Blog enlazado por El País (Comunidad Valenciana)
Uno. El pasado 27 de septiembre, Enrique Lynch publicó un largo artículo: «La vida en serie«. Era en La cuarta página, de El País y estaba dedicado precisamente a las series televisivas. Era una reflexión sobre lo que nos proporciona la ficción y sobre lo que hacemos con las historias que los guionistas urden: para los públicos. ¿Para todos los públicos? En concreto, Lynch aludía a Los Soprano (The Sopranos), Mad Men, Perdidos (Lost), En terapia (In treatment) o The Wire. Reflexionemos.
De las cinco mencionadas sigo tres. Con mayor o menor intensidad, las tres que sigo me tienen robada el alma. En casa regresamos siempre que podemos a la pequeña pantalla. No olvidamos en qué punto dejamos de verlas. Sabemos en que instante quedó suspendida su vida. Me preocupa lo que padecen sus personajes, me alegran sus éxitos y sus placeres, me interesa el enredo de sus vidas. Con ellos, con sus protagonistas, tengo una relación muy estrecha y por momentos forman parte de mi existencia.
Sé cuál es el estado de ánimo de Tony Soprano y cuál es la relación que mantiene con su esposa Carmela: si ambos deben volver a hacer terapia de pareja con la Dr. Melfi, psicoanalista. Sé que en Mad Men el principal oponente de Don Draper no es un caballero de alguna empresa rival, sino sus desquiciados socios Sterling o Campbell, e incluso la dama más ambiciosa y lista de la oficina, Peggy Olson: todos ellos necesitarían tratarse, acudir a un terapeuta con el fin de que les ayudara.
Sé que el Dr. Paul Weston, el psicoanalista de En terapia, tiene pacientes varios y que todos, pero todos sin excepción, se pasan el tiempo retándole, provocándole y jaleándole. A veces sueño con algo improbable, pero que una ficción podría hacer posible: que todos ellos convivieran en la misma serie, que Paul Weston, encarnado por Gabriel Byrne, tuviera como pacientes a Tony, Don, Carmela, Peggy.
¿Y cuáles serían sus malestares o neurosis? ¿Qué revelarían en la consulta?
Dos. Paul recibe en su casa, en la parte reservada a la clínica. Allí tiene la consulta, repleta de objetos: libros y algún barco en miniatura. Pero sobre todo lo que allí hay son los restos del naufragio, de un naufragio personal. El psicoanalista permanece sentado durante horas recibiendo a pacientes. ¿En qué consiste su trabajo? En escuchar principalmente, en ser depositario de deseos, temores, expectativas u ocurrencias.
El terapeuta no es un parlanchín: no debe serlo. Es, por el contrario, una figura silente o callada, observadora, que debe contenerse. Allí, en la situación psicoanalítica, se dan la transferencia y la contratransferencia: el paciente convierte al doctor en figura sobre la que volcar sus emociones y el médico es agente indirecto de una transformación en la que él mismo está implicado.
Tres. Imaginemos, en efecto, que Paul Weston atendiera a Tony, Don, Carmela, Peggy. Podríamos fantasear incluso con terapias de pareja. En primer lugar, habría que hacer coincidir los tiempos y los espacios de los distintos relatos. Paul vive en el presente, en un presente cercano al nuestro: en nuestro inmediato pasado. Al menos, así ocurre en la primera temporada, que es la que yo he visto, aquella por la que pasan los pacientes reales: Laura, Alex, Sophie, Jake y Amy.
En cambio, a Tony y Carmena Soprano los vemos a comienzos de la década del 2000. ¿Y Don y Peggy? Ellos viven a principios de los años sesenta. Las ciudades tampoco son las mismas: en la pareja Soprano, es Nueva Jersey su lugar de residencia y de trabajo. Tras haber visto ya la cuatro primeras temporadas, Peggy y Don siguen viviendo en Nueva York. Su empresa se ubica en Madison Avenue.
Tony Soprano se dedica a la gestión de desechos, dice oficialmente. En realidad, es uno de loa padrinos de la mafia local. Ciertos negocios de Nueva Jersey no pueden emprenderse sin la supervisión de Tony, que recibe de ellos algo más que un diezmo. Por su parte, Don Draper y Peggy Olson son creativos de publicidad y eso les hace luchar con empresas rivales en un juego de suma cero: lo que ellos ganan lo pierden los otros… También en el crimen organizado el negocio es un juego de suma cero.
