‘El espíritu de la colmena’ (1973), de Víctor Erice, con guión del propio Erice y Ángel Fernández-Santos, es una filigrana, una labor fina. Es una observación del presente continuo, del pasado y sus efectos, a través de la mirada inocente de una niña, llamada Ana.
Una muchacha escruta y lo que ve algo es, algo le dice, algo le sugiere. Pero lo que aprecia o distingue es también un mundo silencioso, con figuras herméticas. Cada uno parece cumplir su papel, cada uno está en su celdilla, pero a ojos de Ana, la protagonista, todo es extraño y mudo, un teatro incompleto, una película con grandes y graves elipsis.
Un monstruo acude al pueblo en el que reside la niña, una localidad castellana a comienzos de los años cuarenta del siglo XX. La criatura es el personaje encarnado por Boris Karloff: el monstruo hecho con pedazos de cadáveres que imaginaran Mary W. Shelly y James Whale.
Ana ve la película de 1931 en esa aldea castellana. Es cine ambulante, es ficción breve que provoca efectos. El entorno, la realidad: todo será interpretado a partir de esa visión, de esa revelación. Ana sabe o cree saber más de lo que los adultos creen que sabe. A partir de ahí, la muchacha rehace su mundo. Ha vivido una epifanía y los mayores ignoran lo que la niña ha experimentado.
El contexto es la durísima posguerra española, con unos padres que imaginamos distantes, fríos y represaliados. Al progenitor le adivinamos antiguas simpatías intelectuales, quizá republicanas; de la madre sospechamos fundadamente una relación extramatrimonial.
Todo es árido, escaso de luz, con perillas que fallan, con sombras que oscurecen. El régimen político lo encarna concretamente la Guardia Civil, pero por extensión toda figura de autoridad masculina: salvo ese monstruo real que se oculta en el pueblo y al que Ana asiste, ayuda.
¿Qué hará la muchacha? ¿Qué consecuencias tendrá sobre ella?
https://justoserna.com/2013/07/13/el-espiritu-de-la-colmena-cuarenta-anos-despues/

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