No entiendo esa voracidad humana que lleva a desear más y más dinero, a acumular riquezas, a reunir inmensos patrimonios. Quienes obran así no parecen reales. Parecen efectivamente personajes de cuento, como recién salidos de Las mil y una noches: con lujos asiáticos y oropeles inconcebibles, con arcas llenas de tesoros incontables.
Fíjense que me refiero a una propensión, a una compulsión. Superada una cierta cantidad, el dinero sólo trae problemas, hasta te hunde. En cambio, si recibes una cifra respetable, digna o decorosa, el líquido te hace flotar. Ya no necesitas bracear. Puedes quedarte quieto disfrutando de una rentita.
Lo dice muy bien Juan Planas en su columna de El Mundo del pasado 12 de diciembre. Habla de los millones que presuntamente Iñaki Urdangarín habría tenido la intención de desviar a Belice. Millones de euros. Entiendo el estupor de Planas: para quienes hemos sido educados en la contención y en la austeridad, sumas tan frondosas nos desconciertan, nos dejan secos o mudos.
¿No podemos conformarnos con una cantidad más chiquitita?, nos preguntamos. ¿Para qué reunir tanto dinero si finalmente has de desviarlo?, insistes. ¿Realmente el duque de Palma ha hecho eso de lo que se le acusa? ¿Para qué acumular esas sumas inconcebibles si a la postre la vas a palmar? Tú también te vas a quedar seco (como vemos en la ilustración de Caspar David Friedrich que aquí reproduzco). Lo mejor es permanecer en un estado de ataraxia. O ser árbol, un árbol modesto e irrigado. Dice Planas:
«Estoy seguro -y segurísimo de no poder comprobarlo nunca- que el día que gane o me llueva, cómo si no, un mísero millón de euros no intentaré conseguir otro. ¿Para qué? ¿No basta con esa cantidad -o con menos- para vivir tan tranquilos, para hacer lo que, de verdad, nos guste y mirar el paisaje como si fuéramos, al fin, el árbol solitario, pero en buena compañía, que siempre soñamos ser?
Yo también. Como sé que mi futuro será vegetal, a lo más que aspiro es a ser ese árbol, un árbol solitario que pueda vivir tranquilo en un bancal. O, quizá mejor, ya puestos: en el jardín fresquito del Edén. Sin malas compañías, sin malas hierbas o sin malasombras. No entiendo el egoísmo de la fauna local, esa necesidad de acaparar o de regar todo con millones. Como no entiendo a Francisco Camps.
De él he escrito mucho. Empecé en 2003, cuando tomó posesión como President de la Generalitat Valenciana. En mi último artículo, que acaba de aparecer en El País, vuelvo sobre él, sobre su suerte. Lo he titulado Menudo palo y sí, claro, empleo metáforas florales (algo muy propio si describes a un personaje tan dado al lirismo ajado). En esa columna uso concretamente imágenes arbóreas, como Juan Planas. Pero en mi caso la referencia de que me sirvo es Bertolt Brecht. Si hay que ser líricos, no veo por qué no puedo inspirarme en un poeta que mira extrañado y confuso. Eso, extrañado y confuso, es como me deja Francisco Camps. Ni el psicoanálisis ni la literatura sirven, creo yo, para interpretar su conducta. Me resulta indescifrable. En el diván, Camps sería un caso improbable, todo un reto para el terapeuta esforzado. En un novela, el antiguo President sería simplemente inverosímil. En ese artículo, yo ya no le doy caña, ni hago leña del árbol caído. Me limito a constatar su estado vegetal, agarrado precisamente a eso: a una caña. Y constato, en el Juicio, que se pierde: que se va por las ramas.
Me salen estas referencias a los árboles quizá por el artículo que estoy acabando. En los próximos días he de entregar un texto inspirado en El árbol de la ciencia (1911), de Pío Baroja. Es para la revista Pasajes y forma parte de un dossier dedicado al novelista donostiarra que dirigimos Francisco Fuster y yo. Comprenderán que las ramas no me dejen ver el bosque…
Hemeroteca
Justo Serna, «Menudo palo», El País, 14 de noviembre de 2011

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