El mafioso de Nueva Jersey y los creativos neoyorquinos viven estresados, con una presión insoportable. Deben encarar los recelos que suscitan y deben sobrevivir en un mundo despiadado. Pero Tony, Carmela, Don y Peggy viven también sus respectivos desajustes familiares. Y los viven con desconcierto creciente. ¿Qué han de hacer como padres? Los Soprano son pareja y padres de los mismos hijos. Don y Peggy no forman una familia, pero han pasado por la experiencia de la paternidad y maternidad, respectivamente.
Los Soprano forman una familia, en el sentido recto de la expresión y en el sentido figurado. Los capitanes de la red mafiosa de Nueva Jersey también forman parte de la famiglia. Tras las cuatro temporadas que he visto completas, Tony y Carmela tienen una hija que ya está en la Universidad y un hijo que está apunto de cursar los estudios superiores. ¿Es compatible la condición laboral del padre con el cuidado de los hijos?
Es tan desconcertante lo que vive Tony Soprano que sus malestares los alivia con adulterios constantes para después acudir a la consulta de la Dra. Melfi, de la que está abiertamente enamorado. No ha avanzado gran cosa en su terapia. Por eso le propongo cambiar de psicoanalista: que Tony vaya la consulta del Dr. Weston, es decir, de Paul. Allí podrá hablar como un hombre y con un hombre, con un hombre que tiene también sus debilidades y que sabe cómo se siente un varón desquiciado o a punto de naufragar.
¿Y Peggy y Don? La muchacha es listísima y ambiciosa, cierto: eso le hace saber sobrevivir en un mundo absolutamente masculino. Pero probablemente su mejor terapeuta podría ser Paul. ¿Por qué? Porque en el tiempo del Dr. Weston las mujeres han prosperado, han roto muchas de sus ataduras. Una joven ejecutiva ya no escandaliza y, por tanto, los temores y neurosis de Peggy Olson podrían aliviarse fácilmente por un psicoanalista tan sensible como Paul.
¿Y Don Draper? Su caso es, probablemente, el más difícil. En apariencia es quien mejor lo tiene: es un triunfador en el mundo de los negocios y su trabajo como creativo es enormemente apreciado y envidiado. Pero su vida es, en parte, una mentira y sus relaciones conyugales están rotas, cosa que no le impide querer mucho a sus hijos. Está separado y no sabe si dedicarse al adulterio compulsivo, como le ocurría cuando vivía con su esposa, o si restaurar la familia rehaciendo su vida con otra pareja. Pero en su mundo todo está cambiando. ¿Qué podría hacer el Dr. Weston por él? No sabemos.
Cuatro. Tal como relato sus experiencias estamos ante folletines típicos. ¿Acaso nos sirven para escapar del tedio? Según Enrique Lynch, sí. Pero yo no creo aburrirme. De hecho, el tedio me resultaba insoportable cuando era adolescente: me sobraba tiempo. En cambio, ahora que me faltan horas, el aburrimiento no lo contemplo. ¿Entonces? ¿Para qué me sirven estas historias que no me conciernen? Yo no tengo nada que ver con mafiosos o creativos publicitarios…
Cinco. ¿O sí? Los protagonistas pueden ser reflejo, remedo, copia o proyección de nosotros mismos y por ello hacemos algún tipo de transferencia. La impresión es la de que los personajes de Los Soprano, Mad Men o En terapia viven padeciendo algún tipo de angustia. Los negocios no les van mal. En algún caso son ricos y famosos (al menos en el ámbito de sus actividades). Son guapos o por lo menos puede costearse ropas caras, trajes de excelente paño: una indumentaria personal que los distingue. Tienen bienes materiales y su entorno no es hostil.
Por ejemplo, cuando Tony Soprano se encamina a su lujosa casa, sita en los suburbios de Nueva Jersey, llega al hogar, ese espacio de lo íntimo, de lo privado, el lugar del descanso. ¿Es así? En realidad, es en su casa en donde se libran las batallas más encarnizadas. Allí están Carmela y sus hijos, que hacen como que no saben y como que saben la profesión a la que se dedica Tony. Se benefician de sus tratos y negocios mafiosos al tiempo que sufren sus reprimendas como marido suspicaz o como padre severo, incluso severísimo.
¿Un padre severo? Esa incongruencia la padecen todos los Soprano. Por una parte, son católicos de origen italiano y viven con fervor algo impostado la fe religiosa. Por otra, son norteamericanos materialistas que se dejan seducir por el hedonismo. Sus mármoles ostentosos, sus objetos decorativos, su gigantesca piscina, la propia urbanización en la que residen –en fin, todo ello– son emblemas del éxito y son el becerro de oro.
