiento. No podían aceptar el silencio. Lo que les espera…

  5. Uf, yo en el cine no tengo paciencia. Seguro que hubiera abandonado la sala maldiciendo a tanto niñato. Y si me llegan a tocar mucho las narices, les habría exigido que me devolvieran el dinero, vamos.

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