Valencia. Aquí huele a azufre

Hacia 2009, todo parecía posible en la Valencia del delirio y del gasto machote. Había estallado la crisis financiera, pero aquí seguíamos de fiesta non stop. Todo eran pecados.

Todo era posible, en efecto, en una ciudad y en una comunidad que, a la vez, eran territorio de conquista y “territorio cristiano”.

Así, ”territorio cristiano”, las declaraban y definían Francisco Camps y Rita Barberá, presidente y alcaldesa respectivamente. Lo digo por si alguien los ha olvidado.

Imagino que hoy en 2023, tras el acuerdo del PP con Vox, las fuerzas cristianas avanzan en la Reconquista.

Hay que tener en cuenta que el partido ultraderechista hace de este episodio histórico el fundamento de la Nación española.

La guerra cultural es guerra y todo territorio (re)conquistado es parte de las batallas que van a librar de manera inmediata.

¿Será una contienda permanente? ¿O volverá la fiesta del despilfarro? No tienen por qué ser contradictorias.

Valencia fue y puede volver a ser el edén del consumo y el gasto inescrupuloso. Y puede ser territorio de cristianos viejos con pureza de sangre. Eso sí, primero cometiendo todas las trapacerías y luego confesando los pecados.

El paraíso ya está al alcance de la ‘derechita cobarde’ y de esos otros ‘españoles muy españoles’.

“La fiesta en Valencia no acaba nunca”, decía Ricardo Costa, secretario general del PPCV hacía 2009.

Entonces, la política autonómica y local iba a la deriva o hacia arriba, a punto de vararse o estrellarse, según.

Entonces, las instituciones estaban trituradas y manejadas por personajes propios del hampa, de la farsa y del folletín. Era la Valencia del clientelismo.

Los principales responsables, algunos mangantes y algunos magnates, mostraban dominio.

Y mostraban también valenciano derroche: eran gente con desenvoltura y mucho mundo.

Un día, mientras Valencia vivía en la juerga del despilfarro, Francisco Camps y Rita Barberá se colaron en una fiesta. O, mejor, la montaron. Otra más de la juerga inacabable.

Hablo de la fiesta que la escudería Ferrari organizó en el Circuito Ricardo Tormo, de Cheste. Era el mes de noviembre de 2009.

Fotografía: EFE

Insisto: la crisis financiera ya habia estallado y el mundo andaba encogido.

Comenzaban los primeros atisbos de lo que se impondría: la austeridad económica más dañina y los recortes más despiadados.

Ese día de noviembre, sin embargo, Francisco Camps y sus correligionarios del PPCV están exultantes. Ignoran lo que es la austeridad moral, la contención.

El entonces presidente de la Generalitat se dispone a pilotar un Ferrari California descapotable.

¿De qué color es el vehículo?

No tiene el preceptivo rojo de la marca, pero justamente por eso llamaba más la atención: es de un color azul claro. Rita Barberá acompaña como copiloto al sr. Camps.

La serie de instantáneas en que queda reflejada la vuelta es de un exhibicionismo culpable. La puesta en escena es una pose de impunidad.

O, mejor, las fotografías hablan del derroche como símbolo y ejecutoria, del gasto y del dominio de la plaza. De su patrimonialización.

Poco tiempo después, en apenas dos años, el Imperio de opereta y lujos, de risas y pujos, comenzaba su declive.

Hoy ha acabado ese declive cuando el caso Gürtel y los siguientes escándalos de corrupción de los populares valencianos aún se amontonan en los juzgados.

Mientras tanto, ya no son Paco y Rita, sino PP y Vox los que se disponen a pilotar otro bólido, por supuesto azul. O verde.

No sé cuál es la meta, pero la carrera no augura nada bueno. Muchos somos pasajeros involuntarios y nos pueden estrellar.

En ese caso ya no estaremos en territorio cristiano. Nos pueden dar una hostia, “qué hostia”, en palabras de Rita Barberá.

No nos llevarán al cielo. Nos llevarán al Infierno, pero aquí, en la Tierra. En la terreta. En el mundo sublunar: aquí ya huele a azufre.

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