Pero sobre todo lo que padecen es una desazón moral. Parece mentira, ¿no? Pues no, no es una fantasía mía. Los Soprano son seres para quienes las acciones morales son resultado de las creencias religiosas y especialmente familiares. Tony Soprano tiene un sentido de lo recto, de lo bueno, de lo aceptable. Pero el mafioso de Nueva Jersey tiene también una familia que atender, que cuidar; una familia a la que proteger frente al mundo que hostiga y frente a la pobreza, al hambre. ¿Realmente teme las estrecheces? Por supuesto: si no las temiera, no habría hecho construir su casa con tanta ostentación. Es una fortaleza que exhibe parcialmente sus lujos. Por tanto, lo que es emblema de éxito es a la vez una defensa contra las ofensas de la vida.
Pero la vida convulsa está dentro, entre esos muros y tabiques. Justamente, una parte de lo íntimo es lo que Soprano revela ante la Dra. Melfi. O lo que podría revelar ante el Dr. Weston. Tony tiene experiencia: ha tratado con terapeutas, con una terapeuta de origen italiano, y por tanto sabe cómo comportarse ante el psicoanalista.
¿Pero y Draper u Olson? Ellos viven en Nueva York, en el Nueva York de los años sesenta, en la época de esplendor del freudismo americano. ¿Cómo tratarían con un especialista? En Mad Men hay un leve apunte sobre el particular: en la primera temporada, Betty, la esposa de Don Draper ha estado acudiendo a un psicoanalista cuyos emolumentos abonaba el marido, por supuesto. Pero el terapeuta parecía poco escrupuloso: por teléfono revelaba a Don los secretos íntimos que la esposa confesaba en las sesiones.
En realidad, la experiencia con el psicoanálisis es nueva para todos ellos: como es nuevo el malestar que padecen. Betty tiene el síndrome del ama de casa, la madre ejemplar que se agosta y se angustia en una casa lujosa de los suburbios. Y Don y su colega Peggy Olson sólo viven para el trabajo. Tienen la suerte de ser creativos: el resultado depende en parte de su imaginación, de sus ocurrencias, pero también de sus estrategias. Son fantasiosos, pero se deben a un cliente. Han de ser realistas. Y han de responder ante las empresas con las que tienen cuentas.
El mundo les exige y el mundo está cambiando. El resultado es desconcertante. Sus papeles personales se disuelven y la base que pisan siempre es escurridiza. Un terapeuta permanece sentado, escuchando, anotando. Quizá les haría mucho bien acudir a su consulta. Ya digo, imagino a Betty (o Bets, como la llama Don), a Draper y a Olson frente a Weston, el Dr. Weston. Imagino a Paul propiamente angustiado, informándose de un mundo que ya no es el suyo…
Me siento muy identificada con usted, don Justo. También he seguido con devoción tres de las series de TV que menciona (coincidimos en dos de ellas: ‘Los Soprano’ no la he visto pero todo se andará) y también “me tienen robada el alma”.
¿Y si fuéramos nosotros los que formáramos parte de la existencia de los personajes?
Dos. Paul recibe en su casa, en la parte reservada a la clínica. Allí tiene la consulta, repleta de objetos: libros y algún barco en miniatura. Pero sobre todo lo que allí hay son los restos del naufragio, de un naufragio personal. El psicoanalista permanece sentado durante horas recibiendo a pacientes. ¿En qué consiste su trabajo? En escuchar principalmente, en ser depositario de deseos, temores, expectativas u ocurrencias.
El terapeuta no es un parlanchín: no debe serlo. Es, por el contrario, una figura silente o callada, observadora, que debe contenerse. Allí, en la situación psicoanalítica, se dan la transferencia y la contratransferencia: el paciente convierte al doctor en figura sobre la que volcar sus emociones y el médico es agente indirecto de una transformación en la que él mismo está implicado.
Continuará…
Don Justo. Estoy acá leyéndolo siempre aunque no opine. Un abrazo!!
Me gustaría escuchar su opinión sobre otras series, en especial las históricas, y cuál es su preferida.
A mí me gustan mucho también.
Mad Men y True Blood son altamente recomendables, a mi entender.
Pues yo también he seguido tres de las series que cita el señor Serna. Tres series muy distintas, por cierto, aunque bien podrían comunicarse.
«En terapia», desde luego, es la más arriesgada, las destinada a un público más minoritario. Un cara a cara de algo menos de media hora entre un psicoanalista y su paciente es todo un reto para la realización.
Perdidos, por su parte, me pareció algo más irregular, aunque notable en muchos momentos, especialmente en su primera temporada: a esta serie le sucedió lo que suele ocurrir cuando se generan demasiadas expectativas, cuando la madeja se lía en exceso: inevitablmenete defrauda y decepciona.
