Una familia bien avenida. O eso parece. Con sus hostilidades rutinarias. Nada más.
Una familia bien apretada, en un Fiat Brava, tan femenino…, acude a Torrent.
Estamos a finales de los Noventa. Los Peláez García han sido convidados a una boda en uno de esos complejos de gran lustre y mucha exhibición. Les pesa la máscara.
Entre valencianos, echar la casa por la ventana es prueba de poderío. Es un tópico, pero lamentablemente responde a una parte de la realidad.
Cinco personas se arrebujan en los asientos. Parece un coche de gran diseño. Es sólo un italiano de baja estofa.
Por supuesto, trajes, americanas y vestidos se arrugan inexorable, imperdonablemente.
Son cuatro adultos y una niña, una muchachita que a pesar de todo luce con esplendor.
El abuelo advierte al hijo: hay un espacio para estacionar. Como justo al lado ven un ciclomotor, el anciano propone retirar el vehículo a pulso, con todo cuidado, para no dañarla ni tumbarla.
Ahí los tienen. Como dos forzudos de tomo y lomo lo hacen. Padre e hijo salen del coche y con exquistez la apartan levemente.
La hija o nieta mira con interés. Se sienten bien. Como gente de orden. Aparcan y la moto sigue incólume.
Horas después, tras sobrevivir al bodorrio, a las viandas, a los licores y a una tarta de merengue siempre imposible, quizá escarchada, la familia acude presurosa al coche.
Uno de ellos no ha bebido para poder conducir arregladamente. Están deseando regresar a la capital.
Encuentran en el parabrisas delantero una nota a mano, escrita milagrosamente…, con la trabajosa dificultad de los semianalfabetos.
«Semos los delBar. Mas rroto la honda y me la vas a pagar. Te boy a denunciar, abusón».
Del figón sale el presunto dueño de la moto, finalmente amo, y a voces les amenaza. El hijo, presunto delincuente que se siente abochornado, decide ir al retén de la Policía Local para denunciar la amenaza y el hecho.
Encamina el vehículo en dicha dirección, pero la niña rompe a llorar con amargura, con miedo. Quiere irse a casa. Deciden no acudir a la gendarmería.
Semanas después un papelote del Juzgado cita al padre y al hijo. Han de presentarse sin falta. ¿En dónde?
En la Ciudad de la Justicia, un edificio ostentoso de cristal y metal, de corredores inacabables, de ascensores transparentes y peliculeros. Allí irán.
La magistrada no se ha mirado el expediente: lo notan por su agresividad verbal, por las exigencias. María les asiste con dulzura.
La abogada del hijo y del padre se esfuerza con profesionalidad y tino en su defensa. El Fiscal arremete. Según el diagnóstico de un especialista, es como si el padre o abuelo estuviera con demencia transitoria. Declara.
El padre o abuelo es hombre escuálido, escaso, un tipo al que le falta poco tiempo para morir. Apenas le sale la voz.
Declara el hijo o padre, un individuo aún cuarentón que ha vivido la citación como una ignominia. Con extremo dolor.
Semanas después, quedan libres. Así se sienten. Sin cargos, por falta de pruebas.
El hijo besa tiernamente a su padre, entre los pliegues, entre las arrugas que le cuelgan: el padre o abuelo, presunto salteador de ciclomotores, llora.
Tiempo más tarde, por una subida de azúcar o de colesterol o por un ahogo de sus pulmones, el hombre muere: la Parca lo liquida irremisiblemente.
El hijo o padre recuerda a quien era el padre o abuelo. Confía en la Justicia, en las cosas bien hechas, en la virtud ciudadana. Él confía ciegamente en su buen criterio.
Qué dolor. El padre ya no es abuelo.