Antonio Muñoz Molina. 1974, la conspiración que no fue

Justo Serna
8 de junio de 2024
Makma. Revista de artes visuales y cultura contemporánea

En la revista MAKMA me publican un sentido artículo dedicado a una obra de Antonio Muñoz Molina: El dueño del secreto (1994). Se cumplen treinta años de su aparición.

Se trata de una de sus obras de ficción más útiles, más aleccionadoras, más divertidas.

Recrea la vida madrileña de 1974 y recrea también la percepcion real o equivocada de un joven de 18 años en la gran metrópoli.

¿Cómo era la vida en la España del último franquismo? ¿Cómo eran la política, las relaciones familiares y las calaveradas en aquel contexto? ¿Cómo era la diversión masculina y el putiferio en ese tiempo?

Juan Antonio Ríos Carratalá lo ha estudiado con finura y con gracia. Muñoz Molina lo recrea para el último franquismo: Chicote, Lhardy, etcétera.

La novela es —o puede ser— una reconstrucción potencial del mundo, una reelaboración de lo realmente acontecido.

Con la novela, Antonio Muñoz Molina se pone en una situación posible, se introduce en una circunstancia que no ha vivido o que, al menos, no ha vivido así exactamente.

Y lo hace con el concurso de personajes que de modo vicario le ayudan a entender su comportamiento.

Muchos personajes suyos tienen muy presente lo pretérito, un pasado que sobrevive emocionalmente en las cosas y en las palabras, en los objetos y en las personas.

Algunos de esos personajes evocan con melancolía el tiempo ya consumado. Ahora bien, conforme envejecen, lo vivido se difumina y la memoria sólo retiene una parte escasa de lo que han hecho o imaginado, algo que no se parece al pretérito inamovible de los recuerdos.

Añoran penosamente un pasado y una ciudad que ya no están: los sentidos y sus materializaciones, los sabores remotos. No hay remisión, ni redención, ni rendición. Así de grave es la cosa.

No pocos personajes de Muñoz Molina se debaten entre el desarraigo y el lugar, entre el linaje, por modesto que sea, y los deseos, los objetivos que se proponen: entre lo experimentado y lo inventado.

Son gentes soñadoras que viven en angustiosas contrariedad y contradicción.

Por una parte se deben a la tierra, a sus ancestros, a sus obligaciones y cargas; por otra parte, esos personajes anhelan un espacio propio, una habitación propia, algo que está más allá y que les fuerza a urdir un plan para marcharse.

Algunos se sienten derrotados muy pronto, abatidos y atados a unas raíces: echan anclas en lo pasado o en el lugar al que estaban destinados por tradición familiar.

Otros se rebelan y se definen con orgullo y con dolor, asumiendo sus logros y sus derivas, sintiéndose a veces traidores y responsables de su huida.

Hay individuos que después pueden regresar, justamente cuando ya han hecho sus vidas; otros, por el contrario, se malogran, víctimas de la provincia.

Todos nosotros podríamos ser algunos de ellos, personas que renunciaron por confort o por pánico, que no se atrevieron a escapar, que no se aventuraron.

Pero eso sólo no basta. En las novelas de Muñoz Molina, la voz del narrador es capital.

Por un lado, esa voz en primera persona capta la emoción de las cosas (por decirlo como Antonio Machado), los afectos que están vinculados a los sujetos y a los objetos.

También está la otra parte, cuando ese narrador no percibe bien, no es capaz de determinar con claridad su entorno o aquello que siente.

No suele narrar en tiempo presente, cuando suceden las cosas, sino décadas después. Con imprecisiones, con errores.

El narrador de Muñoz Molina, y el de El dueño del secreto también, es generalmente un observador aturdido, alguien que estudia, examina y apenas vislumbra.

Quizá quiere encontrar lo grande y lo pequeño, tal vez desea hallar el sentido y el significado de las cosas.

Pero lo cierto es que apenas consigue entender qué es lo que sucede y qué es lo que le ocurre, qué es lo que le ocurrió y lo que ahora le está ocurriendo.

¿Hubo o no hubo una conspiración en el Madrid de 1974?

Ah, no dejen de leer lo que se revela en Makma:

Deja un comentario