«Mad men», en cambio, mantiene una línea impecable, con una sobriefad y un humor realmente sorprendentes: sin grandes giros de guion ni grandes efectos consigue algo que a mi entender resulta extremadamente difícil: que el espectador no tenga ni idea de lo que va a suceder a continuación, pudiendo acontecer cualquier cosa, como en la vida misma.
Tres. Imaginemos, en efecto, que Paul Weston atendiera a Tony, Don, Carmela, Peggy. Podríamos fantasear incluso con terapias de pareja. En primer lugar, habría que hacer coincidir los tiempos y los espacios de los distintos relatos. Paul vive en el presente, en un presente cercano al nuestro: en nuestro inmediato pasado. Al menos, así ocurre en la primera temporada, que es la que yo he visto, aquella por la que pasan los pacientes reales: Laura, Alex, Sophie, Jake y Amy.
En cambio, a Tony y Carmena Soprano los vemos a comienzos de la década del 2000. ¿Y Don y Peggy? Ellos viven a principios de los años sesenta. Las ciudades tampoco son las mismas: en la pareja Soprano, es Nueva Jersey su lugar de residencia y de trabajo. Tras haber visto ya la cuatro primeras temporadas, Peggy y Don siguen viviendo en Nueva York. Su empresa se ubica en Madison Avenue.
Tony Soprano se dedica a la gestión de desechos, dice oficialmente. En realidad, es uno de loa padrinos de la mafia local. Ciertos negocios de Nueva Jersey no pueden emprenderse sin la supervisión de Tony, que recibe de ellos algo más que un diezmo. Por su parte, Don Draper y Peggy Olson son creativos de publicidad y eso les hace luchar con empresas rivales en un juego de suma cero: lo que ellos ganan lo pierden los otros… También en el crimen organizado el negocio es un juego de suma cero.
El mafioso de Nueva Jersey y los creativos neoyorquinos viven estresados, con una presión insoportable. Deben encarar los recelos que suscitan y deben sobrevivir en un mundo despiadado. Pero Tony, Carmela, Don y Peggy viven también sus respectivos desajustes familiares. Y los viven con desconcierto creciente. ¿Qué han de hacer como padres? Los Soprano son pareja y padres de los mismos hijos. Don y Peggy no forman una familia, pero han pasado por la experiencia de la paternidad y maternidad, respectivamente.
Los Soprano forman una familia, en el sentido recto de la expresión y en el sentido figurado. Los capitanes de la red mafiosa de Nueva Jersey también forman parte de la famiglia. Tras las cuatro temporadas que he visto completas, Tony y Carmela tienen una hija que ya está en la Universidad y un hijo que está apunto de cursar los estudios superiores. ¿Es compatible la condición laboral del padre con el cuidado de los hijos?
Es tan desconcertante lo que vive Tony Soprano que sus malestares los alivia con adulterios constantes para después acudir a la consulta de la Dra. Melfi, de la que está abiertamente enamorado. No ha avanzado gran cosa en su terapia. Por eso le propongo cambiar de psicoanalista: que Tony vaya la consulta del Dr. Weston, es decir, de Paul. Allí podrá hablar como un hombre y con un hombre, con un hombre que tiene también sus debilidades y que sabe cómo se siente un varón desquiciado o a punto de naufragar.
¿Y Peggy y Don? La muchacha es listísima y ambiciosa, cierto: eso le hace saber sobrevivir en un mundo absolutamente masculino. Pero probablemente su mejor terapeuta podría ser Paul. ¿Por qué? Porque en el tiempo del Dr. Weston las mujeres han prosperado, han roto muchas de sus ataduras. Una joven ejecutiva ya no escandaliza y, por tanto, los temores y neurosis de Peggy Olson podrían aliviarse fácilmente por un psicoanalista tan sensible como Paul.
¿Y Don Draper? Su caso es, probablemente, el más difícil. En apariencia es quien mejor lo tiene: es un triunfador en el mundo de los negocios y su trabajo como creativo es enormemente apreciado y envidiado. Pero su vida es, en parte, una mentira y sus relaciones conyugales están rotas, cosa que no le impide querer mucho a sus hijos. Está separado y no sabe si dedicarse al adulterio compulsivo, como le ocurría cuando vivía con su esposa, o si restaurar la familia rehaciendo su vida con otra pareja. Pero en su mundo todo está cambiando. ¿Qué podría hacer el Dr. Weston por él? No sabemos.
