El Almirante Luis Carrero Blanco 

Lo primero que te impresionaba del Almirante Luis Carrero Blanco era la desproporción de su cara, exageradamente grande, con mucha carne. Sorprendían también unas cejas enormes y negras, que destacaban como supervivientes en una cabeza que iba despoblándose. Y no menos te impresionaban esos uniformes con guerrera o levitones impolutos que vestía con regularidad castrense, esas medallas y fajines.

Su presencia física desazonaba. Las cejas y los levitones le daban un aspecto hosco y las reverencias que le hacía al Caudillo te lo convertían en una especie de gigantesco lacayo. Probablemente no tuvo gran estatura (medía una cabeza menos que don Juan Carlos), pero cuando se retrataba con el Generalísimo, de cuerpo escueto, de anatomía limitada, Carrero parecía un buey.

Creo haber leído bastantes cosas sobre Carrero Blanco, principalmente por el atentado que sufrió el 20 de diciembre de 1973, ya que su figura no me interesó particularmente hasta años después. El atentado me conmovió.

Recuerdo haberme quedado de piedra viendo la televisión, supongo que horas después del estallido. He olvidado si tuvimos clase. Me acuerdo del enorme boquete que quedó en la Calle Claudio Coello. Un año después, cuando fui a Madrid por primera vez, no pude dejar de visitar esa zona y como con miedo me fui acercando. Me fui acercando a Claudio Coello. Allí ya no quedaban rastros ni socavón alguno, pero sentía que estaba pisando la historia.

Yo era muy inocente. Carecía de conciencia política. Únicamente tenía catorce años. ¿Pocos? ¿Muchos? Mentalmente vivía en un país inerte. Fue aquel atentado el que me despertó. Me dio miedo e incertidumbre, a qué negarlo. No se mataba a una eminencia del Régimen todos los días. Entre las estampas de aquel momento recuerdo especialmente a Manuel Alcalá, aquel periodista de grandes gafas rectangulares de pasta que se fue a la calle Claudio Coello a recoger testimonios.Sé que mis palabras de ahora no dicen nada de interés. Son unas más de los numerosos testimonios que se están escribiendo o publicando para recordar qué hacía uno cuando mataron a Carrero. Como los estadounidenses, pero en nuestro caso sin John F. Kennedy.

Andando el tiempo, veinte años después del asesinato leí Carrero. La eminencia gris del régimen de Franco (1993), de Javier Tusell. Esa obra me dejó un sabor agridulce, si me permiten esta cursilería. Por un lado, es un libro entretenido, con el dominio narrativo que tenía Javier Tusell, fallecido años después. Por otro, tras el trazo y el retrato del historiador, el personaje aparecía finalmente como un héroe discreto, como un señor de derechas que supo poner orden a lo que era un Estado desastroso, a lo que era un Régimen de escasa institucionalización. Bueno, bueno…

Sin duda, Tusell tenía un reto. El biografiado era la antítesis del personaje atractivo y mundano: oculto en la cúspide del poder durante casi treinta años (subsecretario, ministro subsecretario, vicepresidente y presidente), su protagonismo fue casi invisible. O al menos su presencia y conocimiento público no eran acordes a la importancia de sus funciones.

Seguramente en ello radica la clave de Carrero: gran poder y escasa visibilidad. Por tanto, que un empleado de oficina, redactor de informes y administrador de consejos y secretos sea objeto de una biografía entretenida es tarea meritoria del historiador. Pero la empatía es excesiva y la cercanía con el biografiado acaba resultando estomagante.

Ahora bien, Tusell tuvo la suerte o la habilidad de poder trabajar con fuentes históricas de primera magnitud. Eran indiscutibles la calidad y la naturaleza de la información utilizada por Tusell: entre otros centros, el historiador pudo visitar y consultar el archivo privado de Carrero, el archivo de Presidencia del Gobierno, Fondo López Rodó, que está en la Universidad de Navarra.

Por los muchos años que Carrero desempeñó el empleo de Consejero (1942-1973), su producción escrita es abundantísima. Y es de ella de la que se vale Tusell para elaborar este libro.

