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Uno. El intelectual melancólico (2011) es un panfleto de Jordi Gracia. No es una descalificación mía: es que el autor lo subtitula así, con la palabra panfleto. Quiere valerse de los recursos de este género literario. ¿Cuáles? La brevedad, la contundencia expresiva, la generalización y, si cabe, la movilización.
Gracia escribe sobre aquellos intelectuales que viven apesadumbrados, entristecidos. «El mundo marcha mal, con una decadencia insuperable, y yo me retiro», vendría a decir el melancólico. «Padecemos una banalización de la cultura, un desgaste de la exigencia, una vulgarización. Así no se puede…», añadiría ese intelectual. «La Universidad ha perdido todo papel rector, los profesores son peores que sus precedentes y los estudiantes carecen de cualquier preparación», insistiría el melancólico. Gracia caricaturiza y se guasea. ¿Y quién es?
El intelectual es una figura del pensamiento, de la ciencia, del arte, de la creación. O es un figura. Pero es sobre todo alguien que aprovecha su tirón para opinar, para juzgar. Aquí hemos hablado otras veces de él. Lo que le hace característico no es que sea escritor o poeta, pongamos por caso, sino que se valga de su celebridad, mayor o menor, para intervenir en la esfera pública.
Habla X y todos callan: le reconocen autoridad. Escribe Y y todos aguardan: esperan su dictamen. El intelectual se compromete –como dijera Jean-Paul Sartre— poniéndose en un aprieto: poniéndose en un compromiso por todos nosotros. Sartre escribió, cultivó todos los géneros, acertó, se equivocó, fue seguido y tenido en cuenta.
¿Pero qué pasa cuando a ese intelectual de guardia no se le hace caso? ¿Qué ocurre cuando no se le lee o no se le atiende? Jordi Gracia lo describe con mucho salero: su carácter se avinagra y vive en una nostalgia insuperable. Con desazón y malestares varios, con edad y a punto del retiro, el intelectual melancólico observa la esterilidad de sus afanes. Por eso reprocha al mundo su mala marcha, pero sobre todo nos reprocha la poca atención que le hemos prestado.
Gracia se refiere a alguien en concreto que no revelaré, alguien que deplora el estado de la Universidad como si ésta –la de ahora– fuera la peor institución de la historia educativa. Indudablemente, la academia tuvo tiempos mejores: cuando estudiaban cuatro y el de la guitarra, si me permiten decirlo así. Aquellos sí que eran tiempos: con pocos estudiantes, todos hijos de familias pudientes, y con profesores severos, muy solemnes, dotados de la máxima autoridad.
No hace falta identificar a la persona que es objeto de la andanada. Gracia arremete con mucha sorna contra los apocalípticos (por decirlo con Umberto Eco). Y arremete contra el pesimismo, esa sensación que tantos padecen o quisisieran padecer: «tras mi retiro, el mundo se perderá, pues hay síntomas de que esto va a ocurrir». ¿Cuáles? «Mi próxima jubilación es una prueba», podría decir el melancólico.
Fue Francisco Fuster quien me pasó su ejemplar de este libro de Jordi Gracia, cosa que le agradezco. Deliberadamente no he querido leer su reseña para que no condicionara mi impresión. Y sí, finalmente he leído El intelectual melancólico. Convengo con el autor, con Gracia, asintiendo: estoy harto de tanto apocalíptico que dispone de sueldo oficial, de puesto asegurado, y a la vez deplora la decadencia del mundo y de los jóvenes.
Gracia quería titular su libro así: Panfleto contra el prestigio de la melancolía entre los intelectuales afectados por el síndrome del narciso herido. La editorial, Anagrama, no le ha dejado por economía. Una pena, pues ese título, tan extenso, es un remedo bien simpático de otros clásicos del género panfletario.
Dos. Leí el volumen de Jordi Gracia después de haber releído a E. H. Carr, ese libro suyo tan serio e irónico que apareció en 1961. En ¿Qué es la historia?, el historiador inglés acaba con un capítulo de título revelador: «Un horizonte que se abre». Hay un párrafo que ilumina:
«Vivimos en un tiempo en que las predicciones de catástrofe mundial, aunque no por primera vez en la historia, están en el aire, y gravitan pesadamente sobre todos. No es posible su verificación ni su refutación. Pero, con todo, son mucho menos seguras que el pronóstico de que todos hemos de morir; y como la certidumbre del cumplimiento de ese vaticinio no nos impide la formación de planes para nuestro propio futuro, pasaré a discutir el presente y el futuro de nuestra sociedad fundándome en la presuposición de que este país –y si no él, alguna parte importante del mundo– sobrevivirá a los avatares que nos amenazan, y que la historia proseguirá».