Cuatro. Tal como relato sus experiencias estamos ante folletines típicos. ¿Acaso nos sirven para escapar del tedio? Según Enrique Lynch, sí. Pero yo no creo aburrirme. De hecho, el tedio me resultaba insoportable cuando era adolescente: me sobraba tiempo. En cambio, ahora que me faltan horas, el aburrimiento no lo contemplo. ¿Entonces? ¿Para qué me sirven estas historias que no me conciernen? Yo no tengo nada que ver con mafiosos o creativos publicitarios…
Creo que una de las cualidades que poseen estas series que menciona, de las que he visto dos, es que permiten al espectador ingresar en esa otra dimensión ficticia de la que necesariamente tenemos que alimentarnos si queremos soportar una realidad como la nuestra. Lo que no logra la literatura, que es encarnizar con imágenes el mundo que propone, lo consiguen estas series, convirtiendo lo que narran en un mundo paralelo al que nos es posible acceder a través de una ventana, tanto más atractivo cuanto más próximo y verídico nos resulta, pues lo creemos perfectamente posible a este lado y a nosotros transitando por él. La literatura, pienso, nos proyecta hacia dentro y permite que ahondemos en nosotros mismos; el buen cine y law series de televisión que menciona, en cambio, nos proyectan hacia fuera y, por muy desagradable que pueda resultar un Tony Soprano, sentimos que cuanto hay en él es verdad y que parte de ella nos pertenece.
Cinco. ¿O sí? Los protagonistas pueden ser reflejo, remedo, copia o proyección de nosotros mismos y por ello hacemos algún tipo de transferencia. La impresión es la de que los personajes de Los Soprano, Mad Men o En terapia viven padeciendo algún tipo de angustia. Los negocios no les van mal. En algún caso son ricos y famosos (al menos en el ámbito de sus actividades). Son guapos o por lo menos puede costearse ropas caras, trajes de excelente paño: una indumentaria personal que los distingue. Tienen bienes materiales y su entorno no es hostil.
Por ejemplo, cuando Tony Soprano se encamina a su lujosa casa, sita en los suburbios de Nueva Jersey, llega al hogar, ese espacio de lo íntimo, de lo privado, el lugar del descanso. ¿Es así? En realidad, es en su casa en donde se libran las batallas más encarnizadas. Allí están Carmela y sus hijos, que hacen como que no saben y como que saben la profesión a la que se dedica Tony. Se benefician de sus tratos y negocios mafiosos al tiempo que sufren sus reprimendas como marido suspicaz o como padre severo, incluso severísimo.
¿Un padre severo? Esa incongruencia la padecen todos los Soprano. Por una parte, son católicos de origen italiano y viven con fervor algo impostado la fe religiosa. Por otra, son norteamericanos materialistas que se dejan seducir por el hedonismo. Sus mármoles ostentosos, sus objetos decorativos, su gigantesca piscina, la propia urbanización en la que residen –en fin, todo ello– son emblemas del éxito y son el becerro de oro.
Pero sobre todo lo que padecen es una desazón moral. Parece mentira, ¿no? Pues no, no es una fantasía mía. Los Soprano son seres para quienes las acciones morales son resultado de las creencias religiosas y especialmente familiares. Tony Soprano tiene un sentido de lo recto, de lo bueno, de lo aceptable. Pero el mafioso de Nueva Jersey tiene también una familia que atender, que cuidar; una familia a la que proteger frente al mundo que hostiga y frente a la pobreza, al hambre. ¿Realmente teme las estrecheces? Por supuesto: si no las temiera, no habría hecho construir su casa con tanta ostentación. Es una fortaleza que exhibe parcialmente sus lujos. Por tanto, lo que es emblema de éxito es a la vez una defensa contra las ofensas de la vida.
Pero la vida convulsa está dentro, entre esos muros y tabiques. Justamente, una parte de lo íntimo es lo que Soprano revela ante la Dra. Melfi. O lo que podría revelar ante el Dr. Weston. Tony tiene experiencia: ha tratado con terapeutas, con una terapeuta de origen italiano, y por tanto sabe cómo comportarse ante el psicoanalista.
¿Pero y Draper u Olson? Ellos viven en Nueva York, en el Nueva York de los años sesenta, en la época de esplendor del freudismo americano. ¿Cómo tratarían con un especialista? En Mad Men hay un leve apunte sobre el particular: en la primera temporada, Betty, la esposa de Don Draper ha estado acudiendo a un psicoanalista cuyos emolumentos abonaba el marido, por supuesto. Pero el terapeuta parecía poco escrupuloso: por teléfono revelaba a Don los secretos íntimos que la esposa confesaba en las sesiones.
En realidad, la experiencia con el psicoanálisis es nueva para todos ellos: como es nuevo el malestar que padecen. Betty tiene el síndrome del ama de casa, la madre ejemplar que se agosta y se angustia en una casa lujosa de los suburbios. Y Don y su colega Peggy Olson sólo viven para el trabajo. Tienen la suerte de ser creativos: el resultado depende en parte de su imaginación, de sus ocurrencias, pero también de sus estrategias. Son fantasiosos, pero se deben a un cliente. Han de ser realistas. Y han de responder ante las empresas con las que tienen cuentas.
