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Uno. El pasado 27 de septiembre, Enrique Lynch publicó un largo artículo: «La vida en serie«. Era en La cuarta página, de El País y estaba dedicado
precisamente a las series televisivas. Era una reflexión sobre lo que nos proporciona la ficción y sobre lo que hacemos con las historias que los guionistas urden: para los públicos. ¿Para todos los públicos? En concreto, Lynch aludía a Los Soprano (The Sopranos), Mad Men, Perdidos (Lost), En terapia (In treatment) o The Wire. Reflexionemos.
De las cinco mencionadas sigo tres. Con mayor o menor intensidad, las tres que sigo me tienen robada el alma. En casa regresamos siempre que podemos a la pequeña pantalla. No olvidamos en qué punto dejamos de verlas. Sabemos en que instante quedó suspendida su vida. Me preocupa lo que padecen sus personajes, me alegran sus éxitos y sus placeres, me interesa el enredo de sus vidas. Con ellos, con sus protagonistas, tengo una relación muy estrecha y por momentos forman parte de mi existencia.
Sé cuál es el estado de ánimo de Tony Soprano y cuál es la relación que mantiene con su esposa Carmela: si ambos deben volver a hacer terapia de pareja con la Dr. Melfi, psicoanalista. Sé que en Mad Men el principal oponente de Don Draper no es un caballero de alguna empresa rival, sino sus desquiciados socios Sterling o Campbell, e incluso la dama más ambiciosa y lista de la oficina, Peggy Olson: todos ellos necesitarían tratarse, acudir a un terapeuta con el fin de que les ayudara.
Sé que el Dr. Paul Weston, el psicoanalista de En terapia, tiene pacientes varios y que todos, pero todos sin excepción, se pasan el tiempo retándole, provocándole y jaleándole. A veces sueño con algo improbable, pero que una ficción podría hacer posible: que todos ellos convivieran en la misma serie, que Paul Weston, encarnado por Gabriel Byrne, tuviera como pacientes a Tony, Don, Carmela, Peggy.
¿Y cuáles serían sus malestares o neurosis? ¿Qué revelarían en la consulta?
Dos. Paul recibe en su casa, en la parte reservada a la clínica. Allí tiene la consulta, repleta de objetos: libros y algún barco en miniatura. Pero sobre todo lo que allí hay son los restos del naufragio, de un naufragio personal. El psicoanalista permanece sentado durante horas recibiendo a pacientes. ¿En qué consiste su trabajo? En escuchar principalmente, en ser depositario de deseos, temores, expectativas u ocurrencias.
El terapeuta no es un parlanchín: no debe serlo. Es, por el contrario, una figura silente o callada, observadora, que debe contenerse. Allí, en la situación psicoanalítica, se dan la transferencia y la contratransferencia: el paciente convierte al doctor en figura sobre la que volcar sus emociones y el médico es agente indirecto de una transformación en la que él mismo está implicado.
Tres. Imaginemos, en efecto, que Paul Weston atendiera a Tony, Don, Carmela, Peggy. Podríamos fantasear incluso con terapias de pareja. En primer lugar, habría que hacer coincidir los tiempos y los espacios de los distintos relatos. Paul vive en el presente, en un presente cercano al nuestro: en nuestro inmediato pasado. Al menos, así ocurre en la primera temporada, que es la que yo he visto, aquella por la que pasan los pacientes reales: Laura, Alex, Sophie, Jake y Amy.
En cambio, a Tony y Carmena Soprano los vemos a comienzos de la década del 2000. ¿Y Don y Peggy? Ellos viven a principios de los años sesenta. Las ciudades tampoco son las mismas: en la pareja Soprano, es Nueva Jersey su lugar de residencia y de trabajo. Tras haber visto ya la cuatro primeras temporadas, Peggy y Don siguen viviendo en Nueva York. Su empresa se ubica en Madison Avenue.