Carr habla de Inglaterra, habla del porvenir que le espera a su país y al resto de las naciones. Pero lo significativo no es sólo eso. Habla a comienzos de los sesenta. Hace medio siglo, justamente cuando él ya está a punto de cumplir setenta años. Lejos de abandonarse a la melancolía, Carr tiene un espíritu inquisitivo y esperanzado gracias a la razón que aplica y que le sirve para tener expectativas. El pesimismo tiene buena prensa porque todo parece ir mal. Pero la esperanza crítica y razonable es una posición bien sensata en un mundo, el de 1961, en que había motivos para aguardar cambios.
Comienza la era Kennedy, pero empieza en medio de graves convulsiones y amenazas. En enero de ese año, cuando Carr ha de pronunciar su primera conferencia, Estados Unidos rompe relaciones diplomáticas con Cuba. Podemos imaginar la tensión. En febrero de 1961, los norteamericanos lanzan el primer misil intercontinental con carburante sólido. En ese mismo mes, la China popular anuncia la puesta en servicio del primer reactor atómico. Repitamos lo que decía Carr: «este país –y si no él, alguna parte importante del mundo– sobrevivirá a los avatares que nos amenazan, y (…) la historia proseguirá».
En marzo de 1961, justo cuando Carr acaba sus conferencias en Cambridge, The Beatles actúan por primera vez: en el Cavern Club de Liverpool.
La historia proseguirá.
Leo su post y leo, a continuación, la reseña de Fuster. De entrada debo decir que nunca deja de admirarme la labor de la editorial de Herralde, en especial por lo referente a la producción ensayística, que es audaz y atractiva como pocas.
Es curioso, ayer pasaron por la tele «American gangster» El protagonista, un mafioso negro que se hace con el control del tráfico de heroína en la Nueva York de los sesenta, resulta ser el heredero espiritual de Bumpy Johnson, al que ha visto morir. El día de su muerte, el viejo Bumpy no para de despotricar contra la lógica del nuevo capitalismo. El tipo es un gangster de tomo y lomo, no ha parado de robar, amedrentar y matar durante décadas, algo que por cierto se nos suele olvidar cuando nos glosan la historia de algunos de estos tipos tan simpáticos dedicados al crimen organizado. Pues bien, el caballero vive anclado en un dircurso obsesivo contra el nuevo capitalismo, contra la despersonalización de los comercios, la masificación de las ciudades, la burocratización de las relaciones humanas. De pronto le da un infarto en una tienda… Piden socorro inútilmente: «¿Lo ves? Ya te lo dije, ni siquiera viene nadie a ayudarnos». Y Bumpy muere…
Miren, yo creo que en ese pesimismo de los intelectuales -del que ese personaje gangsteriano constituye, más que una parodia una reproducción muy exacta- tiene mucho de inconsecuencia, de irresponsabilidad y de conformismo. Decimos que todo va peor que nunca, nos confortamos autoidentificandonos como «radicales» y así ya tenemos la coartada perfecta para no hacer nada. Nombra Fuster a Benda y a Azúa. Con el segundo me llegaron a unir muchas cosas en un tiempo ya lejano… Ahora sólo veo rabia en sus escritos. Alguien le ha hecho daño o no ha reconocido su talento y él se ha acostumbrado a escribir desde un sesgo que siempre me termina pareciendo destructivo. En cuanto a Benda, cada línea de verdad que contiene aquella teoría sobre la traición de los clérigos -y ciertamente la contiene- emerge sobre un trasfondo que me pone a una distancia creciente, pues creo que propone al intelectual (¿y qué demonios es eso del «intelectual»?) la opción de mirar el mundo siempre desde la distancia que proporcionan los «principios eternos», que es justo lo que todas las filosofías contemporáneas que me interesan han aprendido a evitar desde la recusación nietzschana del «platonismo». He dejado de leer a ambos.
La sospecha respecto a las fuerzas que van movilizando a la gente en el presente es atractiva y tentadora… Resulta más fácil dentro de su lógica adquirir incluso cierto porte de elegancia. Pero la elegancia sólo es pura fachada cuando no contiene algo más, cuando no hay una propuesta para la acción, cuando no hay en suma eso tan cuestionado que llaman «el compromiso».
Me parece que voy a leer el libro de Jordi Gràcia.