El mundo les exige y el mundo está cambiando. El resultado es desconcertante. Sus papeles personales se disuelven y la base que pisan siempre es escurridiza. Un terapeuta permanece sentado, escuchando, anotando. Quizá les haría mucho bien acudir a su consulta. Ya digo, imagino a Betty (o Bets, como la llama Don), a Draper y a Olson frente a Weston, el Dr. Weston. Imagino a Paul propiamente angustiado, informándose de un mundo que ya no es el suyo…
La escritura de Roberto Bolaño te lleva de la cintura al seguimiento de la trama por su lenguaje, como Antonio Muñoz Molina o Juan Carlos Onetti. Lo digo por esa descomunal novela -de difícil digestión- que se llama 2666.
Murakami y su IQ84 te lleva de la mano hacia una historia con una trama en sí muy potente, entre el sueño, la realidad y un mundo aplastantemente auténtico.
Hacen ustedes observaciones o preguntas muy pertinentes. Con el desarrollo del punto número 5 creo responder a algunas de las cosas que amablemente me plantea Juan Manuel González Lianes.
profeballa, su pregunta sobre las series históricas debe meditarla. Probablemente la responda en otro blog: el papel de las ficciones en la historia.
Descomunal novela, dice aleskander62. En realidad, las series televisivas son como una novela que se despliega en capítulos, una novela-río en la que aparecen personajes con quienes nos familiarizamos. Pero la novedad de estas series es, como dice Alejandro Lillo, que el espectador no tiene «ni idea de lo que va a suceder a continuación, pudiendo acontecer cualquier cosa, como en la vida misma». Ese verismo o ese feísmo o esa fatalidad son lo que parece propio de la vida. Es un efecto de verosimilitud. En realidad, en las series siempre pasa algo…
El número del pasado mes de julio de la revista «Quimera» lleva un dossier monográfico dedicado a las series de televisión en las que se habla de todas estas series de TV y de otras muchas, americanas y españolas:
http://www.revistaquimera.com/detalleRevista.php?idRevista=59
La mala fama de la televisión, expandida por algunos autores que me han influido, arranca , al menos para el caso que hoy trata usted -las series- de un prejuicio paralizante: la televisión es por esencia un medio idiota, ya que nace con la cultura de masas, al contrario que otros lenguajes, que más bien han ido adaptándose a ella, por lo que podemos seguir encontrándoles el áura del distanciamiento, la genialidad intransferible del autor y todas esas cosas. Ahora bien, una cosa es que el medio determine el mensaje, y otra que un medio de masas produzca necesariamente mercancías de baja calidad y consumo fácil. El mundo de la TV ha cambiado porque estamos en medio de una revolución tecnológica cuyos tormentosos vientos nos azotan de tal manera que nos cuesta encontrar un segundo de calma para pensarlos. Lo que debemos preguntarnos es por qué -Carlos Boyero lo ha explicado muchas veces- los mayores talentos del guionismo norteamericano se han trasladado a la pequeña pantalla. Es cierto que el formato de una serie televisiva condiciona los guiones, pero hoy en día hacer una serie para HBO, por ejemplo, otorga oportunidades al talento creativo de la que dudo mucho que puedan disfrutar muchos autores norteamericanos actuales, se me ocurre pensar en los consagrados y poco más. El tema es que la misma pantalla que me saca las mamarrachadas de Tele cinco es capaz de ofrecerme una trama tan kafkiana, tan compleja y tan exigente y trabajosa para el espectador como The wire, de la que por cierto solo he visto una temporada y media y me maravilló.
En cuanto al artículo de Enrique Lynch -y es aquí a dónde quiero ir a parar- está repleto de argumentaciones que no puedo compartir. Lo leí con mucha atención cuando apareció y me decepcionó absolutamente, pues estaba repleto de tópicos destinados a confortar a quienes creen vivir instalados en la alta cultura, cosa que a veces resulta muy cómoda (Me recuerda, aunque en el artículo de Lynch hay más ambigüedades, yo diría que inconsecuencias, a cierto artículo muy polémico en el que Vicente Molina Foix se despachó a gusto contra quienes pretenden elevar a la categoría de arte al cómic… No me voy a andar con ambages: hizo el ridículo) Pues bien, dice Lynch algo de «sagas interminables». A mí hay espectáculos muy breves que se me hacen larguísimos, y, de igual manera, obras larguísimas como El padrino que se me hacen increíblemente cortas. Es abusivo pretender dotar de objetividad a una adjetivo que sólo refleja una preferencia personal.