Tony Soprano se dedica a la gestión de desechos, dice oficialmente. En realidad, es uno de loa padrinos de la mafia local. Ciertos negocios de Nueva Jersey no pueden emprenderse sin la supervisión de Tony, que recibe de ellos algo más que un diezmo. Por su parte, Don Draper y Peggy Olson son creativos de publicidad y eso les hace luchar con empresas rivales en un juego de suma cero: lo que ellos ganan lo pierden los otros… También en el crimen organizado el negocio es un juego de suma cero.
El mafioso de Nueva Jersey y los creativos neoyorquinos viven estresados, con una presión insoportable. Deben encarar los recelos que suscitan y deben sobrevivir en un mundo despiadado. Pero Tony, Carmela, Don y Peggy viven también sus respectivos desajustes familiares. Y los viven con desconcierto creciente. ¿Qué han de hacer como padres? Los Soprano son pareja y padres de los mismos hijos. Don y Peggy no forman una familia, pero han pasado por la experiencia de la paternidad y maternidad, respectivamente.
Los Soprano forman una familia, en el sentido recto de la expresión y en el sentido figurado. Los capitanes de la red mafiosa de Nueva Jersey también forman parte de la famiglia. Tras las cuatro temporadas que he visto completas, Tony y Carmela tienen una hija que ya está en la Universidad y un hijo que está apunto de cursar los estudios superiores. ¿Es compatible la condición laboral del padre con el cuidado de los hijos?
Es tan desconcertante lo que vive Tony Soprano que sus malestares los alivia con adulterios constantes para después acudir a la consulta de la Dra. Melfi, de la que está abiertamente enamorado. No ha avanzado gran cosa en su terapia. Por eso le propongo cambiar de psicoanalista: que Tony vaya la consulta del Dr. Weston, es decir, de Paul. Allí podrá hablar como un hombre y con un hombre, con un hombre que tiene también sus debilidades y que sabe cómo se siente un varón desquiciado o a punto de naufragar.
¿Y Peggy y Don? La muchacha es listísima y ambiciosa, cierto: eso le hace saber sobrevivir en un mundo absolutamente masculino. Pero probablemente su mejor terapeuta podría ser Paul. ¿Por qué? Porque en el tiempo del Dr. Weston las mujeres han prosperado, han roto muchas de sus ataduras. Una joven ejecutiva ya no escandaliza y, por tanto, los temores y neurosis de Peggy Olson podrían aliviarse fácilmente por un psicoanalista tan sensible como Paul.
¿Y Don Draper? Su caso es, probablemente, el más difícil. En apariencia es quien mejor lo tiene: es un triunfador en el mundo de los negocios y su trabajo como creativo es enormemente apreciado y envidiado. Pero su vida es, en parte, una mentira y sus relaciones conyugales están rotas, cosa que no le impide querer mucho a sus hijos. Está separado y no sabe si dedicarse al adulterio compulsivo, como le ocurría cuando vivía con su esposa, o si restaurar la familia rehaciendo su vida con otra pareja. Pero en su mundo todo está cambiando. ¿Qué podría hacer el Dr. Weston por él? No sabemos.
Cuatro. Tal como relato sus experiencias estamos ante folletines típicos. ¿Acaso nos sirven para escapar del tedio? Según Enrique Lynch, sí. Pero yo no creo aburrirme. De hecho, el tedio me resultaba insoportable cuando era adolescente: me sobraba tiempo. En cambio, ahora que me faltan horas, el aburrimiento no lo contemplo. ¿Entonces? ¿Para qué me sirven estas historias que no me conciernen? Yo no tengo nada que ver con mafiosos o creativos publicitarios…
Cinco. ¿O sí? Los protagonistas pueden ser reflejo, remedo, copia o proyección de nosotros mismos y por ello hacemos algún tipo de transferencia. La impresión es la de que los personajes de Los Soprano, Mad Men o En terapia viven padeciendo algún tipo de angustia. Los negocios no les van mal. En algún caso son ricos y famosos (al menos en el ámbito de sus actividades). Son guapos o por lo menos puede costearse ropas caras, trajes de excelente paño: una indumentaria personal que los distingue. Tienen bienes materiales y su entorno no es hostil.