Héroes alfabéticos
Ángel Duarte
Reseña de Héroes alfabéticos en Espacio, tiempo y forma (2011)
Todo está en las primeras páginas, en esa carta que, a modo de preámbulo, Justo Serna dirige a los hipotéticos lectores de Héroes alfabéticos. Estamos ante un canto a la lectura o, mejor aún, frente a un reconocimiento de la imposibilidad de escritura —de escritura con sentido— sin lector. Serna lo dice de manera más comprensible: «leer es un arte, un modo de incorporar lo que no está, una manera de crear lo que sólo es potencial o implícito». Lo deja dicho en referencia a un género, el de la novela. ¿Por qué circunscribirlo únicamente a la narrativa? Prueben ustedes a sustituir novela por historia en el párrafo que viene a continuación: «…aun cuando una novela tenga cientos de páginas, en un libro no está todo». Lo omitido, lo elíptico, lo apenas insinuado, incluso lo que ha quedado en el olvido, sólo puede ser rescatado —y sólo en ciertas ocasiones— por el lector. Por el lector de novelas, por el lector de libros de historia, por el lector… Leer más aquí. O aquí.
Me uno a lo escrito por Justo. A mí los intelectuales melancólicos me producen eso precisamente, melancolía. Y por más que la melancolía resulte vistosa y hasta elegante, prefiero una actitud más proactiva. La decadencia del mundo no es tal, sino pura historia que va y viene y prefiero intervenir en ella que lamentarme en la distancia. Parto de inmediato a hacerme con el libro de Jordi Gràcia.
Y es que el intelectual debe incidir en la sociedad y colaborar mediante la crítica y la enseñanza a mejorarla.
¿Debe incidir? A veces, si es para lamentarse, es mejor que el intelectual permanezca callado. Sobre este asunto, en 2005:
La historia de los intelectuales es ya larga y se extiende desde el Ochocientos, una historia que no siempre nos muestra momentos dignos o decentes. Un intelectual, como bien se sabe, no es un experto ni un escritor ni un artista que desempeñan su trabajo ordinario, que crean con sus utensilios el objeto que habitualmente se proponen. Un intelectual es un experto o un escritor o un artista que se pronuncia sobre temas que no son de su incumbencia valiéndose de su prestigio, de su nombradía, de su autoridad. Ocurre algo en el mundo y es justamente en ese momento cuando aquél levanta su voz para guiar a sus compatriotas, para advertirles, para amonestarles. En la sociedad de masas es habitual que pueda manipularse la opinión a través de los medios, que puedan estimularse comportamientos colectivos resignados o violentos. Precisamente por eso, el intelectual se aventura, se crece y se dirige a su público para desvelar el engaño.
En ocasiones, los pronunciamientos de los intelectuales han sido sensatos y muy provechosos, con lo que han servido a la razón, al buen juicio, al discernimiento de la ciudadanía. Pero otras veces esas declaraciones han sido insensatas, desatinadas, incluso desastrosas. Es costumbre recordar en este punto el papel frecuentemente desacertado de Jean-Paul Sartre, el intelectual por antonomasia, sus opiniones corajudas y con frecuencia funestas. Aquel que difundiera la idea del compromiso del escritor recayó con asiduidad culpable en posiciones indefendibles, infaustas. Pero esa idea, la del compromiso, sirvió para que muchos artistas y novelistas siguieran su ejemplo incorporándose a la esfera pública. Eso ha producido muchos malentendidos y excesos por cuanto no sólo se ha hablado de intelectuales comprometidos, sino también de «literatura comprometida». No sabemos bien qué es, pues, como decía Jorge Luis Borges, «yo tenía entendido que sólo existía buena y mala literatura. Eso de literatura comprometida me suena lo mismo que equitación protestante». Quizá no le faltara razón a Borges, quizá no le faltara cuando criticaba la inmoderada tendencia de tantos escritores dispuestos a cabalgar sobre temas que ignoran, pero hemos de admitir que esta cuestión no se liquida a la carrera, en términos equinos precisamente.
Hace unos años, en Italia, hubo un debate extraordinariamente interesante sobre los intelectuales, sobre su función, sobre su papel, sobre lo que les corresponde hacer en tiempos de crisis. Acostumbrados a que su país anduviera con tensiones permanentes, con amenazas constantes, con conspiraciones reales o presuntas, los polemistas examinaban el asunto con gran tiento. Sabedores también de que la historia de los intelectuales es, en parte, la historia del siglo XX, la de sus horrores y desastres, examinaban con cuidado el papel que había que reservarles. Enfrentó a dos autores de enorme prestigio, a Umberto Eco y a Antonio Tabucchi. Eco y Tabucchi discutían acerca de lo que debe hacer un intelectual cuando se vale de su reconocimiento para intervenir en los debates sociales y políticos.
