Hace unos años, en 2021 concretamente, escribí sobre Björn Andrésen, el jovencísimo adolescente que Luchino Visconti convirtió en Tadzio para su film Muerte en Venecia (1971).
Me detuve entonces en la paradoja de ese papel. Estábamos ante un rostro destinado a encarnar lo inasible: la belleza, la juventud, la muerte. En origen parecía una figura condenada a quedar fijada en la memoria y en el imaginario colectivos como si el tiempo no pudiera alcanzarlo.
Tadzio era una epifanía para el ojo humano: más concretamente, es la aparición que subyuga a Gustav von Aschenbach, pero también es el signo de un final, el bello joven que arrastra al protagonista a su propio ocaso.
Hoy, con la noticia de su muerte, la de Björn Andrésen, esa imagen regresa con otra trascendencia.
Por supuesto, aquel muchacho filiforme, de cabellos dorados, no fue solo un mito fílmico: fue también un hombre real, de carne y huesos, un ser marcado por esa experiencia temprana, el de haber quedado reducido a icono.
El documental The Most Beautiful Boy in the World (2021) lo exhumaba, lo recordaba muchos años después, ya en la crecida de la edad, ya envejecido, con un deterioro conmovedor, paradójicamente bello.
La belleza, que había parecido un don, acabó resultando una condena. La mirada del mundo fue determinante: pesó demasiado sobre quien apenas tenía quince años cuando nos deslumbró a la sombra de Visconti.
La muerte de Björn Andrésen nos fuerza a repensar lo que significa la conversión de un ser humano indefenso en símbolo cinematográfico.
Si entonces, en 1971, Andrésen-Tadzio parecía encarnar la eternidad, hoy sabemos que su destino era el de cualquier otro individuo real, dolorosamente real: envejecer y dolerse hasta finalmente desaparecer.
Es una evidencia bien simple.
Y, sin embargo, su figura en la película de Visconti sigue inmarcesible, intacta, como si los años no hubieran transcurrido, como si la muerte no llegara hasta esa escena: la playa veneciana, la música de Mahler, la belleza que se ofrece y se retira.
Al recordar a Andrésen no evoco solo a Tadzio, el personaje nacido de la pluma de Thomas Mann (La muerte en Venecia, 1912). Me interrogo otra vez sobre la tensión entre el mito y la biografía, entre la imagen inmortal y la vida breve, la vida frágil.
Si alguna vez me pregunté qué significaba ese joven evanescente, suspendido entre la inocencia y la fatalidad, hoy su desaparición nos lo devuelve a esta orilla. La belleza material no es eterna. Ahora bien, su memoria, aquel soporte que la sostiene, sí que lo es.
Si quisiéramos rozar lo cursi diríamos: Tadzio vive, Tadzio es eterno. Y así es en la novela de Mann y en la película de Visconti.
Pero, más allá de la eximia creación, el individuo sobrevive, malvive y muere para su descanso, ahora sí, eterno.
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