Por ejemplo, cuando Tony Soprano se encamina a su lujosa casa, sita en los suburbios de Nueva Jersey, llega al hogar, ese espacio de lo íntimo, de lo privado, el lugar del descanso. ¿Es así? En realidad, es en su casa en donde se libran las batallas más encarnizadas. Allí están Carmela y sus hijos, que hacen como que no saben y como que saben la profesión a la que se dedica Tony. Se benefician de sus tratos y negocios mafiosos al tiempo que sufren sus reprimendas como marido suspicaz o como padre severo, incluso severísimo.
¿Un padre severo? Esa incongruencia la padecen todos los Soprano. Por una parte, son católicos de origen italiano y viven con fervor algo impostado la fe religiosa. Por otra, son norteamericanos materialistas que se dejan seducir por el hedonismo. Sus mármoles ostentosos, sus objetos decorativos, su gigantesca piscina, la propia urbanización en la que residen –en fin, todo ello– son emblemas del éxito y son el becerro de oro.
Pero sobre todo lo que padecen es una desazón moral. Parece mentira, ¿no? Pues no, no es una fantasía mía. Los Soprano son seres para quienes las acciones morales son resultado de las creencias religiosas y especialmente familiares. Tony Soprano tiene un sentido de lo recto, de lo bueno, de lo aceptable. Pero el mafioso de Nueva Jersey tiene también una familia que atender, que cuidar; una familia a la que proteger frente al mundo que hostiga y frente a la pobreza, al hambre. ¿Realmente teme las estrecheces? Por supuesto: si no las temiera, no habría hecho construir su casa con tanta ostentación. Es una fortaleza que exhibe parcialmente sus lujos. Por tanto, lo que es emblema de éxito es a la vez una defensa contra las ofensas de la vida.
Pero la vida convulsa está dentro, entre esos muros y tabiques. Justamente, una parte de lo íntimo es lo que Soprano revela ante la Dra. Melfi. O lo que podría revelar ante el Dr. Weston. Tony tiene experiencia: ha tratado con terapeutas, con una terapeuta de origen italiano, y por tanto sabe cómo comportarse ante el psicoanalista.
¿Pero y Draper u Olson? Ellos viven en Nueva York, en el Nueva York de los años sesenta, en la época de esplendor del freudismo americano. ¿Cómo tratarían con un especialista? En Mad Men hay un leve apunte sobre el particular: en la primera temporada, Betty, la esposa de Don Draper ha estado acudiendo a un psicoanalista cuyos emolumentos abonaba el marido, por supuesto. Pero el terapeuta parecía poco escrupuloso: por teléfono revelaba a Don los secretos íntimos que la esposa confesaba en las sesiones.
En realidad, la experiencia con el psicoanálisis es nueva para todos ellos: como es nuevo el malestar que padecen. Betty tiene el síndrome del ama de casa, la madre ejemplar que se agosta y se angustia en una casa lujosa de los suburbios. Y Don y su colega Peggy Olson sólo viven para el trabajo. Tienen la suerte de ser creativos: el resultado depende en parte de su imaginación, de sus ocurrencias, pero también de sus estrategias. Son fantasiosos, pero se deben a un cliente. Han de ser realistas. Y han de responder ante las empresas con las que tienen cuentas.
El mundo les exige y el mundo está cambiando. El resultado es desconcertante. Sus papeles personales se disuelven y la base que pisan siempre es escurridiza. Un terapeuta permanece sentado, escuchando, anotando. Quizá les haría mucho bien acudir a su consulta. Ya digo, imagino a Betty (o Bets, como la llama Don), a Draper y a Olson frente a Weston, el Dr. Weston. Imagino a Paul propiamente angustiado, informándose de un mundo que ya no es el suyo…

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