Se refiere igualmente a las constricciones que imponen a las series ciertos aspectos relacionados con los contratos con las cadenas, los actores… Me imagino que piensa en esas series que al cabo de los años tienen que «matar» a un personaje porque el actor les ha enviado al cuerno. Yo podría recomendarle al señor Lynch algún libro sobre las peripecias de las producciones cinematográficas, que ahora vemos como productos inmaculados, pero que están tan sometidos a una industria como los televisivos. Sea cual sea la intrahistoria de una producción, debemos juzgar su resultado, y si la narración es convincente me parece injusto desacreditarla por principio.
Finalmente, me referiré a ciertos calificativos que el autor utiliza para referirse al acto cotidiano de ver series en la tele: «tedio», «vacío de la vida» «escopofilia» (cito medio de memoria) Lynch afirma que nos sobra tiempo y que por eso lo matamos con estos entretenimientos, más culpables en la medida en que algunos, además, tratan de ofrecer calidad en sus narraciones. Miren, a mí lo que me falta es tiempo, por ejemplo para departir más habitualmente con ustedes, y la última de las razones por las que sigo Mad men es que pretendo entretenerme. Cuando estoy fatigado y quiero adormilarme en el sofá lo último que se me ocurre es poner The wire. Me parece insultante eso que dice porque descalifica a quienes no comparten su gusto… o su falta de él. En cuanto a mis fines de semana, no sé si son «desdichados»,quizá lo sean y no me he dado cuenta, pero a mí conocer a Don Draper no me ha hecho más infeliz ni, sobre todo, más ignorante. No sé si todos pueden decir lo mismo.
Para acabar. Se refiere el señor Serna a tres series en las cuales el psicoanálisis está efectivamente presente o, cuanto menos, habría de estarlo. He visto algunas veces En terapia, no sé, merece la pena, pero me parece que los personajes se toman demasiado en serio a sí mismos, empezando por el médico protagonista. Termina deprimiéndome un poquito. En eso prefiero a Los soprano, debe ser que me pasa como a Woody Allen, que creo mucho en los psiquiatras, pero solo porque cuando me veo a mí mismo contándoles mis ansiedades y conflictos me entra una risa absolutamente terapéutica. Yo, si me lo permiten, soy mas -creo que como Isabel Zarzuela y Alejandro Lillo- de El ala oeste de la Casa Blanca. Ya les hablé alguna vez de un capítulo titulado «Dos catedrales», que puede ser tranquilamente como un relato per se… Obra maestra, me pareció estar viendo una obra de Shakespeare.
Hay también un libro que se llama Teleshakespeare de Jorge Carrión donde habla de algunas series de TV.
Mis favoritas:
1. Mad Men.
2. Dos metros bajo tierra.
3. Los Tudor.
4. Mujeres desesperadas.
5. Chicas Gilmore.
6. Aquellos maravillosos años.
7. Dexter.
8. True Blood.
9. Friends.
10. Frasier.
He visto por cierto No habrá paz… con Jose Coronado. Gran personaje el de Santos, también el de la juez Chacón, que desentraña la desconexión existente entre los departamentos de Interior, Defensa, Aparato Policíaco y dentro de ese marco deshilvanado, Santos actúa desengañado por su cuenta. Policía que fue excelente en sus días y acusa una fuerte depresión y desencanto.
Sr. Fuster, gracias por el enlace a ‘Quimera’. Me gustaría leer el número que usted nos indica. Pero no sé cómo hacerme con un ejemplar…
Sr. aleskander62 le agradezco su lista. Sin duda comparto su predilección por algunas de esas series. Aunque no soy muy partidario de las listas, de la enumeración y del ránking.
Sr. Montesinos, usted me perdonará mis silencios. Le debo varias respuestas privadas. Pero voy de cabeza por las cosas que tengo pendientes: en serie y en serio. Como tantas veces, convengo con usted en casi todo lo que dice. Pero no comparto lo que sostiene sobre ‘En terapia’. Dice: «no sé, merece la pena, pero me parece que los personajes se toman demasiado en serio a sí mismos, empezando por el médico protagonista. Termina deprimiéndome un poquito. En eso prefiero a Los Soprano’.
Paul Weston es un psicoanalista que se toma en serio su trabajo porque los pacientes sufren. No acuden a la terapia para conocerse mejor o para bromear, sino para aliviarse o aligerarse. Cuando Tony Soprano va a la consulta de la Dra. Melfi está… jodido. Y de cuando en cuando vemos su explosión de violencia: sin bromas.
Creo que ‘En terapia’ es una serie de gran vigor aunque en casa de Weston no haya lugar para mucha sironías. Sr. Montesinos, usted sabrá perdonarme.