Con gran ironía, como es costumbre en él, Umberto Eco llegaba a una contundente moraleja: «El primer deber de los intelectuales: permanecer callados cuando no sirven para nada». En concreto decía: «Si se les toma por lo que saben decir (cuando son capaces de ello), los intelectuales son útiles para la sociedad, pero sólo a largo plazo. A corto plazo, únicamente pueden ser profesionales de la palabra y de la investigación que pueden administrar una escuela, ser los encargados de prensa de un partido o de una empresa, tocar el pífano en la revolución, pero que carecen de una función específica propia». Más aún, «afirmar que trabajan a largo plazo significa que desempeñan su tarea antes y después de los acontecimientos, pero nunca en el curso de los mismos», dado que no tienen más clarividencia o agudeza o perspicacia que cualquier otro ciudadano arrastrado por el curso de los acontecimientos.
«Cuando la casa se quema, al intelectual sólo le cabe intentar comportarse como una persona normal y de sentido común, como todo el mundo, pues si pretende tener una misión específica, se engaña, y quien lo invoca es un histérico que ha olvidado el número de teléfono de los bomberos». La posición de Umberto Eco era sensata, sí, sobre todo si consideramos la larga serie de pronunciamientos equivocados y perniciosos de escritores o de artistas, dispuestos a deslumbrar con sus voces a un auditorio que se deja encandilar por la celebridad de quien habla. Pero el reparo que Antonio Tabucchi le oponía en La gastritis de Platón no era menor: «¿Y si, por ejemplo, los bomberos estuvieran en huelga?». ¿Qué debería hacer? ¿Permanecer en silencio viendo cómo se consume la casa entre las llamas humeantes de un espectáculo grandioso? Pero no sólo eso: «¿Y si los bomberos fueran los de Fahrenheit 451 de Bradbury-Truffaut (que son, vaya, dos intelectuales)?». No le faltaba razón a Tabucchi. «Sea como fuere, incluso aceptando las mangueras de los bomberos, nos queda el problema de las causas del incendio. ¿Cortocircuito casual? ¿Descuido del inquilino? ¿Causas desconocidas? Naturalmente, confiaremos en la competencia de los investigadores, a los que se supone eficacia y honradez. Pero, ante la eventualidad de que el resultado de las investigaciones despierte dudas razonables, suponiendo que entre las causas del incendio esté, qué sé yo, un artefacto incendiario, ¿qué hacemos?, ¿archivamos el asunto?», concluía Tabucchi…
http://www.elpais.com/articulo/Comunidad/Valenciana/
Justo ayer publicaba en mis redes (y guardaba para digerir, y quizá, comentar en mi blog) este extracto del artículo de Javier Marías publicado en el último número de EPS:
«Uno pasea por las calles de nuestras ciudades y ve de continuo a vejestorios con pantalones cortos y camisetas criminales con lemas […] a rotundas matronas mostrando el inencontrable ombligo entre lorzas o exhibiendo muslos elefantiásicos. Pone la televisión y los oye contar con regocijo groserías y obscenidades impropias hasta en adolescentes, no digamos en ellos […] Sí, a los viejos actuales se los ha pervertido y con ello se los ha condenado al bochorno, una de las pocas cosas de las que -en medio de sus sinsabores- solían estar a salvo»
El artículo completo:
http://www.elpais.com/articulo/portada/perversion/viejos/elpepusoceps/20111016elpepspor_20/Tes
Ay la nostalgia de la edad de oro… (por cierto, con un toque de discriminación de género, porque el «inencontrable ombligo» entre «lorzas» es femenino… ) Qué pesadez y qué negación de la historia, o sea, de la vida. Le pondría yo a Javier Marías a mirar la última de Woody Allen, película que a buen seguro deplorará.
Saludos y gracias, como siempre, maestro.
Leí hace poco Fahrenheit 451 de Ray Bradbury y es una delicia. Además, Bradbury, releyendo su propia novelita, considera que los males del mundo siguen estando en la educación y la ignorancia extendida y generalizada junto con el papel de los medios audiovisuales -sobre todo los locales-, que conducen a una sociedad muy gregaria y poco reflexiva.
Creo que hay que intervenir con opiniones, a través de la enseñanza, medios alternativos (blogs …) y asociaciones.
