Durante décadas y décadas, la particularidad histórica de España fue vista, concebida y presentada como una anomalía. ¿Acaso por ser el nuestro un caso particular, precisamente? Todo proceso lo es, dado que no hay regla general o modelo normativo al que deban atenerse los países.
El capitalismo o la democracia parlamentaria llegan a Europa, por ejemplo, pero tardan en llegar. ¿Porque son la consumación o el fin de la Historia, el premio de consolación antes de alcanzar la felicidad universal o antes de disfrutar a la diestra de Dios padre? Evidentemente, no.
No hay meta que nos redima, al menos si la historia la concebimos en un sentido laico y radicalmente ilustrado. No existe el progreso general en el que creyeron numerosos iluministas del Setecientos. Tampoco, un Juicio final en el que igualmente creen, por ejemplo, los católicos. Esas metas escatológicas de redención no son cosa de historiadores, personajes de convicciones más modestas y civiles..
Cada uno de los países europeos, pongamos por caso, tiene su propia historia de conflictos, de revueltas, de motines, de revoluciones, de guerras, de guerras de religión, de guerras dinásticas, de guerras civiles, que hacen muy variable la cronología de los respectivos procesos y que hace igualmente espantoso un pasado de violencias, triunfos, fracasos, matanzas y todo tipo de sevicias y crueldades. En eso, la historia española no es diferente. Como mucho son distinta la cronología y diversas las consecuencias.
En efecto, la historia no es teología, la verdad revelada que nos manda Dios para que se cumplan sus enseñanzas y el destino final. Pero la historia tampoco es teleología: no es un proceso irrefrenable o fatal cuyas etapas inamovibles cada país deba atravesar hasta la consumación de los tiempos.
Sin embargo, el caso español se ha presentado frecuentemente en términos de anomalía ¿Anomalía? ¿Acaso por verse como la otra cara del fracaso? Durante años, incluso siglos, nuestro proceso pudo parecer patológico, una morbosidad colectiva, un rompecabezas irracional. La Guerra Civil ültima y el Franquismo parecían certificar ese proceso anómalo, como anómalo era su Régimem duradero.
Sólo en tiempo reciente los historiadores habrían ido desmontando con tiento esa presunta maldicion que sobre nosotros habría recaído. Para ello, dichos investigadores han debido desprenderse de anteojeras ideológicas, valiéndose de nuevas técnicas, de variados útiles historiográficos. Y sirviéndose de la comparación, del juicio, del sentido común, que es un instrumento eficaz contra los espectros del pasado. La historia global nos ayuda mucho a sacudirnos nuestras extravagancias, que no son tantas.
¿He dicho «espectros del pasado»? ¿A qué me refiero? Durante siglos, la historia de España ha cargado con una Leyenda Negra, con Trento, con la Antilustración, con un Ochocientos desastroso, ahíto de violencias, con un Novecientos de terribles enfrentamientos.
La historia de España cargaba también con el particularismo, con el pintoresquismo. Durante décadas y décadas del siglo XIX, viajeros británicos y franceses vieron el país como un lugar de atavismos, cuando no de salvajismos. Gentes brutales pero nobles, cariacontecidas o sandungueras se mataban y a la vez conservaban tipismos de otros tiempos remotos.
Desde luego hay algo de cierto en esas imágenes recias de la España inquisitorial y en la ferocidad de nuestros choques colectivos, pero es un repertorio de tópicos que pueden y deben ser documentalmente desechado. Además, esas imágenes esquemáticas y previas no sirve para analizar episodios concretos recientes o circunstancias cuyos efectos se prolongan en el tiempo.
La historia no es un marco general, un estado normativo, en el que insertar los casos aislados. Es, por el contrario, una suma de vidas, de vías, de particularidades que han de ser analizadas, examinadas, explicadas, interpretadas y finalmente también imaginadas. Imaginar no es saltarse lo factual ni conjeturar fantasiosamente, sino pensar razonablemente de acuerdo con la lógica del momento. ¿Para quedarse ahí? ¿En el momento?
No, por supuesto. Conocer lo que hicieron los habitantes de aquel país extraño no te obliga a permanecer en el pasado. Casi todo tiene su explicación, aunque no necesariamente su justificación; casi todo ha de ser comprendido, aunque no necesariamente para ser salvado.
Con ese ánimo hemos de hacer historia, apartándonos de tipismos, de pintoresquismos, de dogmas. La historia es percepción, análisis y expresión. No puedes investigar sin aguzar tus observaciones, sin conjeturar relaciones, sin postular conexiones; no puedes avanzar sin hábito de escritor: justamente habilidades de las que no están sobrados los historiadores.
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Ilustración: Antonio Barroso.
Puede que la anomalía española sólo sea la interminable y asfixiante influencia de la iglesia católica. Los principales países europeos hace siglos que se liberaron de su yugo mediante revoluciones o transformaciones hacia versiones del cristianismo más tolerantes. Italia también la sufre, incluso actualmente más que España , pero quizás la presencia del Vaticano la hace parecer inevitable a los ojos del mundo. Y España no puede ofrecer, a diferencia de Italia, un arte resplandeciente, pagano, que ha llenado el mundo desde hace siglos y que la propia iglesia allí ha consentido y fomentado. El nuestro casi siempre ha sido oscuro, opresivo, violento, torturado. Y nuestra vida política y social sigue viviendo bajo una evidente tutela moral del catolicismo que pocos se atreven a desafiar abiertamente porque responde a una creencia que se dice mayoritaria aunque no se practique.