El autor se enfrenta a su tarea con capacidad, con soltura y olfato. El resultado es una investigación que subraya el papel central que Carrero tuvo en la consolidación e institucionalización del régimen franquista.

¿Cómo era el personaje que Tusell describe en este libro? Era un político accidental, un dirigente sin verdadera vocación o ambición personales, pero un hombre marcado por la Guerra Civil y, por tanto, obligado a asumir tareas ejecutivas, de gobierno. ¿Por tanto? Además, su retrato hace hincapié en la coherencia y sinceridad (falta de doblez) del individuo. Tusell pone el énfasis en la adscripción de Carrero, la familia política a la que perteneció y a las ideas que suscribió.

¿De qué concepciones se trataba? De un ideario monárquico que, aunque integrista y católico-ultramontano, le permitió frenar el protagonismo de Falange dentro del Régimen. Gracias a ello, Carrero habría podido desarrollar dos principios favorables para la posterior historia de España: su proamericanismo (por su anticomunista) y su monarquismo (que se consumó con la «operación salmón» en favor de Juan Carlos). Finalmente, Tusell destaca en repetidas ocasiones la honradez personal del Almirante. Punto y aparte.

Allí dónde están las virtudes de este libro, se hallan también sus puntos más débiles y discutibles, como antes decía. A mi juicio, sospecho que la figura de Carrero ha sido agigantada hasta el extremo. Franco aparece como un dictador dependiente de los consejos de Carrero, aunque –eso sí– siempre autónomo en el calendario final de la decisiones que le eran recomendadas, decisiones largamente demoradas algunas de ellas: estaba de cacería regularmente. Vamos, que Carrero le decía lo que tenía que hacer y que el Caudillo decidía cuándo lo tenía que hacer.

Tusell insiste continuamente en la coherencia, honradez y sinceridad del personaje, retórica del historiador que llega a hacerse insoportable. Una y otra vez, el lector debe recordarse a sí mismo que está ante la biografía de un personaje que fue un fiel servidor de una dictadura personal. Debe recordarse que está leyendo la vida de un Almirante con ideas ultramontanas, reaccionario y totalmente despistado o contrario a la mayoría de los avances de la modernidad y de la sociedad democrática.

Carrero impidió, sí, una total institucionalización del falangismo, favoreció el desarrollismo y la solución juancarlista. Pero fue un sujeto duro, implacable, franquista hasta las cachas. En este punto, Tusell analiza la repercusión de su muerte por atentado subrayando su inutilidad, la crueldad fría e ineficaz de sus asesinos: el historiador conjetura acerca de la posible retirada política de Carrero en el caso de haber sobrevivido a Franco. Es decir, hace en este punto una historia verdaderamente conjetural que, por supuesto, no puede ser afirmada ni desmentida.

¿Cuál es auténtico problema de esta biografía? Pues es un asunto que concierne a los historiadores y a los lectores, que concierne a quien escribe y a quienes gustan de la historia. El problema es que notamos, que apreciamos la aprobación oficiosa de la familia Carrero. Este libro sería impensable sin esa familia que franquea el paso al historiador. Y eso nos lleva a la objetividad de la investigación.

En realidad, ésa no es la auténtica cuestión: si no hay distancia física y emocional del biografiado o de la familia del biografiado, el historiador siente el aliento de esas personas en su cogote, comprende que está siendo vigilado cuando consulta documentos privados, cuando redacta, cuando completa, cuando publica el libro. La documentación pública te da absoluta libertad, las fuentes históricas que dependen de un particular te condicionan, te quitan margen de acción.

Imagino a Tusell con el fantasma de Carrero sobrevolando la estancia, soplándole al oído lo que debía interpretar, escribir, concluir. Imagino al historiador sofocado: por un lado, respetando su deontología profesional; por otro sintiendo la sombra tutelar del Almirante. Carrero dedicó treinta años de su vida a aconsejar a un dictador. Se las sabía todas. Vigilar y guiar a un historiador le habría sido muy sencillo. A pesar de la hosquedad de su aspecto, quiero imaginar a un Almirante persuasivo, diciéndole a Su Excelencia lo que es conveniente; quiero imaginar a Tusell resistiéndose…

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