Fotografías de José Carlos Díaz
https://justoserna.wordpress.com/cena-vip-del-14-de-octubre-de-2011/
«Gracia se refiere a alguien en concreto que no revelaré, alguien que deplora el estado de la Universidad como si ésta –la de ahora– fuera la peor institución de la historia educativa. Indudablemente, la academia tuvo tiempos mejores: cuando estudiaban cuatro y el de la guitarra, si me permiten decirlo así».
Lo más chistoso del asunto, D. Justo, es que ni siquiera es cierto que nuestras universidades rayasen a mayor altura «cuando estudiaban cuatro y el de la guitarra». Ud., que es historiador, sabe que no me falta razón… de donde infiero que sus palabras son irónicas (hipótesis que creo confirmada por la alusión final a la severidad y solemnidad de los profesores). Basta con haberse acercado, no ya a la obra monumental de Mariano y José L. Peset, sino a la «Vida» de Torres Villarroel, para percatarse de que la universidad española de la primera mitad del siglo XVIII era un páramo intelectual (http://tinyurl.com/69tl743). En el siglo XIX las cosas mejoraron, desde luego, aunque no parece que la actitud de los alumnos fuese siempre ejemplar; recordemos, por ejemplo, la sartén de Juanito Santa Cruz (http://tinyurl.com/64ooepe) o las bufonadas que exasperaban al bueno de Andrés Hurtado (http://tinyurl.com/3pnec8q).
Se argüirá que los textos que cito son de ficción, que su valor informativo es limitado, que en ellas hay mucho de caricatura… ¡Como si no se pudiese decir lo mismo de algunas columnas de opinión! Sospecho, por lo demás, que una inspección de la obra de Gil de Zárate (http://tinyurl.com/3tpog68) arrojaría resultados similares…
La Universidad española tiene defectos. ¿Quién lo duda? Debemos esforzarnos por resolverlos. ¿Quién lo niega? Lo que sí se puede dudar es que esos defectos sean mayores que los de otras instituciones (públicas y privadas). Lo que sí se puede negar es que todos nuestros esfuerzos deban comenzar necesariamente por una labor de demolición como la que ayer llevaron a cabo dos profesores universitarios en las páginas de EL PAÍS (http://tinyurl.com/5rcxzkt). El cuadro que trazan los Profs. Dolado y Rubio guarda con la realidad una relación comparable, pongo por caso, con la que existe entre el personaje de Max Estrella y la persona de Alejandro Sawa. Pero mejor será que me calle, porque si no lo hago acabaré por alejarme del tema.
Buenas noches, D. Justo, y disculpe Ud. la inveterada pedantería de mi estilo.
Veo que mi comentario está pendiente de moderación; sospecho que se debe a la abundancia de enlaces (no es la primera vez que me sucede).
En efecto, wordpress mantiene en hibernación todo comentario con muchos enlaces. Ya está aprobada su publicación. Mañana le respondo, sr. O profundador.
Dos. Leí el volumen de Jordi Gracia después de haber releído a E. H. Carr, ese libro suyo tan serio e irónico que apareció en 1961. En ¿Qué es la historia?, el historiador inglés acaba con un capítulo de título revelador: «Un horizonte que se abre». Hay un párrafo que ilumina:
Carr habla de Inglaterra, habla del porvenir que le espera a su país y al resto de las naciones. Pero lo significativo no es sólo eso. Habla a comienzos de los sesenta. Hace medio siglo, justamente cuando él ya está a punto de cumplir setenta años. Lejos de abandonarse a la melancolía, Carr tiene un espíritu inquisitivo y esperanzado gracias a la razón que aplica y que le sirve para tener expectativas. El pesimismo tiene buena prensa porque todo parece ir mal. Pero la esperanza crítica y razonable es una posición bien sensata en un mundo, el de 1961, en que había motivos para aguardar cambios.
Comienza la era Kennedy, pero empieza en medio de graves convulsiones y amenazas. En enero de ese año, cuando Carr ha de pronunciar su primera
conferencia, Estados Unidos rompe relaciones diplomáticas con Cuba. Podemos imaginar la tensión. En febrero de 1961, los norteamericanos lanzan el primer misil intercontinental con carburante sólido. En ese mismo mes, la China popular anuncia la puesta en servicio del primer reactor atómico. Repitamos lo que decía Carr: «este país –y si no él, alguna parte importante del mundo– sobrevivirá a los avatares que nos amenazan, y (…) la historia proseguirá».
En marzo de 1961, justo cuando Carr acaba sus conferencias en Cambridge, The Beatles actúan por primera vez: en el Cavern Club de Liverpool.
La historia proseguirá.