Me recuerdo yo muy chiquitito, con apenas cinco años, llegando a Valencia. Eso ocurría sólo en ciertas ocasiones, muy señaladas.
Descendíamos del convoy aturdidos por el estrépito ferroviario, abriéndonos paso entre el gentío que se apresuraba por los andenes de la estación.
Marchaba de la mano de mi padre, que aún lucía un bigote azabache y varonil, de señor formal. Yo andaba muy serio, sintiéndome a la vez con miedo y protegido.
El atavío era el preceptivo en los días capitalinos: abrigo recio y botitas de charol. El niño debía lucir sus mejores prendas, bien presentable, mudado para la ocasión, esa visita a la capital.
Veníamos de un pueblecito de la Ribera, en donde mi padre ejercía de ATS. Yo admiraba su resolución. No parecía achantarse con las gestiones a realizar, con las colas, con las ventanillas, con las muchedumbres ruidosas.
Descendíamos del tren, ya digo, salíamos de la estación del Norte, para inmediatamente enfilar en dirección a la Avenida del Marqués de Sotelo.
El recorrido era breve y distante a un tiempo, apenas unos cien metros o más, según mi percepción infantil. Pronto alcanzábamos el imponente edificio. Con premuras y con cierta angustia. O eso era lo que yo sentía.
De entrada, la llegada a Valencia era una fiesta, un día de vacación. Pero el primer paso siempre tenía algo de obligatorio, administrativo.
Mi padre tenía que resolver algunas gestiones impostergables en la Casa del Chavo. Así con rigurosas mayusculas: la Casa del Chavo.
Me advertía: no te separes de mí y permanece en silencio; eso sí, si alguien nos saluda, tú responde modosamente.
A mí me resultaban indescifrables esas actividades, la obligatoriedad de nuestra parada y el hermetismo edilicio.
¿Qué era aquel Chavo? ¿Qué negociados había en el severo edificio? Por supuesto, yo no podía preguntarme tales cosas y en esos términos.
Lo ignoraba todo. De hecho aún no había pecado. O sí.
Techos altos, arquitectura noble y un sinfín de funcionarios y jefes atendiendo o dando curso a peticiones y papeles. Eso era la Casa del Chavo.
La vida fluía y yo la observaba intimidado.
Sin entender su jerga, mi padre me hablaba de impresos, pólizas, copias, firmas, sellos y timbres. La Administración, también con mayúscula preceptiva, me aterraba.
Notaba aspereza.

La siguiente parada, la venidera estación, era el Banco. Situada en la esquina contraria de la Plaza del Caudillo, aquella entidad nos acogía con sonrisas.
Cuando mi padre daba su nombre al botones para que éste anunciara nuestra presencia, inmediatamente aparecía el señor director.
Vestía un terno de evidentes calidades. De un paño similar al de mi padre. Y, también como él, lucía bigote, quizá con mayor énfasis viril, con mayor determinación.
El señor director, dando muestras de enérgica obsequiosidad, nos invitaba a pasar.
De repente descubría una copiosa población que allí se arracimaba: empleados formalmente vestidos, algunos con manguitos, clientes presurosos, algunos niños.
Y yo veía o creía ver fajos de billetes, y oía o creía oír ruido de calderilla, máquinas de escribir, resmas de papel y conversaciones a media voz.
Aquel templo de maderas, railite y mármoles me impresionaba. ¿Cuánto dinero era nuestro? ¿Sólo modestas cantidades o acrecidos tesoros?
Para mí, la vida seguía con una eternidad inacabable. Aún no había alcanzado la edad de la razón.
Qué bonito. Os imagino perfectamente a vosotros y vuestras circunstancias.