No tengo nada que perdonarle; más que una censura al contenido de la serie, que me parece interesante, lo que yo apunto es una perspectiva diferente a la lógica dentro de la cual se mueven sus personajes. Me parece noble que Weston se tome en serio su trabajo por el motivo que usted expone, pero la mayoría de las cosas de la vida, empezando por nuestras afecciones anímicas, intento no tomármelas demasiado en serio… ni tampoco demasiado en broma, dicho sea de paso. Veo ceños demasiado fruncidos y hombros demasiado cargados en la serie, no puedo evitarlo, eso me pone un poco a distancia. En cuanto a Tony Soprano, ya ve, me pasa como con Homer Simpson, es sólo verle aparecer y ya me sonrío. Ya sé que el hombre está jodido, pero, demonio, las conversaciones con la doctora son geniales entre otras cosas porque toman derroteros disparatados, hábilmente disparatados, diría yo.
Por cierto, me viene a la cabeza una de Woody Allen en El dormilón. Como usted sabe, el protagonista ha estado congelado y despierta dos siglos después de su tiempo. «Dios mío, he pasado los últimos doscientos años sin ver a mi psicoanalista, que era un freudiano estricto. De haberme tratado durante este tiempo ahora yo estaría curado.»
Laura es un personaje interesantísimo de la primera temporada de ‘En terapia’. Es una mujer atractiva y devoradora: al menos así la vive el Dr. Weston. Es resuelta y terminante. Tras su determinación real, que no aparente, hay un gran dolor. Por eso acude al terapeuta. Lleva un año con él (no doscientos). Al cabo de esos doce meses, Laura comienza un ataque en toda regla. ¿Sabrá superarlo el Dr. Weston? Ah, hay que ver capítulo a capítulo.
Hace años vi ‘El dormilón’, de Woody Allen, y me gustó: a pesar de la crítica negativa de ‘Cartelera Turia’. Yo era sólo un muchacho. Tiempo después, ya crecidito, vi ‘Brodway Danny Rose’ (1984). Salían mafiosos, si no recuerdo mal. Pero lo que no he olvidado es una referencia a Dios. Bien podría aplicarse a Freud. Quite a Dios y ponga a Freud.
En un determinado momento, Danny Rose dice algo así como: está muy bien sentirse culpables para no hacer cosas malas o terribles. Precisamente por eso y a pesar de no haber hecho nada malo, yo siempre me siento culpable. ¿Para qué? Para seguir siendo bueno. O no tanto porque, fíjate, yo no creo en Dios. Pero me siento culpable, eso sí.
Revista Quimera:
http://www.revistaquimera.com
(para pedir un ejemplar o examinar las revistas editadas).
Muy recomendable, al igual que Revista de libros, Leer y Qué leer.
Iré un poco más lejos que usted, yo no me siento culpable, yo lo soy.
Llevo unos días algo agobiantes y no he tenido tiempo de escribir en este post. ¡Con la de cosas que les diría! Bueno, a ver si mañana encuentro un huequito. Pero antes de irme a dormir (sí, ya sé que es un poco pronto, pero no puedo con mi alma) quería apuntar un par de cosas, vamos, una avanzadilla:
Sr. Serna, como usted dice, Laura es un personaje interesantísimo, y, efectivamente, le acompaña un gran dolor. Pero el «ataque» que emprende hacia el Dr. Weston es totalmente sincero. No sé si me explico…
Sr. Montesinos: le hice caso y vi ‘Dos catedrales’. Sólo le diré que si usted deja todo por Catherine Deneuve, yo hago lo mismo por Martin Sheen.
Gracias por seguir mi consejo, Isabel, sabía que no se arrepentiría.
Me gustaría no dar a entender que ironizo sobre el psicoanálisis y, especialmente, sobre quienes acuden a algún tipo de psicoterapia. He realizado una pequeña matización sobre una serie televisiva que, en cualquier caso, he seguido muy poco. Les dejo pues a ustedes platicar sobre ella sin entrometerme.
La cartelera Turia ha sido importante para muchos de nosotros durante décadas, aunque son muchas las ocasiones en las que me ha llegado a irritar la contumacia de algunos de sus criterios. Yo tengo debilidad por dos de Woody Allen que no se han reconocido como lo que, a mi entender, son, es decir, obras maestras: «Recuerdos de una estrella» y «Maridos y mujeres». En esta última, rodada en un formato arriesgadísimo, casi experimental, el análisis de los conflictos psicológicos en aspectos como la relación de pareja, la infidelidad, el deseo sexual o el miedo a envejecer se interna en profundidades y laberintos que no están al alcance de cualquier creador.